Esperando”. Así dice que vive la llegada de noviembre el cineasta y escritor nacido en la Argentina en 1962 pero residente en Francia desde los 11 años Santiago Amigorena. Y no será un noviembre cualquiera porque su novela Le Ghetto intérieur es candidata a quedarse con los tres premios literarios
más importantes de Francia –Goncourt, Renaudot y Médicis– que se revelan, justamente, en el penúltimo mes del año. Por lo pronto, el autor está de vacaciones en Grecia y, sobre este libro que recupera la historia de su abuelo y de la madre de este que murió en Auschwitz, habló con Clarín.
Sí, tiene algo que ver con el actor Mike Amigorena: es su primo. Y además, es primo del escritor Martín Caparrós. Y ya puestos a hablar de parentescos, habría que agregar que estuvo casado con la actriz francesa Julie Gayet, y que fue pareja de Juliette Binoche. Una red de lazos que revela los dos universos artísticos por los que circula: el cine y las letras. Cuando llegó a Francia exiliado con sus padres (ambos psicoanalistas), conoció en las aulas del secundario al director, guionista y productor Cédric Klapisch, con
quien trabajó no pocas veces detrás de las cámaras. Además, pasó por las carreras de Letras, Filosofía e Historia del Arte que fueron conformando un panorama que se expresa en sus creaciones. De eso y de otras cosas, hablan sus libros. O su único libro, en rigor.
“Desde hace 25 años, escribo un solo libro que tiene seis partes con dos capítulos cada una” , explica por correo electrónico a Clarín. Son las 11 de la mañana en Grecia y Amigorena descansa unos días en Chora, un pueblo de la isla de Patmos, donde pasa los veranos desde hace mas de 40 años. El paisaje contrasta con la Buenos Aires de los años 30 y 40 que reconstruyó como escenario para su novela Le Ghetto intérieur (que todavía no fue traducida al castellano). Entre esas callecitas porteñas, circula Vicente Rosenberg, un polaco de 40 años que recibe las cartas de su madre desde Varsovia. La experiencia de una inmigración exitosa en la Argentina del personaje empieza a contrastar con los padecimientos de su madre: primero, la persecución en Polonia; luego, el confinamiento en el gueto;
más tardes, el hambre y las privaciones; y finalmente, el silencio. Un silencio estruendoso porque, en la ausencia de noticias, hay una noticia: la peor.
–¿En qué momento la historia de su abuelo Vicente Rosenberg se transformó en materia literaria?
– Desde hace 25 años, escribo un solo libro que tiene seis partes con dos capítulos cada una. Publiqué nueve fragmentos: a veces, partes enteras; a veces capítulos separados y, a veces, libros que se suman a esas seis partes para dar una luz diferente al proyecto. Le Ghetto intérieur es uno de esos libros. Las tres primeras partes del proyecto se titulan Una infancia lacónica, Una juventud afónica y Una adolescencia taciturna. Y como el silencio es parte de mi vida y mis escritos desde hace mucho tiempo, desde siempre supe que algún día tendría que escribir sobre el silencio de mi abuelo, Vicente Rosenberg. Pero solo hace unos pocos años, leyendo Los abuelos, de mi primo Martín Caparrós, y las cartas que mi bisabuela
le mandó a su hijo desde el gueto de Varsovia, encontré una forma posible de apropiarme de ese silencio, ese silencio que es mío y no es mío al mismo tiempo.
–Usted partió de Buenos Aires a los 11 años. ¿De qué manera se documentó sobre la biografía de su abuelo y de la madre de él, y también sobre Buenos Aires en aquellos años desde 1928 hasta 1945?
–Recordando lo que se decía en mi familia, lo que me habían contado mi madre y mis tías, y lo que decía el libro de mi primo. Y también leyendo libros de historia, artículos de la época. Pero lo que busco escribiendo sobre el pasado no es nunca construir una verdad sin presente: siempre sentí, escribiendo, que si algo encontraba su forma, sus palabras, y parecía cierto, o sincero, u honesto, no era porque otras personas pudieran corroborar ese recuerdo. Como el ángel de la historia, la verdad del pasado, en la
literatura, surge, creo, de una constelación entre el presente y el pasado.
–Es estremecedor el contenido de las cartas que envía Gustawa Goldwag a su hijo. ¿Cómo conservaron las cartas en su familia?
–Mi abuela Rosita había guardado esas cartas, con otras recibidas por mi abuelo. Y creo que fue mi tía Martha quien las cuidó. Pero me parece que es mi madre la persona que decidió traducirlas del polaco. En todo caso, yo las recibí de sus manos. Utilizarlas en la novela tiene que ver con lo que decía sobre el pasado: la idea nunca fue poner las cartas tal como son. Muchas frases en la novela son efectivamente las que escribió mi bisabuela, pero otras fueron inventadas, como esa que dice que con el invierno la mirada de los alemanes se vuelve triste como la de los judíos. Eso lo escribí porque me parecía que podían ser más ciertas que las suyas.
–La novela muestra que esas personas que pudieron escapar de Europa quedaron marcadas por el sufrimiento. ¿Esa culpa y ese dolor alcanza a las siguientes generaciones?
–No lo sé. Siempre me pareció que el olvido era más importante que la memoria. Que, como decía Pasolini, el que olvida goza más que el que recuerda. Está claro, al mismo tiempo, que para olvidar, a veces se necesitan varias generaciones. Después de la que vivió la Shoah y no quiso buscar las palabras para contarla, está la que buscó esas palabras pero no las encontró; luego, la que quizás las empezó a encontrar; y finalmente, la que de verdad puede olvidar –y perdonar, y vengarse–, visto que el olvido,
como escribió Borges, es la única venganza y el único perdón.
–Hay una profunda reflexión sobre la identidad en la novela. ¿Hay una relación entre las maneras de sentirse polaco, judío y argentino de Vicente Rosenberg y las distintas experiencias que se enlazan en su propia identidad entre la Argentina y Francia con una familia atravesada por los exilios?
–Sí, claro. Yo nunca digo que soy un escritor argentino. Ni franco-argentino. Soy un escritor francés. Como Potocki, Beckett, Cioran o Ghérasim Luca. Y soy argentino, solamente, exclusivamente argentino, cuando hay que comer un asado o mirar un partido de fútbol. Obviamente, el exilio, cualquier exilio, no nos permite nunca más ser de un solo país. Pero el problema que plantea el libro es más bien: ¿qué es la identidad? ¿Puede ser una sola cosa? ¿Podemos definirnos con una sola palabra? Esas preguntas empecé a planteármelas hace unos pocos años filmando un documental sobre qué es ser judío. Y encontré algunas respuestas en el libro de mi primo sobre sus dos abuelos. Quizás, los exilios nos permiten plantearnos esos problemas de una manera más simple. Vivir en Francia desde los 11 años hizo que nunca dudara del hecho de que yo no era francés. Cuando adolescente, veía todos los días cómo mis compañeros de colegio comían pan con chocolate o Nutella mientras yo extrañaba el dulce de leche y eso era un sufrimiento y una riqueza. Me gusta la idea de que vivir en Europa es volver al lugar
en el que mis abuelos nacieron. No porque hayan nacido aquí concretamente pero sí porque ese viaje en el espacio también es un viaje en el tiempo: nunca se vuelve al mismo lugar.
–¿De qué modo construyó usted una relación con la Argentina desde Francia?
–Vuelvo seguido. Trabajo en la Argentina de vez en cuando. Tengo amigos, y los pocos tíos y los pocos primos que se quedaron en Buenos Aires son muy importantes en mi vida.
– LeGhettointérieur está nominada a los tres premios más importantes de la literatura francesa: Goncourt, Renaudot y Médicis. ¿Cómo lleva la expectativa?
–Esperando. Es muy diferente tener éxito con un primer libro que con el décimo. Siempre recuerdo la frase que me decía mi amigo Hugo Santiago cada vez que publicaba un libro que él pensaba que iba a tener éxito y que, infaliblemente, no lo tenía: “De nuevo, te salvaste de la vergüenza de tener éxito”. No sé, veremos si por n puedo no salvarme.
■ El problema que plantea el libro es: ¿qué es la identidad? ¿Puede ser una sola cosa? ¿Podemos definirnos con una sola palabra?”
Fuente: Clarín