El último jurista que antes de Santiago Muñoz Machado (Pozoblanco, 1949) dirigió la Real Academia Española (RAE) fue Antonio Maura. No ocupó el cargo poco tiempo. Ejerció durante 12 años, entre 1913 y 1925, cuando falleció. Hasta entonces, los de su ramo habían tenido una presencia muy importante desde la fundación de la misma, en 1713. Muñoz Machado vuelve a retomar al frente de la RAE la figura del experto en leyes, más allá del lingüista o el filólogo que ha predominado durante los últimos 100 años. Eso puede que le dé un sentido práctico necesario hoy a la institución. Más cuando acaba de salir de una de las crisis financieras más importantes de su historia. Pero se trata de una casa que nunca pasará inadvertida porque se ocupa de nuestro bien más profundo: la lengua. Por eso mismo, no debe quedar jamás desabastecida ni humillada por las autoridades. “Es cuestión de Estado”, dijo Muñoz Machado nada más ser elegido en diciembre de 2018.
–Algunos le califican a usted de polígrafo.
–Me da mucho apuro utilizar esa palabra porque se conoce como tal ni más ni menos que a don Marcelino Menéndez Pelayo y abruma un poco. Mis preocupaciones me han llevado fuera de la rama del derecho.
–¿Ha cambiado más la RAE en 20 años que en tres siglos?
–A lo mejor se puede afirmar eso, sí. Las tecnologías nos transforman aceleradamente. Y la RAE no es ajena a eso. Era impensable que pudiéramos funcionar virtualmente. Nos hemos incorporado a Zoom y hemos tenido plenos con más asistencia que los presenciales. Eso más los diccionarios, y el deseo de abrirnos suponen un gran cambio.
–¿Van abrir más la puerta?
–Queremos contar qué hacemos en defensa de la lengua.
–¿Esa preocupación viene de la conciencia de saber que la gente no entiende bien qué se hace aquí?
–Tenemos que mirar de frente al público. A veces se entiende poco, sí. Sobre todo, en el ámbito de los jóvenes. Además, hay gente que piensa que este es un club elitista donde no dejamos que entre nadie.
–Bueno, en cierto modo lo es.
–Quizás, pero solo lo imprescindible,¿ no? hay que mantener un cierto misterio. Pero queremos abrirnos, en ese sentido hemos puesto en marcha una iniciativa que se llama Crónica de la lengua española, donde vamos a explicar algunos capítulos de artículos curiosos de los académicos o qué hacen nuestros departamentos. Contaremos peripecias y obras de nuestros miembros a lo largo de la historia, un trabajo sobre los momentos de crisis de la institución en tres siglos, el diccionario jurídico, el informe de lenguaje inclusivo… en fin, de todo. –Interesantísimo, pero, por ejemplo, en esa crónica de la Academia, ¿contarán el momento en que le entregaron el informe sobre lenguaje inclusivo a Carmen Calvo, vicepresidenta del gobierno, que se lo encargó? ¿Qué pasó?
–No lo vamos a contar. Pero ella se disgustó. Le pareció que no quedaba acorde con lo que pretendía. Luego hizo declaraciones sosteniendo que dijéramos lo que dijéramos, esa manera de hablar se iba a imponer, que resultaba irresistible porque concernía a la igualdad de la mujer. Nosotros le explicamos lo que estamos haciendo por evitar la excesiva masculinización del lenguaje.
–¿Y en eso han conseguido suficiente consenso dentro? ¿Ha habido tensión entre algunos académicos y académicas al respecto?
–La posición de la RAE es clara. El desdoblamiento altera la economía del idioma. Y yo añado: y la belleza. Este tipo de variantes la estropean. Es una lengua hermosa y precisa. ¿Por qué tiene que venir usted a estropearla?
–Y de los cristos que han vivido ustedes en torno a este tema, ¿hablarán en esa crónica?
–No vamos a abrir el pleno. En ese sentido, no vamos a contar cómo nos peleamos ahí, pero tampoco vamos a evitar polémicas que han estado y siguen estando vivas con preguntas controvertidas y virales sobre mil cosas.
–¿Andan más calmados sobre los temas de género entonces?
–Sí, bastante más. Estamos de acuerdo. Queda un remanente de disconformidad sobre las tildes. En la palabra “solo” o en los demostrativos. Ahí no tenemos consenso.
–¿Quiénes son los más irredentos en ese aspecto?
–Los gramáticos son favorables a quitarlas y los creadores prefieren dejarlas.
Fuente: La Nación