Te adelantamos el primer capítulo de «Lo breve», del mexicano Fernando Viveros

La novela se presentará el domingo 28 de abril a las 16 horas en la Feria del Libro de Buenos Aires
¿Vale la pena vivir más de cien años?

Con excepcional claridad y lucidez, la novela LO BREVE, con suspense, tensión y giros inesperados, aborda una inquietud crucial y limítrofe que se cuestionan muchos lectores: la tentadora pretensión de utilizar la inteligencia artificial y la biotecnología para prolongar la vida humana y diferir lo más posible la llegada de la muerte.

El tema central de esta novela es la aceptación de la finitud humana y la reconciliación con la muerte para reconciliarnos con la vida y vivirla con mayor paz y armonía. Aborda los dilemas éticos y emocionales que surgen al contrastar la condición mortal del ser humano con la antigua pretensión de prolongar la vida y evitar la muerte, pero ahora apoyada con la biotecnología y la inteligencia artificial.

Fernando Viveros, mexicano, escribe thrillers psicológicos sobre temas globales y contemporáneos siempre buscando nuevas maneras de narrar. Ha escrito cinco novelas que tratan sobre la evolución de las emociones humanas con la interacción con la inteligencia artificial, la inserción de tecnología en el cuerpo humano, la programación genética, la pérdida de libertad por la hipervigilancia y control digitales en redes sociales, la colonización espacial y la pretensión de extender la expectativa de vida humana.

Tiene dos doctorados, uno en creación literaria y el otro en Derecho, Fue diplomático en Washington, D.C. y en Los Ángeles, California, así como Secretario Ejecutivo del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en México y Director General de los Servicios Educativos en la Ciudad de México. 

Aquí te compartimos el primer capítulo completo para que empieces a paladear lo que será la 48 edición de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.

I. LA FAMILIA
Tu madre abre la puerta, levanta las cejas, se le ilumina la mirada. Extiende
los brazos como si fueran alas despiertas de un águila real que cuida su nido.
“¡Pedro! ¡Hijo! ¡Pasa, pasa!”, te dice con suavidad y dulzura. Te encuentras
en sus pupilas. Sonríes. La abrazas, reposas la sien sobre su cabeza vestida
de canas, cierras los párpados, te cobijas en el calor de su piel apergaminada, flotas en su aroma, y un húmedo cosquilleo irrumpe soberano desde tu
entraña rendida haciendo naufragar palabras que desfallecen cuesta arriba.
«¡ Juan! ¡Ven! ¡Ven! ¡Ya están aquí Pedro y Ana!», grita Esther divertida y melodiosa. «Tu padre está feliz, Pedro, ni parece que hoy cumple
ochenta años».
«¡Ahí voy! ¡No me apresures! Ya te escuché», dice Juan Romero sonriendo. «Pedro, ¡qué bueno verte! ¡Gracias por venir!»
«¡Felicidades, papá!»
«Mira, ¿Quién está ahí? Mi nieta consentida».
«Soy la única que tienes, abuelo. Quiero sacarme selfis contigo para
presumir que eres inmortal», dice Ana con el dispositivo móvil en la mano.
«No tanto, no tanto», responde Juan dándole un abrazo.
Es una tarde templada, se asoma la luna llena. La casa tiene un jardín con árboles de jacarandas y framboyanes que florean colores violetas
y naranjas. Desde hace un par de décadas, los padres de Pedro Romero
siembran un árbol en el amanecer del día de sus cumpleaños. En la terraza
huele a camarones, verduras a la parrilla, jocoque con aceite de oliva y los
aromas se entrelazan con el viento fresco que viene de las montañas. Viven
en un suburbio campirano en las afueras de La Flecha, una de las zonas
residenciales del Territorio Gugul. Pedro se acerca al asador y frota las palmas de las manos arriba del fuego.
«Estás muy bien, papá. Se ve que tomas tus antioxidantes. ¡Quisiera
estar en tus zapatos! Haberle ganado a la muerte al menos los treinta años
que me llevas por delante».
«Ya llegarás, hijo. Ya llegarás. Hay que vivir un día a la vez».
A pesar de disfrutar los ochenta años de su padre y los setenta y cinco
de su madre, Pedro rechaza la vejez, antesala de la muerte. No soporta la
idea de que, tarde o temprano, él, sus padres y su hija vayan a morir, como
mueren las plantas, los animales, el día o la noche.
«¡Quiero llegar a tu edad, pero sin envejecer, papá! No soporto el darme cuenta de que me canso y desconcentro con facilidad. Trabajo con jóvenes briosos que, si sigo envejeciendo, pronto me relevarán en lo que hago».
«Apenas tienes cincuenta años, Pedro. Unas cosas por otras. El mismo
tiempo que ha afectado un poco tu cuerpo es el que te ha dado más experiencia en tus investigaciones. ¿Cómo van?», pregunta Juan con tranquilidad.
Pedro ha dedicado tres largas décadas de trabajo para poder demostrar
que el envejecimiento es tan solo una enfermedad y que, si se pudiera curar
como tal, aumentaría la expectativa de vida. Esa ha sido su obsesión y fantasía desde que estudiaba biomedicina en la Universidad.
«No hay algo peor que tener el jefe de uno adentro de la cabeza. No
me alcanzan las horas para cumplir las metas que me fijo en el laboratorio y
en mi casa. Todavía hay mucha gente que no cree en lo que hago y critican
mi postulación al Premio Vanguardia de Biomedicina», responde Pedro
entrelazando los dedos de las manos.
«Persevera en tu trabajo sin esperar recibir ese premio, aunque sea el
más importante del mundo en biomedicina. La prudencia está en el equilibrio, Pedro. Si te peleas con la muerte, te disgustas con la vida».
«¡No voy a cambiar lo que pienso! ¡Estoy seguro de que se puede vivir
más tiempo y en buenas condiciones!», dice Pedro levantándose de la mesa.
Tu mente sigue creyendo que todavía tienes las condiciones físicas de
antes hasta que tu cuerpo te ubica, implacable y sin demora, en la cruda realidad. Cuidas lo que comes, no fumas ni tomas café, caminas diario, bebes
menos vino y, aun así, la sensación de la presencia del verdugo sin rostro te
envuelve en silencio y acecha paciente, tus noches y madrugadas. Sin palabras, va mandando mensajes sutiles que te recuerdan el agridulce correr del
tiempo.
«Calma, hijo. Envejecer es una etapa más de la vida. El tiempo pasa y
nuestro cuerpo también. ¡Claro que a veces a mí también me da miedo sentir que pronto moriré sin saber siquiera qué va a pasar después! Pero tengo
que admitir que la muerte vendrá pronto por mí y luego, de la misma forma, por ti. La derrota no es la muerte, sino una enfermedad que te postre».
«¡Falta mucho para que yo me muera, papá! ¡Tendrá que haber la manera de rejuvenecer para no morir!».
«Cada noche morimos y en la madrugada renacemos. Es una germinación cotidiana, pero relájate, no todo es el trabajo, hijo», dice Juan mientras
le da un sorbo a su copa de vino. «Una cosa es morir y otra no haber vivido
con calidad. Haz tus propias pausas, ten ocio creativo, viaja, diviértete un
poco, no te pongas el uniforme de la vejez. ¡Salud!».
«Estoy a punto de lograr la fórmula que permitirá envejecer con mayor lentitud. ¡La INJUVE, la Inyección de Juventud! ¡Mucha gente querrá
aplicársela! El número de super centenarios de más de ciento diez años se
duplicará en la próxima década».
«Eso que dices le tocará a tu madre. He leído que hasta ahora el tope
de la vida humana son ciento veinte años y que las mujeres viven más. ¿Tú
qué opinas, Esther?».
«A mí me da igual el número de años que viva, yo solo deseo estar sana,
consciente y seguir amando hasta el día en que me muera», responde con
lentitud. «No todo es el cuerpo. A mí me preocuparía más envejecer del
alma, vivir sin amor».
«Yo quisiera llegar a cumplir más de un siglo, abuelo, pero sin cambios,
tal como estoy ahora, así, de veinticinco y si se puede más joven, mejor»,
dice Ana mientras come un pedazo de espárrago con jitomate.
«Tú serás la única de nosotros que llegará al siglo veintidós», contesta
Juan Romero señalándola con el dedo índice.
Juan Romero nació en California, en la frontera con México, donde conoció a Esther. Viajó con ella, con la mochila en la espalda, en busca de las maravillas del planeta: Machu Pichu, Chichén Itzá, el Coliseo Romano, Petra,
la Muralla China, el Taj Mahal. Como biofilósofo navegó cuatro océanos y
decenas de ríos; atravesó África en tren de Cabo Verde a Somalia, cruzó de
Moscú a Beijing en el Tren Transiberiano. Por su parte, la pasión de Esther
es la fotografía. Ha publicado libros de rostros de mujeres, niñas, ancianas
de todos los Territorios. Cada día madruga, camina un par de horas, practica yoga, medita, sonríe.
«Tu padre quiere hacer una nueva travesía, Pedro», dice Esther sosteniendo la taza de té entre las manos.
«¡Pensé que ya habías cerrado tu etapa de viajero, papá!».
«¡Qué va! Mi mejor proyecto es el que sigue, después otro y así será
hasta que me muera. Viajaré y escribiré mientras pueda. Nos vamos a la
Antártida. Tu madre me acompañará», dice Juan Romero tomándole la
mano a su mujer.
«Abuelo, ¿no es muy frío para ustedes?».
«Iremos bien cubiertos, Ana. Además, ahora ahí es verano y me siento
entero. Es un lugar que quiero visitar antes de que continúe el deshielo. Nos
vamos en unos días. ¡Les mandaremos videos!».
«Le he dicho a tu padre que pudiendo haber escogido alguna playa
para celebrar sus ochenta años eligió un congelador lleno de pingüinitos.
Nos volveremos estatuas de hielo antes de tiempo», dice Esther mientras
hace gestos y da algunos pasos con las manos pegadas a sus piernas y las
puntas de los pies hacia los lados mientras va a la cocina por el postre.
En el interior de la casa hay muebles nuevos, cambiaron de lugar los
cuadros, las fotografías familiares tienen otros marcos, los muros están
pintados de un color diferente. Los floreros están repletos; las ventanas,
abiertas.
«Abuela, ¡Siempre estás de buenas! ¿Cómo le haces?», dice Ana sacando el pay helado de limón del refrigerador, el preferido de su papá.
«Solo quiero divertirme lo más que pueda en mi vida».
«Muchas amigas mías no sonríen. Viven como zombis, hablan sin hacer gestos. Parecen androides, no se inmutan con nada».
«Quien deja de sonreír, amarga su vida, la seca por dentro, le salen arrugas en el alma. Solo júntate con quien le brille la mirada y la bondad en sus
palabras. Eso se lo deberás de enseñar a tus hijos cuando los tengas, Ana».
«No voy a tenerlos, abuela. Hace tiempo tomé la decisión. ¿No ves
cómo está el planeta? Lo menos que puedo hacer es evitarle más problemas. Cada vez es menos habitable por donde le busques», contesta Ana
dando un sorbo a su vaso de agua. «¡No creo que esté preparada para ser
madre! Se me hace egoísta y hasta irresponsable hacer venir a una persona
a este mundo donde cuesta tanto sobrevivir».
«Siempre ha habido problemas y hemos sobrevivido. Las molestias son
temporales y después vienen muchos momentos de alegría. La familia es importante, Ana».
«Hay varias formas de familia. Ustedes son la mía, pero puede haber
otras maneras. Necesitaría vivir con una pareja super estable varios años
para pensar en tener hijos y eso, al menos por el momento, es difícil. Tal vez
más adelante, no lo sé… No estoy segura. Mi nuevo trabajo me absorbe
casi todo el tiempo».
«Con un poco de constancia y esfuerzo, todo se resuelve. Veme a mí.
Tu abuelo y yo nos separamos cinco años. No me gustaban algunas cosas
de él y al revés también, pero las logramos resolver. La vida no ha sido fácil,
pero aquí seguimos», le dice tomándola de las manos. «¿Quieres que te
diga algo? Mi mayor satisfacción es haber tenido una pareja de vida, un hijo
y una nieta».
«Pues sí, abuela. Lo dices porque has vivido muchos años. ¿Y si yo muriera pronto? No, no le quiero causar a nadie la tristeza que sentí el día que
murió mi mamá… Por cierto, te recuerdo que cuando yo muera quiero
que mis cenizas ayuden como abono de la jacaranda y el framboyán que
hoy sembraron en la mañana», responde Ana bajando la vista y tomando
el platón de postres.
«¡Ay, Ana! ¿Qué cosas dices? ¿No escuchaste lo que te dijo el abuelo?
Tú vas a ser la que más va a vivir de la familia. ¡Tienes toda una vida por
delante!».
En la terraza, Ana mira al cielo, pasa saliva en su garganta y su voz se entrecorta. Le cuesta mucho hablar después de la muerte de su madre. Lleva
un año así. No ha ventilado, ni siquiera con su padre, ese sentimiento seco,
cruel. La percepción de la ausencia materna la encierra en una fría isla de
dolor. A veces, niega que su madre haya muerto. Grita, golpea a su almohada, llora hasta que se duerme exhausta. Se tranquiliza un tiempo y después,
por el detalle más mínimo, le brota como manantial, el cruel torbellino de
la tristeza.
De pronto, del dispositivo inteligente que tienes debajo de la piel del
antebrazo, Pedro, surge la imagen 3D de un holograma que no puedes rechazar. Es Leo Soto, fiscal de la Agencia del Buen Comportamiento en el
Territorio Gugul. Un involuntario escalofrío recorre tu pecho. Te paras de
la mesa y buscas un lugar donde refugiarte y hablar sin ser escuchado.