En pleno territorio jesuita, el edificio vino a romper con las tradiciones constructivas del entorno, tal era el espíritu de su autor. Cuando comenzó a proyectarla en 1927, y hasta su inauguración parcial en 1933, Ferrari decidió omitir algunos mandatos de la iconografía religiosa para crear un escenario lleno de misterio que aún hoy desafía al feligrés. Sapos, cangrejos, arañas, lagartos; columnas de color ocre amarillento, negro, rojo; una torre trunca y la bóveda pintada con la copia exacta del cielo estrellado que se vio una noche del año 1930 conforman el retrato visible de nuestros miedos y anhelos espirituales interpretados por ese hombrecito ágil que hasta los 90 años siguió trepando andamios, y que hoy es considerado entre los máximos arquitectos eclécticos-neogóticos del mundo.
Nació en Italia, creó en Córdoba
Sin embargo, como suele sucederle a los audaces, Ferrari no fue profeta ni en Córdoba ni en Italia, donde nació. Su vasta producción permaneció en el olvido hasta hace muy poco, cuando despertó el interés de instituciones italianas y locales que empezaron a estudiar su legado incluso antes de emigrar a la Argentina, donde dejó una cantidad de edificios religiosos y residenciales, además de pinturas y fotografías. En la provincia de Córdoba destacan especialmente las iglesias y un conjunto de viviendas ubicadas en un corredor de las Sierras Chicas, conocido como Circuito Ferrari.
A propósito del 150 aniversario de su nacimiento a celebrarse el próximo 31 de agosto, sus herederos esperan celebrar su recuerdo impulsando la protección patrimonial completa de esos chalets, más ahora que el famoso castillo San Possidonio – una joyita de estilo romántico donde veraneaba la familia – está siendo puesto en valor para convertirse en la sede local de Croque Madame, la cadena de cafeterías con franquicias en varios museos de Buenos Aires.
La intención de la Fundación Ferrari es fomentar el cuidado de ese paseo que se extiende a lo largo de la Avenida del Carmen. “Es muy importante contar con algún tipo de incentivo para los propietarios, que mantienen con esfuerzo el patrimonio. Eso los comprometería en el futuro a cumplir pautas y condiciones de conservación, por ejemplo, impediría que se abran comercios en la parte delantera de los jardines, evitando el desastre que sería la Avenida del Carmen llena de negocios” sostiene su hija, Susana Ferrari, de memoriosos 90 años.
Una infancia difícil
Se ha escrito más sobre León (artista plástico, también), pese a que él mismo afirmaba que el verdadero genio de la familia era su padre.
Augusto Ferrari nació en 1871 en San Possidonio, cerca de Módena, Italia. Siendo un bebé de horas fue abandonado por su madre, y pasó tres años en un orfanato esperando por una familia hasta que un matrimonio de campesinos lo adoptó. A los veinte tomó contacto con su padre biológico, un bodeguero acomodado de Roma que lo reconoció y financió sus estudios.
Cursó arquitectura en la Universidad de Génova, pero como su vocación era la pintura decidió anotarse en la Academia Albertina de Torino y luego en el Museo Industrial de la misma ciudad, donde empezaría a colaborar con su maestro Giacomo Grosso pintando panoramas y murales. En 1910, con la ayuda de cinco asistentes, logra su primera proeza artística: un lienzo de 2000 metros titulado Messina destruida por el terremoto de 1908, con imágenes dramáticas del pueblo devastado. Para entonces ya había participado en algunas muestras colectivas y de a poco mejoraba su situación económica.
Cuando llegó a la Argentina en 1914 tenía 43 años
Tenía, además, la firme intención de exponer sus cuadros, pero el destino quiso que terminara pidiendo alojamiento a cambio de trabajo en la orden de los monjes capuchinos del barrio de Nueva Pompeya. Ahí trabó amistad con quienes serían sus clientes más firmes: la curia. En los años siguientes pinta en forma gratuita la cúpula y los interiores de la capilla del Divino Rostro, en Parque Centenario, donde conoció a su joven esposa Celia, luego madre de sus cinco hijos. Además de los murales de las batallas de Tucumán y la de Salta, realizará por encargo numerosos retratos hasta que en 1917 es convocado para reformar la iglesia de San Miguel Arcángel (Suipacha y Bartolomé Mitre), donde también pinta cerca de 120 cuadros apoyado en las fotografías de sus familiares, que tomaba de modelos.
Después de ese trabajo decide pasar una temporada perfeccionándose en Italia, hasta que regresa a Buenos Aires en 1926. Acá organiza una exposición en la Galería Witcomb (sin apoyo de la crítica) y casi sin proponérselo despega su carrera como arquitecto. Mientras diseñaba el claustro de Nueva Pompeya, empezaría a planificar la que sería su obra maestra. “En 1927 fue convocado por el entonces director de la orden en Córdoba, el padre Juan de Ansoain. Es un nombre para recordar: sin él no se hubiera construido los Capuchinos y la carrera de mi padre hubiera sido muy diferente. Sin embargo fue muy criticado, inclusive por el Vaticano: alguien dijo que la pobreza de la orden no coincidía con la opulencia del edificio” recuerda Susana.
Paseo Ferrari: “A mis casas nunca se las lleva el agua”
En Buenos Aires hizo la supervisión y dirección de obra de la Abadía de San Benito, en el barrio de Belgrano; en Córdoba proyectó las capillas de las Hermanas de la Merced y Nuestra Señora del Huerto; las iglesias de Villa Allende, Unquillo (en las sierras) y la de la ciudad de Río Cuarto. Paralelamente, en 1929 compró varios terrenos en la localidad serrana donde pasaba los veranos con su familia. Alineados sobre Avenida del Carmen, fue levantando en distintas etapas una docena de residencias de impronta llamativa y en las que se puede apreciar su afición por la mezcla de estilos (romántico, gótico, neogótico, moderno, entre otros) y, sobre todo, su destreza a la hora de los planos: “a mis casas nunca se las lleva el agua” solía decir, sin exagerar.
Bautizadas con nombres de pájaros e insectos (salvo el castillo, un homenaje a su ciudad natal, y San Leonardo, en Agua de Oro), algunas conservan detalles insólitos: las mismas columnas enlazadas de los Capuchinos, aberturas con ojivas, torres con almenas, acogedoras galerías, un aljibe con cúpula gótica e interiores no menos peculiares, como el caso de un pequeño ascensor que transporta… al primer piso; una escalera con baranda que es a la vez perchero y distribuciones a contramano de las necesidades de la época. Desde el punto de vista técnico no temía a las novedades, describen los expertos: usaba hormigón armado y experimentaba con mezclas de cemento y ferrite para decorar y colorear muros.
Hay muchas otras anécdotas sobre los inventos de Ferrari para sustituir recursos que faltaban, algo que recuerdan especialmente los anfitriones de San Teresita, una de las propiedades más lindas y mejor cuidadas del corredor, y que hasta hace poco funcionó como hotel boutique. “Cuando arrancamos la restauración convocamos a un ingeniero, porque el castillo ya había sufrido dos inundaciones grandes. Pero nos encontramos con cimientos típicos de un dique, una estructura firme que jamás va a ceder, y no cedió” describe Ana Benavídez, gerenta a cargo del emprendimiento de cuatro socios vinculados a la tecnología. “Lo que lucía más deteriorado eran la plomería y la electricidad. Estuvo muy abandonado pese a estar declarado patrimonio histórico, razón por la que no está permitido intervenir el frente ni modificar la planta interior. Esperamos recuperarlo y crear un espacio cultural con la mejor gastronomía” agrega, y confirma que abrirán en octubre.
Da Vinci en Córdoba
A esa buena noticia se suma la vuelta de las visitas guiadas a la torre de los Capuchinos, que reabrió con protocolos sanitarios mediante. La experiencia es imperdible. “Lo más curioso de este arquitecto-pintor es él mismo: la obra es él, su pasión, la energía puesta en cada cosa que hacía, su humor irónico y sutil” dice Silvia Piedracueva, a cargo de los recorridos por el templo.
Cuando hace unos años se restauró la fachada (más no el interior, que sigue en pésimas condiciones) y el gobierno provincial financió la iluminación exterior, la torre “cortada” mutó en un mirador excepcional, de los pocos habilitados en la ciudad. Hay que trepar 182 escalones angostos, empinados y en caracol para llegar hasta 40 metros de altura y admirar desde arriba la planta magnífica, con sus gárgolas y colores, tal como la imaginó Ferrari. “Me enamoré de esta iglesia en el instante en que el arquitecto restaurador, Javier Correa, me la mostraba con la idea de organizar las visitas guiadas. Luego de estudiar muy bien la obra y conocer a sus descendientes, implementamos un circuito que incluye la ascensión a la torre visitando el coro alto, terrazas, balcones, rosetones, arbotantes, gárgolas, pináculos y la capilla de la Virgen de Pompeya. En cada recorrido con turistas y vecinos descubro un aspecto nuevo, algún secreto que él plasmó en alguna figura o rasgo de la arquitectura. Tiene un contenido especial, que todos deberían conocer. Sin dudas es mi Da Vinci, aquí”.
Fuente: Marina Gambier, La Nacion