Las inspiradas yuxtaposiciones en el MoMA incluyen “El estudio rojo” (1911, izq.) de Henri Matisse, y “Fiery Sunset” (1973) de Alma Woodsey Thomas (Succession H. Matisse/Artists Rights Society (ARS), New York; Jeenah Moon para The New York Times).
Cuando el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) reabrió sus puertas el mes pasado luego de una ampliación de 4370 metros cuadrados a un costo de 450 millones de dólares, finalmente se reveló como una institución del siglo XXI con vida, más que como el monumento a una historia obsoleta —blanca, masculina y nacionalista— en el que se convirtió desde su fundación en 1929.
Después de décadas de obstruir el multiculturalismo, el MoMA ahora lo está reconociendo, incluso invirtiendo en él, más notablemente en una colección permanente que incluye arte —gran parte de éste recién adquirido— de África, Asia y Sudamérica, y una importante cantidad de obras de afroamericanos y mujeres.
La principal diferencia en esta reapertura del MoMA es la presencia integrada de la “diferencia” en sí: una presencia que lleva al museo de regreso a su primeros días experimentales, cuando el arte estadounidense autodidacta y el arte no occidental estaban en el cartel.
¿Necesitábamos un MoMA multiplex, súper enorme (un tercio más grande) de casi una cuadra de tamaño para albergar esta presencia? No. Como aprendemos de cada feria de arte todos los años, más arte no es más. Lo que se necesita es una planificación ágil y una visión alerta, y éstas son evidentes en las atracciones de apertura de escala modesta del museo, que incluyen visiones generales de dos artistas afroamericanos (Betye Saar y William Pope.L), instalaciones de artistas de India (Sheela Gowda y Dayanita Singh), una muestra de obras latinoamericanas y una galería de colección permanente dedicada al arte contemporáneo de China.
La escultura “Yakshi” de Mrinalini Mukherjee en exhibición tras una expansión de 450 millones (Jeenah Moon para The New York Times).
Pero en todo museo, las galerías de colecciones permanentes son clave. Son el corazón, el cerebro y el alma del lugar; su historia y su memoria. Las exhibiciones especiales a corto plazo hacen que la gente cruce la puerta. Pero terminan y se van. Si quieren saber de qué trata realmente un museo, mantengan la vista en el arte que posee y al que le ofrece sus muros y pisos a largo plazo.
A juzgar sólo por esta métrica, el ampliado MoMA hace esfuerzos obvios para transformar su imagen, para contar la historia de lo que podría ser llamado modernismo plus, agregando globalismo y arte afroamericano.
Desde hace mucho tiempo, el museo ha sido famoso por inventar una visión irrefutable del arte moderno como una sucesión de “ismos” (cubismo, surrealismo, expresionismo, etc.) y por acomodar sus posesiones para ilustrar eso. Un esbozo muy burdo sigue presente en los tres pisos de las galerías de colecciones: arte del siglo XIX hasta 1940 en el quinto, de 1940 a 1970 en el cuarto, y de 1970 al presente en el segundo. Pero la principal ruta está ahora salpicada de inclusiones inesperadas y es interrumpida por rodeos y senderos desconocidos basados en temáticas.
Además, los muros entre disciplinas, otrora firmes, están derribados. El estilo prevaleciente es una mezcolanza, con escultura, pintura, diseño, arquitectura, fotografía y cine como compañeros de cama. Pero tengan por seguro que cada disciplina recibe un espacio propio.
En el histórico recorrido de unas 60 galerías de colecciones diseminadas en tres pisos, en términos generales hay algo para cada quien. Hay una gran dosis de Jackson Pollock, una medida de Frida Kahlo, megadosis de pop y surrealismo, Latas de Sopa, “Nenúfares” y Cindy Shermans para tirar para arriba —todas las cosas que muchas personas vienen a ver al MoMa, con selfie sticks en mano.
Pero también hay exhibiciones especializadas, el equivalente de miniseminarios, sobre libros hechos por artistas en la Rusia de la era de la revolución (en su mayoría mujeres), sobre la arquitectura como escultura, y sobre el potencial épico del arte postal latinoamericano. Y hay una exhibición, pequeña en espacio, pero grande en material, enfocada en el poeta Frank O’Hara, quien fue curador del MoMa. Y, una vez que uno pone un pie adentro, son divertidas.
Finalmente, obtenemos imágenes carismáticas de nombres que deberían estar en la lista de lo mejor de todos los amantes del arte, pero que no lo están aún: Geta Bratescu, Graciela Carnevale, Sari Dienes, Rosalyn Drexler, Valie Export, Beatriz González, Maren Hassinger, Atsuko Tanaka, junto con Benny Andrews, Ibrahim El-Salahi y May Stevens.
Yo creo que este MoMA del siglo XXI funcionará. Lo multicultural ahora es comercial. Ignorarlo es renunciar a las ganancias, por no mencionar la credibilidad de la crítica. Y el nuevo MoMA está obviamente diseñado para un público nuevo y más joven.
Fuente: clarín, The New York Times