“Todos los recuerdos con mis abuelos son hermosos”, asegura con una sonrisa difícil de disimular. Nacida y criada en San Salvador de Jujuy, siempre estuvo conectada con los antepasados que habían habitado aquellas tierras. Portadores de tradiciones, el pasado que se mantenía vivo en el presente y que transmitía el conocimiento del tiempo en la experiencia, el agradecimiento a la vida y el valor de la familia, los abuelos fueron cimientos fuertes en la formación personal y profesional de Rocío Manzur.
Su abuelo Pedro, al que describe como un hombre picarón y de un humor muy lindo, disfrutaba de la comida en todas sus versiones. Asiduo viajante, recorría todos los pueblos cercanos a la zona de Maimará -ubicada en el departamento de Tilcara- para comprar y vender frutas y hortalizas. “Era muy dulcero, tenía un cajón al lado de su mesa de luz en donde siempre había chocolates, caramelos y dulces. Siempre que íbamos a visitarlo nos llevaba al cajón o nos hacía adivinar en qué mano tenía escondido un chocolate. Le gustaba mucho el caramelo media hora y también el anís”.
Su abuela Suria, ama de casa, cocinera y costurera, era conocida por su prolijidad y el “estilo impecable” con el que se la veía. “Tenía pelo blanco perlado hermoso y siempre vestía algún detalle. En la cocina y la costura era igual. Amaba la cocina, la comida sirio-libanesa era su especialidad. Por lo general en ese tipo de gastronomía, hay preparaciones que tienen mucho detalle y se sirven en piezas pequeñas (como los niños envueltos, o los Shishbarak). Ella los hacía todos iguales, prolijos y hermosos. Su cocina siempre estaba impecable, daba placer verla cocinar. Cocinaba riquísimo y nos hacía a cada uno de la familia algo especial. Para el día del niño nos armaba a todos sus nietos/as una mesa llena masitas, bizcochuelos, tortas y sandwichitos, todos caseros y hechos por ella y nos hacía chocolate caliente de taza, era hermoso. Cuando ibas a visitarla, todos pasábamos primero a la heladera. Y en los almuerzos siempre te esperaba con distintas preparaciones. ¡La extrañamos mucho!”.
“Nos guían nuestros antepasados”
De formación diversa -Rocío Manzur tiene un título en Administración de empresas, es gestora cultural y artista- ha desarrollado tanto su carrera profesional, como emprendimientos propios y otros con su familia. “En todos los lugares en donde trabajo, me gusta promover la comunión de distintas disciplinas, fomentar lo multidisciplinario, intervenir espacios y lograr que cobren vida. Me genera mucha satisfacción ver las mesas llenas de gente, el intercambio cultural, las expresiones artísticas y la alegría”.
Aunque todavía no lo sabían, las condiciones estaban dadas para que, de aquella pasión por fomentar la unión entre diferentes universos, surgiera un nuevo proyecto que haría honor a una historia que había comenzado en las primeras décadas del siglo XX. En ese entonces, los Manzur se habían lanzado a una aventura de miles de kilómetros para buscar una tierra que se convirtiera en hogar, en morada. Atrás dejaron el Líbano para instalarse y habitar el suelo de la Quebrada de Humahuaca.
“Nuestra vida familiar -que ya cuenta nada más y nada menos que con tres generaciones- está signada por el sueño y la realización de emprendimientos. Nuestro nombre nos une, nos da identidad y nos exige compromiso. Seguimos construyendo esta familia, guiados por nuestros abuelos, los reales -Pedro y Marta- y los simbólicos, todos nuestros antepasados: el pueblo libanés y el pueblo de la quebrada”.
“Los productos andinos hicieron magia”
Entre otras propiedades, los Manzur cuentan con el tradicional hotel El Manantial del Silencio entre su cartera de proyectos. Ubicado a 500 metros del Pueblo de Purmamarca, en el corazón de la Quebrada de Humahuaca, Patrimonio Natural y Cultural por la UNESCO en el 2003, fue el primer hotel boutique de Purmamarca construido en un estricto estilo neocolonial español, que respeta la arquitectura de la zona con materiales autóctonos, como las paredes de adobe y cañas huecas en los techos. El edificio fue diseñado por el especializado arquitecto Mariano Sepúlveda y decorado con objetos pertenecientes a familias históricas del Norte Argentino.
“De alguna forma, con su desembarco, este alojamiento cambió el concepto de hotelería del destino, trajo infraestructura que no existía, y eso invitó a más y diferentes turistas tanto nacionales como internacionales. El hotel, como su restaurante, marcaron un antes y un después en la región. Su gastronomía hizo redescubrir los productos andinos que no solo hicieron magia en el lugar sino que con el tiempo se fueron trasladando a distintas provincias del resto del país”, cuenta orgullosa Florencia Manzur, economista y Administradora de Empresas, al frente de este emblemático hotel.
Inquietos, curiosos y aventureros, los Manzur se encontraban en pleno desarrollo de El Bayeh, la bodega propia, cuando surgió la idea de darle un nuevo destino a un espacio con el que ya contaban y que hacía las veces de depósito y showroom. Se trataba de El Suico, una finca que contaba con una antigua casona de más de 185 años y con arquitectura es propia del norte: paredes de adobe, techos originales de cardón, aberturas pequeñas, piso de tierra.
“Un lugar de encuentro, como la casa de los abuelos”
“Esa casa era hermosa, rodeaba un patio que invitaba al encuentro. Y decidimos hacer una puesta en valor de la misma. El lugar tiene mucha paz, está rodeado de cerros y del Río La Huerta. Además hay viñas, manzaneros, duraznos, perales. La vecina tiene un pavo real y gallinas que nos visitan a menudo. Como si fuera poco, tenemos cerca nuestras viñas en terrazas que conforman un lindo paseo con una vista increíble a los cerros de Yacoraite (Pollera de la coya) y todo Huacalera”.
Decidieron entonces que allí fundarían Casa Mocha. “La historia nombra así a ciertas casas de los antepasados de estas tierras. Son las casas de los abuelos, como se le decía a los primeros hombres que habitaron esta Quebrada. Las antiguas comunidades construían sus casas de adobe creando un entramado en donde se integraban las casas de los vivos con las casas de los muertos. Y para distinguirlas se les mochaba el techo. Las casas mochas eran el recordatorio del espacio que ellos habían habitado y esa memoria estaba integrada en la cotidianidad colectiva”, explican las Manzur.
Pero hay más: mochar también significa adorar. Y, en ese sentido, la mocha es un gesto ritual que señala lo sagrado. Casa Mocha es en ese contexto una morada que recuerda el valor de lo sagrado, el valor de la cultura, de las costumbres que se heredaron de los abuelos.
“Me gustaba mucho la idea de desarrollar un espacio en donde pudieran convivir el vino, la gastronomía, el arte y la cultura, respetando mucho a nuestra Quebrada. En Casa Mocha ofrecemos cata de nuestros vinos de La Bodega El Bayeh y de nuestros quesos de la Huerta Tambo. También tenemos almuerzos y visitas a nuestras viñas. Es una invitación a la calma, a degustar, descansar y apreciar todo lo lindo que nos regala La Quebrada y en donde suceden varias experiencias. Y que ese espacio sea un lugar de encuentro. Tal cual era la casa de mis abuelos”.
Fuente: Jimena Barrionuevo, La Nación.