La novela sitúa a Eme en un 2055 distópico, marcada por el control global y varias pandemias
Viviana Rivero regresa con su nueva novela, Los soles de Santiago, que entrelaza momentos históricos y personajes de épocas distantes en un contexto futurista y ancestral. La obra aborda preguntas profundas sobre el destino de la humanidad y la armonía del universo, según detalla un resumen proporcionado.
La narrativa se desenvuelve entre el año 31 a.C. y 2055, conectando a dos mujeres valientes en el Camino de Santiago, en España. En 2055, un futuro distópico muestra a un mundo donde las autoridades globales ejercen un control absoluto sobre la vida de las personas. En estas circunstancias, los adultos mayores han desaparecido tras sucesivas pandemias, y Eme, la protagonista, afronta la pérdida de sus padres, soledad y desempleo. Su vida cambia al conocer a Hache, un miembro de una resistencia que planea un sabotaje en Santiago de Compostela. Para infiltrarse en el lugar sin levantar sospechas, Eme adopta la identidad de una peregrina, lo que la lleva a un viaje de descubrimiento espiritual y amoroso al conocer a Orión.
Mientras Eme avanza por el camino hacia Santiago, se entrelaza con la historia de Cazue, una mujer de la tribu de los astures en el año 31 a.C., que lucha para recuperar a su hijo robado. Esta conexión se profundiza al relacionarse con la mítica mina de oro, Las Médulas, del Imperio romano. La narración destaca el vínculo con la naturaleza y la espiritualidad que ofrecen los caminos ancestrales.
Viviana Rivero, nacida en Córdoba, Argentina, se graduó de abogada en la Universidad Nacional de Córdoba y ha tenido una carrera multifacética como asesora legal de empresas, litigante, productora y conductora de televisión. También ha fundado grupos para el crecimiento y desarrollo de la mujer. Actualmente, Rivero es Directora de Trabajos Fin de Máster en el Máster de Creación Literaria de la Universidad Internacional de Valencia.
La novela de Viviana Rivero sitúa a su personaje, Eme, en un 2055 distópico
Rivero ha publicado más de diez novelas con gran éxito, y sus obras se han traducido al italiano y se editan en España, Colombia, México, Uruguay, Chile, Paraguay y Perú. Entre sus trabajos destacan Zafiros en la piel, fruto de una inédita experiencia de escritura online en colaboración con Google. En 2017, su libroLos colores de la felicidad fue premiado por los lectores en la Feria del Libro de Buenos Aires. En 2019, El alma de las flores fue finalista del Premio Planeta y se publicó en España en 2020. También ha incursionado en la literatura infantil con El nogal de Joaquín, una historia sobre el cuidado de la naturaleza y el medio ambiente, ilustrada por su hija, Victoria Altamirano.
Infobae Cultura acerca a sus lectores un fragmento de la nueva novela de la autora argentina:
Capítulo 1: La partida
La Hispania, aldea de la montaña verde, año 31 a. C.
Estoy recostada sobre el camastro de paja en la vivienda de mi padre y escucho el ruido de los insectos de la noche que me llega desde el exterior. Desde donde estoy, veo por la abertura del cuarto la punta de los pinos y me imagino cuánta vida habrá allí.
Me doy cuenta de que a pesar de lo agotada que me siento, no podré conciliar el sueño. Mi cuerpo es joven pero mis pensamientos que lo atormentan lo mantienen tenso. Aprieto fuerte los ojos. “Debo dormir”, me digo, y lo intento. Sé que mañana me espera una ardua jornada y que por varios días caminaré de sol a sol, pues planeo detenerme recién cuando las fuerzas me abandonen. Caminaré y caminaré, avanzaré por entre el verde agreste de la naturaleza, en medio de peligros, con hambre y cansancio. Estaré sola, muy sola, pero no me importa, perseveraré hasta llegar al sitio a donde me dirijo. Únicamente la muerte podría detenerme. Me han quitado a mi hijo, me lo han robado y ahora iré yo a hurtárselo a esos malvados. Cruzo las manos sobre mi pecho, busco quitarme este dolor que me quema por dentro, y digo en voz baja: “Como que me llamo Cazue, moradora de la montaña verde, que no me detendré hasta encontrarte, mi niño. Lo prometo por mis dioses”. Conforme a las costumbres de mi pueblo, con el dedo índice me toco el labio tres veces en señal de que cumpliré mi promesa. Pronuncio las palabras y los acelerados latidos de mi corazón se van calmando poco a poco.
“Debo dormir, debo dormir”, me repito una y otra vez.
Pero… ¿cómo ahuyentar el dolor de saber que mi hijo no está conmigo? Mis pechos adoloridos cargados de leche lo llaman a gritos, al igual que el pequeño me estará llamando a mí. Lo imagino y la idea me corroe por dentro, me llena de dolor el alma.
Camino de Santiago (Shutterstock).
A este ramalazo se le une otro: mi padre, que duerme en la pieza de al lado, no sabe que mañana me marcharé. Ese hombre de la tribu de los astures, morador de la montaña verde, ha mostrado su bondad al dejarme entrar a su casa después de que la abandoné en contra de su voluntad. Porque yo, la hija mayor, que debía dar el ejemplo, hice lo que él no quería, y aun así me aceptó.
Me mortifica pensar que además de sacar comida de sus alacenas para soportar el largo viaje, le robaré también algunas piezas de oro que él ha fabricado en su taller y que he dejado, apartadas, junto a algunas pepitas del mismo material. No quisiera hacerlo, pero no veo otra salida, las necesito, me ayudarán a vivir los días que tengo por delante. Sé que en algún escondrijo tiene monedas, pero no hurgaré, sería muy ruin robárselas; con ellas comen mis hermanos. Otra vez cruzo los brazos sobre mi torso y prometo a mis dioses devolver todo lo que sin permiso me llevaré.
La noche avanza y se me mezclan los pensamientos con sueños. Siento que abrazo a mi hijo y me sumerjo en el aroma de su piel de bebé de una manera tan real que por unos instantes soy feliz, pero luego aparecen unos brazos fuertes de hombre que otra vez me lo quitan. La pesadilla que se ha repetido durante las últimas noches me despabila y entonces repaso por dónde empezaré el camino. Abandono la idea —lo sé de memoria, lo he repasado mil veces— y de inmediato me vienen imágenes del campamento donde los romanos explotan el oro. Ese lugar donde empezó todo. Si pienso cuándo fue que mi vida cambió, tengo la certeza de que fue el día que pisé ese lugar. Y si me pregunto cuándo comenzaron los cambios nefastos en mi aldea, no tengo dudas de la respuesta: desde que llegaron los romanos y se instalaron en nuestras tierras. Ellos vinieron con sus finas ropas, sus ideas sofisticadas, su poderío y una sed de metales estimulada por su ambición. Ellos trajeron los cambios, mudaron nuestras costumbres, transformaron la existencia tranquila y rutinaria de nuestras aldeas en una muy diferente. El ejército del imperio nos doblegó a filo de espada y de castigos y, finalmente, cuando nos rendimos, nos habíamos vuelto tan codiciosos como ellos.
Su voracidad por lo material parecía una enfermedad contagiosa, como aquellas que suelen atacar a nuestra aldea y la diezman en gran manera. Otra vez veo a mi niño en sueños, y la pelusa suave que crece en su cabecita es deliciosa al tacto de mi mano.
La Praza do Obradoiro, con la Catedral de Santiago de Compostela de fondo (Foto: Europa Press)
Pero esta vez nadie me lo quita, y así, abrazada a él, al fin logro dormirme en paz.
Un rato después escucho el canto de un pájaro y de inmediato los gorjeos de otros que me permiten intuir que la primera luz del día aparecerá pronto. Me levanto sigilosa y en el más completo silencio; mis hermanos no deben despertarse. Para no pisarlo, tomo mi vestido con las manos y me voy de puntillas.
Camino, y en instantes estoy en el almacén cargando en mi bolsa carne seca, pan, una pequeña navaja y un par de elementos que me ayudarán a prender fuego cuando lo necesite. Me cruzo al taller y también me hago de las piezas de oro. Además de las pepitas, tomo un brazalete y un collar con la figura —ambos— de un sol. Observo a mi alrededor, presiento que pasará mucho tiempo hasta que pueda volver a este lugar; y esto, siempre que mi padre me perdone. Miro sus herramientas y me lleno de recuerdos; me veo a mí misma apenas un tiempo atrás con la vasija que acababa de traer desde el río con las pepitas doradas después de batear y a mi padre trabajando el metal, dándole la forma de un sol, con mi madre a su lado. ¡Cómo podría ayudarme ella si estuviera viva! Busco recordar los detalles de su rostro, pero los años han hecho mella y comienzo a olvidarlos. ¿Sus ojos eran marrones muy oscuros, como los míos, o no tanto? ¿Su nariz era extraña como la de Leto o recta como la mía? ¿Ella nos habrá querido a nosotros como yo quiero a mi hijo? ¿Mi madre hubiera hecho por mí o por mis hermanos lo mismo que ahora estoy por hacer por mi niño? Estoy casi segura de que sí.
El chillido de una bandada de pájaros que ha madrugado me saca de mis pensamientos, debo abandonar el taller antes de que la aldea despierte, es momento de irme, de empezar el camino…
Me cruzo la bolsa al cuerpo, la ato con un nudo y dejo que se pierda entre las telas de mi rústico vestido. Me acomodo la larga trenza de color castaño hasta darle forma de rodete sobre mi cabeza; así será más fácil llevar el pelo. Deseo que, en el camino, si me ven de lejos, crean que soy un muchacho. Con la confusión, correré menos peligros.
Unos pasos, y me he alejado de la casa de mi padre. Otros tantos, y comienzo a hacerlo también de la aldea; miro el cielo y agradezco que nadie me haya visto. Avanzo a paso firme, y ya me he adentrado en el verde del bosque.
El camino, mis pies y mis pensamientos. Sólo eso tendré por varios días. Sólo eso, todo eso.
Las remembranzas llenan mi mente y me transportan a un tiempo atrás, cuando todavía no era madre y ni siquiera había estado con un hombre. Camino, y las imágenes vienen a mí con claridad. La aldea, el sol, mi casa, mis hermanos…
Fuente: Infobae