Un vértice de la cultura francesa en la ciudad de Buenos Aires se renueva para retomar su brillo de antaño
Il ne faut pas laisser croître l’herbe sur le chemin de l’amitié (no se debe dejar que la hierba crezca en el camino de la amistad), dice un proverbio francés. La inmigración es un buen cegador de los yuyos. Los que llegan a otro destino suelen hacer piña con sus coterráneos también emigrados. Es una forma de sentirse aún un poco en casa, o de compartir las tradiciones para, al recrearlas o verbalizarlas, no se pierdan. También de crear puentes que ayuden a ser fuertes en la transición.
Cuando promediaba el siglo XIX algo parecido sucedía en Buenos Aires. El centro regional de la inmigración estaba en auge y ya había recibido decenas de franceses que, entre inmigrantes de otros orígenes, poblaban el léxico local. El café Malakoff (mismo nombre que una de las comunas de Francia) servía de centro de operaciones para el encuentro nostálgico, la proyección de negocios y el debate de ideas de la colectividad gala.
Luego de decenas de encuentros, el 20 de mayo de 1866 decidieron darle forma al Club Francés, uno de los tres en su tipo más antiguos del país, junto al Jockey Club y al Círculo Mayor de Armas.
Tomando como sede el café, cercano por entonces a la Plaza de Mayo, intentó reunir bajo sus encuentros a la comunidad francesa emigrada y también a los argentinos francófilos. Más tarde fundó su propia sede en Recoleta.
En sus mesas se encontraron, a través del tiempo y como miembros activos, figuras de la cotidianidad cultural nacional. Ulderic Courtois, arquitecto de la basílica de Luján; François Simon, creador de la Alianza Francesa de Buenos Aires; Joseph Linières, presidente de la Academia Nacional de Medicina; Carlos Thays, director de parques y jardines de la Ciudad de Buenos Aires y creador del Jardín Botánico; Paul Groussac, uno de los directores de la Biblioteca Nacional.
Con fuerte impronta basada en las ideas, el club se convierte en un espacio cultural de valor. Invita y recibe a visitantes extranjeros y también a personalidades de prestigio local. Pasaron por sus salas de conferencias figuras como Jorge Luis Borges, Octavio Paz, el premio Nobel de Química Luis Federico Leloir, la escritora y periodista Luisa Mercedes Levinson, el cirujano y neurobiólogo Henri Laborit, los escritores Mario Vargas Llosa, Victoria Ocampo, Adolfo Bioy Casares, Anatole France y Vicente Blasco Ibáñez, entre otros.
La realidad política también estuvo presente en sus encuentros con visitantes como Carlos Pellegrini, a pocos meses de convertirse en presidente de la Nación, y a José Figueroa Alcorta durante su cargo. Cuando se asoció al club impuso la costumbre de celebrar con una comida o un cóctel las fiestas patrias de la Argentina y Francia. Este festejo se suspendió durante la pandemia y se reanudó el 11 de julio último.
Fueron asiduos concurrentes los presidentes Miguel Juárez Celman, Marcelo Torcuato de Alvear y Raúl Alfonsín. También transitaron por su sede figuras internacionales durante sus visitas al país, como el estadista Georges Clemenceau, la aviadora Adrienne Bolland, la figura legendaria de la Aeropostale Jean Mermoz, Antoine de Saint-Exupéry, el escritor André Malraux y el entonces príncipe de Gales y luego el fugaz rey Eduardo VIII.
“El espíritu de fraternidad ha sido una constante en nuestros salones –relata Roberto Azaretto, flamante nuevo presidente del club–. Nuestro espacio se ha normalizado, está incorporando nuevos socios, que hoy ya superan los 180. Pretende ser un centro de sociabilidad y difusión de la cultura de Francia, lugar de encuentro de franceses y argentinos que siempre han admirado los aportes de esa nación a la construcción del mundo moderno, la ilustración, los principios de libertad e igualdad que nos son comunes. La Argentina ha recibido de Francia gente laboriosa, inversiones, educadores, profesionales, científicos, arte y cultura, nos interesa honrar esa herencia”.
Caracterizado por funcionar como un espacio eco de la confraternidad y las ideas, el Club Francés, en 1953, ante el incendio de la sede de la calle Florida del Jockey Club y la decisión del gobierno de entonces de retirarle la personería, abrió sus puertas a los socios de esa institución.
Desde hace casi cien años se enseña allí esgrima, disciplina en la que algunos de sus socios, han ganado premios en certámenes con otras instituciones que fomentan este deporte, como el propio Jockey Club y el Club Universitario de Buenos Aires, y torneos nacionales e internacionales.
Su sala destinada al esgrima fue diseñada en 1966 por el campeón olímpico Edward Gardère, especialista del florete y el sable, que vivió sus últimos años en el país.
En 1941 la entidad adquirió un edificio de diez pisos que había sido construido en 1932, y que aún conserva en la calle Rodríguez Peña. Compró a la familia Vázquez Mansilla el palacete de Rodríguez Peña 1832, entre las avenidas Alvear y Quintana. Sus salones atesoran obras de Eduardo Sívori y otras obsequiadas por George Clemenceau, como una imagen de Vercingétorix.
Las dos plantas inferiores están destinadas a la actividad comunitaria. Un bar inglés remite a Francia con su lema Liberté, Égalité, Fraternité. Una serie de obras de arte presiden el espacio, incluyendo piezas que reflejan a Napoleón en la Batalla de Wagram, el mariscal Foch a la cabeza del desfile de la Victoria el 14 de julio de 1919, y esculturas de Madame Récamier de Houdon y una Marianne de mármol de Joseph Carlier.
En 2011 se encaró una completa restauración y se abrió al público un restaurante en la planta baja, el bar y gran parte de los departamentos de los pisos superiores como hotel boutique. “El club sufrió las consecuencias de la pandemia de Covid –acota su nuevo presidente–, que llevaron al club y al hotel a su cierre temporario. Varios miembros de la comisión fallecieron llevando a la institución a la acefalía.
“Nuestro club –afirma Azaretto– tiene como proyecto ser la casa de la amistad franco-argentina y custodio de los valores comunes, que forman parte de la civilización occidental. Queremos recuperar la conversación, la convivencia civilizada, el encuentro cotidiano en un ambiente propio de los mejores tiempos del país como lo es la sede del club. Los lazos con la colectividad francesa, como de los argentinos que tienen sangre gala (la tercera corriente inmigratoria del país), se están recuperando y se consolidaran en los próximos meses”.
Los que saben advierten que el restaurant ya retomó su estilo y es uno de los mejores de los que hay en clubes en la ciudad. Allí no falta el paté y el canard, y los postres con acento francés. ¿Dónde un lugar más auténtico en Buenos Aires que en sus mesas?
Fuente: Flavia Tomaello, La Nacion