Tiene el olor de lo histórico y la oscuridad de lo antiguo. Desde 1885 la Farmacia de la Estrella está a pasos de la Basílica de San Francisco, en una zona de calles angostas y adoquines de San Telmo, en la Ciudad de Buenos Aires. «Mantenemos las luces bajas para preservar los lienzos. Aquí en invierno hace frío y en verano, calor. Para cuidar el arte tenemos que moderar el uso del aire acondicionado», explica a Infobae Alejandro Cardelli, uno de los actuales dueños del lugar.
Ubicada en Alsina y Defensa, por esta esquina emblemática pasaron grandes próceres argentinos como Bartolomé Mitre, Julio Argentino Roca, Carlos Pellegrini e Hipólito Irigoyen, que hacían reuniones en el subsuelo del boticario. Con más de 130 años de historia, la farmacia permanece en funciones hasta la actualidad para atender al público y, además, ser museo.
«Ayer estuvimos desde las ocho de la mañana hasta las doce de mediodía recibiendo a maestras y niños de jardín de infantes. Los chicos se fascinan con la balanza pero… ‘avísenme antes de venir y coordinamos’, le dije a la directora», ríe el farmacéutico, que hace cinco años se asoció a Francisco Malfati para dirigir esta joya centenaria ubicada en el corazón del casco histórico porteño.
Mientras, mapa en mano, una pareja de alemanes comenta lo bello del piso de mosaicos genovés, Alejandro apunta: «Estamos en todas guías de turismo de Europa. Vienen cincuenta extranjeros por día. El domingo abro básicamente para chilenos y brasileros».
El desafío de honrar la historia
«Yo manejaba veinte farmacias de una cadena grande cuando me llamó por primera vez el padre de mi socio. Le contesté: «No me interesa, gracias». Me insistió durante un año. Hasta que acepté tomar un café en aquella mesa de este bar», relata el farmacéutico en otro notable, el Bar La Puerto Rico, de 1887. «Vení que te la muestro», parece que le dijo y… «¡Cuando la vi!», rememora Alejandro como si hablara del amor de su vida. «Quedé encantado. Dejé todo y me asocié. Sabía que era un desafió desde lo económico pero no podía dejarla ir», cuenta sobre ese romance ineludible, que promovió Malfati, cuya familia está en la farmacia hace tiempo.
De Villa Regina, Río Negro, Alejandro eligió su profesión admirando a su abuelo, «el farmacéutico de Luis Beltrán», una localidad vecina. «Lo veía preparar las cremas con una cuchara de madera enorme y me fascinaba. Porque en esa época empezaban las droguerías pero todavía las tinturas y jarabes se preparaba en las farmacias», cuenta Cardelli, que estudió la carrera en la Universidad de La Plata.
Entonces, basta poner un pie en el primer escalón de aquel antiguo boticario de Monserrat, para vivir ese viaje al pasado en ritmo presente. Porque transeúntes vienen y van, guareciéndose de la lluvia debajo de la misma pérgola de vidrio y hierros que está hace casi 135 años. Mientras tanto, el cartel de la entrada, en marrones y caqui, sigue como entonces para que los clientes atraviesen las puertas vaivén con vidrio de Venecia y se acerquen a los mostradores de madera de nogal traída de Italia para comprar un remedio de este siglo, algunas cremas antiage o perfumes de moda.
Están también los turistas que, sin comprar, entran especialmente para conocer esta gema porteña. Y quedan extasiados frente a los dos lienzos y el fresco –El triunfo de la farmacopea frente a la enfermedad– que pintó el italiano Carlos Barberis en 1900 y que engalanan paredes y cielo raso. Todo mientras Alejandro señala «la chica estudiando la fármaco botánica», en el lienzo de la izquierda y los frascos Erlenmeyer y balón y la auto clave –para esterilizar–, en el de la derecha. Entonces se hace eco de los rumores de entonces: una de aquellas dos damas de los lienzos sería Mercedes Quiroga, la hija del caudillo, casada con Antonio Demarchi, uno de los hijos de dueños de la farmacia.
Pero el arte de la Farmacia de la Estrella se presume además en cada uno de los muebles, cajones, mostradores y estantes que están coronados por un reloj de época que «anda perfecto y sólo necesita cambio de pila de vez en cuando». Se observa también un banco «que está como entonces» y los frascos color caramelo «que se usaban para que las drogas no se oxidaran con la luz». Mientras que los azules «siempre fueron para fragancias y artículos de perfumería».
–¿Cómo hacen para mantener una farmacia de 1885?
–Tenemos un contrato de bienes raíces que funciona como un alquiler de por vida. Eso implica hacernos cargo de la manutención. No contamos con ningún tipo de apoyo. La gente del Museo (de la Ciudad, donde se exponen objetos cotidianos de la antigua vida porteña) hace lo que pueden. Nuestro único rédito es mostrarla con orgullo. Es una verdadera reliquia. Yo soy farmacéutico. Cuando me enamoré al verla y me asocié con Malfitani no tenía ni idea de antigüedades, ni arte. Pero, con ayuda de expertos y restauradores, aprendí mucho.
–¿Y por dónde pasan los mayores desafíos de conservarla, en el día a día?
–Las veredas son angostas, muchos camiones dañan los toldos al pasar. El año pasado tuve que cambiarlos dos veces. Las calles son de piedra, los autos pasan y se mueve todo, entonces los pisos de mosaico se levantan. Guardo cada pieza que se sale y cada seis meses viene un especialista y la pega. El cableado es de época. Y de hecho el otro día vino el electricista por un aplique y me decía: «No hay manera de arreglar esto». Yo le contesté: «Arreglalo como puedas, pero no me la cambies». La madera se conserva con una cera en particular que se aplica cada un tiempo determinado. La trabaja un carpintero especial. Porque acá todo está en funcionamiento. Los cajones no son artículos de decoración, se usan para guardar los remedios.
–¿Es muy difícil mantener un lugar así?
–Si no estás en los detalles, todo se va perdiendo o dañando. Hay humedades, suciedad y hollín. Hace diez años hicimos una gran restauración con expertos y a pulmón. Pero llegamos hasta la mitad de la farmacia. Fue carísima. Hoy no podemos seguirla. Queremos, pero económicamente sería imposible. Sí estamos por pintar la fachada. Y además ya llamé al pintor restaurador para repasar el cartel de entrada. Todos los días hay algo para limpiar o arreglar. Porque si te dejás estar se cae a pedazos. Hay quienes aseguran que en un momento estuvo a punto de ser demolida. Nosotros estamos todo el tiempo en el mix de conservarla y atender el comercio, porque vivimos de la farmacia.
–Es decir que funcionan como una farmacia más…
–Claro. Hacemos todo lo que hace una farmacia. Tenemos vacunatorio para grandes y chicos. Aquí trabajan 14 personas. Abrimos de lunes a viernes de 8 a 20 horas; los sábados de 8 a 13 y los domingos, de 9 a 15 horas. Tenemos dos laboratorios: homeopatía y alopatía. El primero son las Flores de Bach, Glóbulos y demás. El segundo, los medicamentos que preparamos nosotros. Compro la droga, la peso y tengo la maquina de hacer comprimidos. Además, hacemos las tinturas madre.
–¿De que se trata?
–Consiste en extraer de una planta el principio activo para crear medicamentos. Hay tintura madre para diabetes, menopausia, fiebre, torcerduras. En los grandes laboratorios se hacen procesos de síntesis. Nosotros hacemos una maceración, que lleva siete días con alcohol a 70. Extraemos, filtramos y obtenemos productos muy buenos. Entiendo que la homeopatía se ponga en duda, pero las tinturas madres son indiscutibles. Hay un cuento que lo grafica. Pedro y Juan eran amigos y tenían sus casas a la vera del río, a cien metros de distancia y separadas por un sauce. La corriente iba de lo de Pedro a lo de Juan. Pedro, que sufría de dolores de cabeza, le decía a su mamá: «Cuando paso el día en lo de Juan, y tomo agua del río, se me va el dolor de cabeza». La mamá no entendía… No sabía que del sauce se extrae el acido acetilsalicílico de la aspirina.
De sótanos y boticas
La historia de la Farmacia de la Estrella dice así. En 1834, casi veinte años después de la Revolución de Mayo, Bernardino Rivadavia convocó al bioquímico y botánico Pablo Ferrari para que fundara el primer boticario del país. Cuatro años después, se la vendieron a Don Silvestre Demarchi, un suizo –además el primer cónsul italiano en Argentina– que junto a la farmacia instaló una droguería que a mediados de siglo era la más importante de Sudamérica. Lo sucedieron sus hijos Demetrio, Marcos y Antonio –el yerno de Facundo Quiroga– que establecieron sucursales en Rosario, Córdoba y San Nicolás, además de Montevideo.
En 1864, Demetrio Demarchi se asoció al norteamericano Melville S. Bagle –que había trabajado de joven como cadete de la farmacia– y viraron a lo que sería Bagley y Cia, el gigante de las galletitas. Pero la droguería siguió creciendo. Y en 1885 los hermanos Demarchi se unieron con el bioquímico Domingo Parodi, para construir el local de la esquina de Defensa y Alsina.
A fin de siglo Marco Demarchi di Demetrio se organizó con José Soldati, Juan Carlos Craveri y Domingo Tagliabue para crear una sociedad anónima. Y en 1968, el famoso arquitecto José María Peña creó el Museo de la Ciudad en buena parte del edificio que originalmente era boticario. Así, la Farmacia de la Estrella pasó a ser Patrimonio Cultural de la Comuna y desde entonces forma parte del Casco Histórico de la Ciudad de Buenos Aires.
«Junto a sus mostradores o en sus trastiendas dábanse cita, noche tras noche, los parroquianos más expectables del barrio en tertulias que se prolongaban invariablemente hasta promediar la noche, cuando el silencio dominaba en la ciudad y solo quedaba en la rumorosa botica el farolillo tras la ventana, indicador de un servicio nocturno que aun hoy conserva su tradicional y misteriosa apariencia», escribe Francisco Cignoli, en su Historia de la Farmacia Argentina, de 1953. Habla de aquellas históricas reuniones en los subsuelos, de las que participaban Bartolomé Mitre, Julio Argentino Roca, Carlos Pellegrini e Hipólito Irigoyen.
Enclavada al lado de una iglesia, para que quienes la necesitaban pudieran ubicarla fácilmente buscando el campanario más cercano, la Farmacia de la Estrella vendió el primer algodón de la marca que hoy conserva el mismo nombre. Pero además, de aquella esquina salió el Tetralgin de Craveri, la Hesperidina de Bagley y las pastillas para la tos Parodi.
Y entre inmigrante ilustres, como bien relata Alejandro Cardelli, la Farmacia sigue ligada a la historia. «En aquella época los dirigentes se reunían en nuestros subsuelos. Ahora, todo el tiempo se cruza algún Ministro o funcionario a comprar medicamentos. Y nuestros farmacéuticos son los únicos acreditados para entrar a aplicar inyecciones a la Casa Rosada. Nos llaman secretarios e incluso vamos por el Presidente con algún que otro envío», detalla el farmacéutico que, desde su lugar, no sólo vela por la historia argentina sino que además acude a las urgencias de estos tiempos.
Fotos: Lihue Althabe
Fuente: Infobae