Son las dos de la tarde en el barrio de Coyoacán, Ciudad de México. Una casa pintada íntegramente de rojo sobresale de las demás. Me recibe Mara Kahlo, sobrina bisnieta de Frida.
Entramos en la casa y desde el principio pude sentir eso que se siente en las habitaciones que explotan de memoria, que guardan cosas, aunque no se puedan apreciar a simple vista. Una alfombra violeta cubre el piso de la sala principal. Sobre la pared blanca del fondo se puede ver un cuadro con catorce fotos pequeñas enmarcadas: es el árbol genealógico de la familia Kahlo. En uno de los muebles se exhibe una escultura basada en la obra de Frida Viva la vida y, cerca, una réplica del corsé utilizado por la pintora junto a un antiguo teléfono negro. Sobre la otra pared, un retrato de Frida, tomado por su padre, el fotógrafo Guillermo Kahlo.
«Hay tres líneas en la biografía de todo ser humano y nunca son una horizontal y dos perpendiculares. Son tres líneas sinuosas, perdidas al infinito, constantemente próximas y divergentes: lo que un hombre ha creído ser, lo que ha querido ser y lo que fue». Pensaba, en el avión rumbo a México, en este párrafo de Marguerite Yourcenar. Si bien Frida Kahlo nació y murió en la famosa Casa Azul de Coyoacán -en ese entonces un suburbio rural-, existe otra casa situada en el mismo barrio, y es la Casa Roja que perteneció a la madre de Frida, Matilde Calderón. Al morir Matilde, la heredaron sus cuatro hijas: Matilde, Adriana, Frida y Cristina. «La Casa roja era donde Frida recibía a sus amantes: una especie de tapadero. Cuando se peleaba con Diego se iba de la Casa Azul y venía para acá. En esta casa no solo se encontró con Trotski, sino también con el pintor y escritor barcelonés Josep Bartolí, el fotógrafo estadounidense de origen húngaro Nickolas Muray o Isamu Noguchi, escultor californiano, entre otros personajes», relata Mara Kahlo, quien describe esta casa en la que sobrevivieron archivos, fotografías y objetos de la pintora mexicana. Mara pone sobre la mesa un alhajero con numerosos collares, anillos con pinturas minúsculas que realizaba Frida sobre ellos, y algunos manuscritos. Objetos que emocionan simplemente por pensar que estuvieron en sus manos o en su cuello, en la piel de la mujer que desafió al mundo con el talento como arma y el dolor como motor hacia su infinita capacidad de creación.
Frida Kahlo nació un 6 de julio de 1907 y seis años después contrajo poliomielitis, enfermedad infecciosa que le dejó como consecuencia la pierna derecha deformada y el pie torcido. A esa edad comenzó a sufrir la burla de sus compañeros de la escuela alemana a la que asistía, los que la llamaban «Frida Kahlo, pata de palo». Años más tarde, en 1922, Frida comenzó sus estudios en la escuela preparatoria, a la que concurrían 2000 varones y tan solo 35 mujeres. A las niñas se las cuidaba de una manera especial; se les reservaba el tercer piso y se las protegía de los varones mediante prefectos. Pero a ella esto no le importó demasiado: jamás se detuvo a oír sus clases del tercer piso, se movía libremente por los patios y pasillos de la preparatoria y entraba a las clases que le interesaban, ya fueran de biología, derecho o filosofía. Frida quería ser médica. Sin embargo, fue aquí mismo donde comenzó a interesarse en la vida política nacional y aprendió cómo se gestaba un movimiento estudiantil. Así conoció a su primer novio, Alejandro Gómez Arias, y comenzó a tratar con políticos y artistas.
El primer vínculo de Frida con el arte no fue con la pintura, sino con la fotografía. De niña tuvo que lidiar con los ataques de epilepsia de su padre, y en ocasiones terminaba retocando las fotos que él había tomado.
El 17 de septiembre de 1925 sufrió un accidente cuando un tranvía embistió el autobús en el que viajaba hacia su casa. Quedó gravemente herida y fue internada en el Hospital de la Cruz Roja con múltiples fracturas. Un mes más tarde la llevan nuevamente a la Casa Azul, en la que sus padres, durante su larga convalecencia, la incentivan a que comience a pintar.
Tres años después, las numerosas operaciones que le practicaron fueron vaciando de a poco las arcas familiares. Es por eso que se animó a llevarle un cuadro propio al pintor Diego Rivera, miembro del Partido Comunista mexicano, pidiéndole opinión sobre su obra, ya que su intención era vender los cuadros para colaborar económicamente con sus padres. Rivera no solo percibió el potencial en la obra de la joven, sino que también se enamoró de ella; comenzó lo que luego se convertiría en la historia de amor más potente e inusual por aquellos tiempos en México. Se casaron dos veces y mantuvieron aventuras amorosas con otras personas, algunas confirmadas, y otras que solo sobrevivieron a los años en calidad de rumores. Por ejemplo, el desliz de Diego con Cristina, la hermana menor de Frida, que terminó siendo el motivo de una de las tantas separaciones de la pareja. «Esa es una historia que mucha gente ha vendido, pero hay un detalle, y es que Diego ha pintado a todas las mujeres con las que tuvo relaciones, y a Cristina jamás la pintó. Se ha dicho que Cristina es una mujer que está de espaldas, con unos alcatraces, y que como era la hermana de Frida no quería mostrar su rostro; sin embargo, la mujer de los alcatraces era una modelo llamada Nieves», cuenta Mara Kahlo. Desmiente también el distanciamiento que supuestamente hubo entre Frida y Cristina. «Cristina y Frida nunca se pelearon; de hecho, es Cristina quien acompaña incondicionalmente a Frida en sus numerosas operaciones mientras Diego se encontraba trabajando».
En 1937 llegó a México el revolucionario León Trotski con su esposa, la ucraniana Natalia Sedova. Frida y Diego los hospedaron en la Casa Azul.
Más tarde, Diego se molesta con Trotski al enterarse del amorío que estaba manteniendo con Frida, ya que tenían un pacto tácito de que ella podía mantener relaciones con mujeres, pero no con hombres. En ese momento, Trotski se va a vivir a la casa de la avenida Río Churubusco (también en el barrio de Coyoacán), donde comparte los días con su esposa. Pero continúa manteniendo encuentros secretos con Frida en la Casa Roja, donde pasaban gran parte del tiempo en el sótano. Una tapa rectangular que pasa disimulada con el resto del piso de madera nos lleva por una pequeña escalera hacia un lugar vacío, con algunas piedras y polvo en el que apenas podemos pararnos sin tocar el techo con nuestras cabezas.
Era un refugio amoroso, pero al mismo tiempo seguía siendo un refugio político, ya que Trotski, tras años de buscar asilo alrededor del mundo debido a su enfrentamiento con el régimen de Stalin, se había exiliado en México. Cuenta Mara Kahlo que había sótanos en muchas de las haciendas más antiguas de Coyoacán; sus habitantes, para evitar las pestes, hacían túneles que llegaban a medir cuatro cuadras de distancia, y de esta manera podían caminar bajo la tierra y llegar a la iglesia sin cruzarse con los infectados.
El sonido de un afilador que pasa en bicicleta por la puerta rompe el silencio del apacible barrio. Cae la tarde en la Casa Roja y, de los objetos, las fotos y los cuadros que Mara me mostró, me quedo con un escrito a máquina donde Frida describe a Diego. Porque posé mi vista sobre el papel amarillento y entendí, o entiendo ahora mientras escribo, que no tiene sentido seguir contando una cronología de la cual ya todos conocemos el final. Pero sí lo tiene ese papel gastado, donde Frida advierte que el retrato que pintará lo hará con colores que no conoce: las palabras.
«Con su cabeza asiática, sobre la que nace un pelo obscuro, tan delgado y fino, que parece flotar en el aire, Diego es un niño grandote, inmenso, de cara amable y mirada un poco triste. Sus ojos saltones, obscuros, inteligentísimos y grandes, están difícilmente detenidos, casi fuera de las órbitas por párpados hinchados y protuberantes como de batracio, separándose uno del otro, más que otros ojos, sirven para que su mirada abarque un campo visual mucho más amplio, como si estuvieran construidos especialmente para un pintor de los espacios y las multitudes».
Me atrevería a decir que las tres líneas de Yourcenar conviven de una manera armoniosa en la obra de Frida Kahlo. Lo que creyó ser, lo que quiso ser y lo que fue. «¿Quién diría que las manchas viven y ayudan a vivir?» (F.K.)
Fuente: Andrea Stefanoni, La Nación