Enfilando desde Plaza San Martín, al cruzar Marcelo T. de Alvear aparece la primera desazón. A la altura del 994 de la calle Maipú, los mármoles de la fachada del edificio elegante exponen la marca que dejó impregnada una placa que anunciaba que allí había vivido el escritor Jorge Luis Borges. Como una cachetada de realidad, el bronce retirado (¿robado?) simboliza muchas otras carencias de nuestra acuciante realidad. Acaso esa chapa ausente sea el prólogo preciso que contextualice la inminente recorrida por la vecina Galería del Este, un lugar fantasmagórico, desolado, que hasta hace algunos años era el símbolo inequívoco de la cultura vanguardista de la ciudad de Buenos Aires.
El autor de El Aleph cruzaba Maipú en chanfle, siempre acompañado por Fanny Úbeda, su ama de llaves, o por su colaborador, Roberto Alifano, en busca de ese puñado de 69 locales y un bar que lo cobijaban en sus atardeceres melancólicos. La Galería del Este, ese refugio entrañable de artistas plásticos, diseñadores, músicos, escritores, actores, bailarines, performers y bohemios de whisky en mano, mutó fatalmente en un esqueleto sin alma que pide ser exhumado y donde aún braman los recuerdos de un tiempo mejor.
El silencio hace que las palabras retumben. Cerrando los ojos hasta es posible ilusionarse con escuchar la voz cascada del Polaco Goyeneche entrelazada con una risotada de Marta Minujín. ¡Arte, arte, arte! La mirada obnubilada mira fijo ese pasillo que zurce la manzana intentando percibir a Charly descalzo paseando en un loop interminable o al Flaco Spinetta insistiendo, una y mil veces, para poder conversar con Borges. Más allá está Berni impresionado con Cerati. Alucinaciones que se resisten al olvido y el abandono.
“Definitivamente, desde el punto de vista cultural, la Galería del Este era uno de los lugares más emblemáticos de Buenos Aires. Acá se reunía el mundo del arte y también los diseñadores de moda, eso la convertía en un sitio muy especial”, sostiene Gotcha, un inmigrante georgiano que llegó al puerto de Buenos Aires hace 27 años y que, desde el 2008, atiende Gotcha´s books, su negocio especializado en documentación del arte argentino. Justamente, en ese local, a fines de la década del setenta funcionaba Madame Frou Frou, la tienda de ropa de la diseñadora Rosa Bailón, a quienes todos llamaban Rosita y era una de las responsables de marcar tendencia en lo que a moda se refería. Tenía 30 años y el pelo largo, y era una especie de émulo local de la precursora Mary Quant.
Como en los laberintos del Asterión borgeano, la Galería del Este es hoy un lugar misterioso escindido del exterior. En el ingreso por Maipú, un mapa impreso anuncia Los senderos de Borges, una forma didáctica de seguir los pasos del notable escritor. Hay que prestar atención para percatarse de su existencia. Acaso porque la decadencia siempre genera vergüenza, ella misma se esconde pudorosa. Es mejor que no se note.
Vestigios
Hoy, la Galería del Este es un extenso pasillo desolado, donde una escolta de vidrieras vacías acompaña el paso del transeúnte desprevenido y asombrado ante lo yermo del entorno. No más de tres o cuatro comercios aún permanecen habilitados para recibir a vaya saber quién. “Vivimos de los recuerdos”, sentencia Ezequiel, un anticuario que, mientras conversa con LA NACION, continúa con el pulido de una hermosa pieza de bronce.
Con entradas por Maipú y por Florida, entre Marcelo T. de Alvear y Paraguay, la Galería del Este formaba parte de esa sagrada trinidad integrada también por las galerías de las Artes y Embassy. La Galería de las Artes es la que se conoció, erróneamente, como del Este, el nombre con el que se bautizó a la totalidad del complejo de localcitos coquetos. En realidad, sólo se llama Galería del Este al tramo que va desde Florida al 900 hasta el centro de la manzana y que contaba con un acceso directo que la vinculaba con el lindante Instituto Di Tella. Hoy, el solar donde se ubicaba ese notable centro de experimentación artística se encuentra ocupado por un edificio, deshabitado y en alquiler, construido sobre las ruinas de la osadía del Di Tella. Actualmente, como una maniobra kafkiana, el sector que ocupaba la Galería del Este forma parte del lobby y la conserjería de un hotel de cadena internacional.
Hoy, pisar esas baldosas descorazona hasta al más optimista. Es que encontrar impresas sobre los cristales de las vidrieras los nombres de los comercios que allí funcionaban y hoy son solo vestigios, duele y emociona ante la melancolía del ya no ser.
Si bien la decadencia se percibe desde hace varias décadas de franco deterioro, el derrumbe que provocó la pandemia del Covid fue, como diría Cátulo Castillo, el tiro del final. “En los ´90, con la llegada de la política económica del uno a uno, se vivió una primera caída. Luego apareció la crisis del 2001, pero, comparado con lo que creo que vamos a vivir, aquello no fue ninguna crisis. En el 2020, como consecuencia de la pandemia, desde marzo hasta mediados de julio estuvimos imposibilitados de abrir, eso hizo que mucha gente de la zona se fuese, no solo los comerciantes de la galería tuvieron que cerrar”, explica el único anticuario al que se observa trabajando activamente y que ocupa su local desde hace 14 años.
Su diagnóstico no es errado: viniendo por Florida desde la avenida Córdoba en busca del Bajo, la mole que ocupaban las tiendas Harrods está deshabitada y con sus persianas bajas desde hace décadas, primera señal de un paseo en su crepúsculo. En cambio, el histórico café Florida Garden sigue de pie, estoico resistiendo con las emblemáticas mesas donde la elite política solía sentarse a rosquear.
La última cuadra de la peatonal antes de la plaza San Martín está desolada. “Cambio, cambio”, vocean los arbolitos buscando seducir algún que otro turista latinoamericano que ya se comienza a ver luego de meses de turismo anulado. Para los visitantes de Europa, aún habrá que esperar. El Hotel Plaza cerrado y el edificio Kavanagh vigilando más allá.
Esa modalidad mencionada como home office hizo que ya no se vean multitudes descender las barrancas hacia la estación Retiro. La baja circulación es otro de los factores que han atentado con la Galería del Este, inmersa en una de las geografías de la ciudad más afectadas por la crisis pandémica. “Hace años, las colas para entrar se extendían hasta la plaza San Martín”, recuerda Gotcha, quien solía toparse asiduamente con los artistas plásticos Charlie Squirru y Dalila Puzzovio.
Aquellos locales icónicos
Algunas inmobiliarias ofrecen los locales de la galería en alquiler por solo quinientos dólares y muy bajas expensas. La cifra es tentadora, pero ante la inexistencia del tránsito de potenciales clientes, el número cobra otra dimensión que espanta a la inversión. Eso negocios buscando ser rentados eran los que albergaban a un puñado de joyitas muy visitadas por un público bohemio y también algo snob. Acá convivían armónicamente desde marroquinerías hasta agencias de turismo, pasando por boutiques. Aunque, sin duda, las estrellas eran los discos y los libros.
Uno de los refugios de la música porteña era El Agujerito, la tradicional disquería en la que se encontraban las nuevas ediciones y los incunables. Esa música que no sonaba en otro lado, estaba allí, esperando en las bateas a los melómanos inspirados. Hasta el mismísimo músico de jazz Bill Evans se deleitó con algunas curiosidades de la tienda.
Bobby Flores y Lalo Mir eran habitués en busca de lo novedoso. Luca Prodan, Facundo Cabral y Pappo también trajinaban El Agujerito, antes o después de pasar por Barbudos, el bar que estaba ubicado en el centro de la galería. Allí se servía un trago novedoso para la época llamado Negroni, toda una apuesta a educar paladares amplios. El emplazamiento simétrico de los locales se rompe en el área central, donde el coqueto bar, hoy abandonado y con sus mesas y sillas amuchadas a un costado, recibía a los parroquianos. Tomarse un vermut en Barbudos significaba estar acompañado por escritores como Manuel Mujica Laínez y Rodolfo Walsh o el sacerdote Carlos Mugica. Acá las tertulias no eran para iniciados.
Otras de las vedettes del lugar era la librería La Ciudad, el local donde Borges pasaba tardes enteras. Su constancia lo convirtió en un amigo de los dueños, quienes también recibían a Adolfo Bioy Casares y Ernesto Sábato, entre tantos otros. “La librería, que no existe desde hace seis años, era el lugar de consulta de Jorge Luis Borges, quien luego de permanecer en el local se sentaba en el bar. Como la gente conocía este hábito, llegaba con sus libros para que él se los firmara”, explica el documentalista Gotcha.
Se dice que, en La Ciudad, Gabriel García Márquez firmó ejemplares de la primera edición de Cien años de soledad, su monumental obra recién editada. “Cuando Ray Bradbury llegó a la Argentina vino a firmar libros a la librería”, explica Ezequiel, el coleccionista con sensibilidad para interpretar los fenómenos que se dieron bajo estos techos.
Osadía aspiracional
“A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires, la juzgo tan eterna como el agua y como el aire”, pregonaba Borges ante su Fundación Mítica de la ciudad. Acaso la eternidad sea una aspiración para ese pasillo de vidrieras y mármoles diseñado por el arquitecto Clorindo Testa a pedido de los Baliña. “En los años sesenta, la familia hizo demoler su residencia para construir la galería”, explica uno de los anticuarios.
Al levantar la mirada en el óvalo central, claramente puede percibirse el sello de Testa en los techos de hormigón, hoy pintados de colorado, pero cuyo color cemento original remiten rápidamente a construcciones como la de la Biblioteca Nacional o el ex Banco de Londres, obras de su autoría. Aunque amenguado, el estilo brutalista domina el ejido central.
En cambio, cuando se construyó el hotel sobre Florida, las famosas baldosas rojas que identificaban a la galería fueron reemplazadas por pisos de cerámica, pastiche for export que le restó identidad al lugar.
Los jardines de invierno elevados y los revoques rústicos son otros de los signos indelebles de la magnífica obra de Clorindo Testa.
Desolación
Alguna vez, Alfredo Alcón y Vittorio Gassman la surcaron con distinción y Rogelio Polesello imaginó en el aire sin bastidores. Allá lejos quedó el tiempo en el que la visitaban quince mil personas por día que naturalizaban la presencia de los monstruos sagrados del arte.
En la actualidad, muy lejos de aquella realidad, a pesar que se encuentra en buenas condiciones de aseo y con su iluminación encendida, la falta de propuestas comerciales espanta a los transeúntes que evitan atravesar la manzana recorriendo la galería.
Una tienda que ofrece ropa de cuero espera ilusionada a los turistas que aún no llegan. Tal es la parálisis que un grupo de hombres tomó las mesas y sillas del bar en desuso para montar el escenario para despuntar una partida de ajedrez. Más allá, una mujer arroja una pelota de cuero para ser rescatada por su mascota, que corre cómoda sin que nadie se atraviese a su paso interrumpiendo su juego. La postal de la Galería del Este casi podría conformar una escena del surrealismo de David Lynch.
La postal es lúgubre. Sobre una pared, cuelga enclenque el teatro que anuncia al Café de las Artes. A pocos metros, en el cristal de una vidriera se lee “El Agujerito”. En casi todos los locales, alguna inscripción denota un pasado esplendoroso.
Detenida en el tiempo. Adormecida. Sin cumplir con el mandato para el que fue pensada. A casi nadie le importa. “Cambio, cambio”, se filtra desde Florida. Y el empeñoso nostálgico se empecina en oír los aplausos con los que Ray Bradbury abandonó el lugar pispeado de lejos por Madame Frou Frou y vigilado desde la cúpula del bar por Emma Zunz.
La Galería del Este es acervo y memoria viva del arte argentino, razón suficiente que amerita un pensado plan de recuperación. Su valor patrimonial, histórico y cultural exigen una solución al abandono. La memoria de ese parroquiano consuetudinario llamado Jorge Luis Borges lo merece.
Fuente: Pablo Mascareño, La Nación