La historia dice que un día entre diciembre de 1929 y enero de 1930 el Latecoere que volaba Saint-Exupéry se averió, el piloto bajó de emergencia en el campo que veía debajo, una rueda del avión pisó una vizcachera y, mientras repasaba el alcance del daño, las risas de unas chicas, que se burlaban de él en su lengua, lo sacaron del trance: eran Suzanne y Edda Fuchs, las hermanas de 12 y 18 años que nutrirían el imaginario de uno de los libros más leídos de la literatura universal.
Susana y Edda, sorprendidas de que el escritor y piloto las entendiera, fueron a pedir ayuda y fue su padre, Monsieur Fuchs, quien llevó al aviador al castillo de San Carlos, el palacete algo venido a menos donde vivía la familia en un recodo agreste del Salto Chico del río Uruguay, la casa que lo llevaría de regreso a la tierra de su infancia en Saint Maurice de Rémens, adonde encontró el reparo que nueve años más tarde le dio sustancia a «Oasis», el quinto capítulo de su novela Tierra de hombres.
La publicación del sello Ariel es una secuela del filme Vuelo nocturno, híbrido entre documental y ficción dirigido por Nicolás Herzog (Santa Fe, 1979), que recupera la historia, sacada del ámbito de la anécdota familiar por Elsa Aparicio Pico en 1953, profesora y traductora del francés amiga de la familia que comenzó a investigar y fue la primera en relacionar a El Principito con la visita que el aviador y escritor había hecho a los Fuchs.
Si ahí el cineasta da cuenta de la atracción de Saint-Exupéry por esas jóvenes y su vínculo con los animales y el cosmos (cabalgaban, pescaban, hablaban con alimañas, habían amaestrado a un zorro), también habla del imaginario de una comunidad que en la tradición oral prefiere llamarlas niñas y elucubrar romances con un desconocido de 29 años que llega a su casa.
«Hay algo que tiene que ver con el mito que se forjó en torno al lugar, la trama social que fue atravesando generaciones, siempre con muy poca documentación. Concordia es una ciudad bipolar, patriarcal y misógina, con un núcleo duro que pivotea entre lo intelectual, lo burgués y la cuna del peronismo entrerriano. Algo aquí discurre de otra manera y me interesaba captar ese tono en la construcción de sus mitos», dice Herzog.
En el libro, Lina Vargas (Bogotá, 1985) amplía ese registro: desarrolla la infancia de Antoine Jean Baptiste Marie Roger (1900-1944), verdadero nombre de Saint-Exupéry, su amor por la aviación, la misión que se autoimpone de intercomunicar al mundo como un puente cuando comienza a volar para la Aeropostal trazando rutas por África y Sudamérica, su vínculo con la muerte y la historia del mítico castillo, hoy parte de un Parque Nacional.
«En la infancia de Saint-Exupéry germina toda su obra. La visita al castillo de San Carlos, en medio de la naturaleza, le evoca ese periodo que compartió con sus hermanos de juegos y creatividad constante: dibujaban, escribían, el Rey Sol, su apodo de niño, hacía poemas y despertaba a la familia para leérselos, hacían obras de teatro, inventaban aparatos, les gustaba la música», repasa Vargas.
Por eso, advierte, «no reivindico a Susana y Edda como musas estáticas, calladas, sino como chicas que tenían voz con los adultos, opinaban en la mesa, eso no era común en la época, y que conectaron al autor con esa sensación de libertad y bienestar que también era común en su familia».
Mas allá de la relación con los Fuchs, está también la leyenda del Castillo, la casona Luis XV de 27 habitaciones con terraza al río, pisos de mármol, cortinas de terciopelo y portón enorme de hierro macizo que terminó de construirse en 1888 a instancias de Édouard de Machy, joven que dilapidaba la fortuna de su padre banquero en fiestas fastuosas y proyectos engañosos y que desapareció sin dejar rastro cuatro años después.
El libro descubre asimismo «una línea matriarcal compuesta por mujeres fuertes y autónomas», señala Vargas: Marie Suzanne Valon, madame Fuchs, «jugaba al golf (lo hizo hasta los 75 años), manejaba y a veces, cuando el auto no arrancaba, apartaba al marido y se ponía al volante. Cabalgaba, fumaba, bebía whisky, tuvo su bautismo aéreo. Fue por su deseo de aventura que el matrimonio dejó Francia y se instaló en San Carlos en 1908, amaba la naturaleza y le transmitió eso a sus hijos».
«Finalmente está su vínculo con la muerte», señala. Cuarentón y con dolores físicos por los accidentes aéreos que había sufrido, Saint-Exupéry publica Piloto de guerra (1942), una de las caras de la moneda que completa El Principito (1943).
Y como el personaje que deja que la serpiente le inocule su veneno para poder volver a su asteroide, el oasis infantil, Saint Exupéry deja Nueva York adonde se había mudado, discrepando con la política de resistencia antinazi de De Gaulle y retorna al escuadrón aliado de reconocimiento. Finalmente desaparece, sobrevolando el mar Tirreno, el 30 de julio de 1944.
Fuente: Infobae