«Yo escribo porque leí a Stephen King», afirma tajante. Fueron las páginas de Cementerio de animales las que le revelaron que la literatura podía ofrecerle un sacudón físico sensorial. Hasta ese momento, Mariana solo leía, se dejaba llevar por las palabras, por las rimas, sin imaginar que era capaz de temblar, de aterrarse. Fue King, el hombre de Maine que le abrió las puertas a un mundo que nunca abandonó, ése cargado de horrores cercanos, cotidianos, que se hace tan espeluznante por lo posible.
Develar la oscuridad que nos rodea, las monstruosidades que se cuelan en nuestra consciencia colectiva podría decirse que es el poder oculto en los textos de Enriquez. Relatos capaces de quitar la infame venda de nuestros ojos para hacernos ver todo lo que nos rodea. Ese poder fue el que llevó a Enriquez a convertirse en la primera escritora argentina en quedarse con el Premio Herralde de Novela. «Nuestra parte de noche desborda las convenciones del género al que se adscribe -cultivado de forma admirable, pletórica de imaginación- para elevarse a la categoría de novela total, abierta a grandes asuntos: la inmensidad de la relación entre un padre y un hijo, los lazos terribles del amor y de la amistad, la enfermedad como condición de vida, las máscaras del ritual, la verdad atroz de los dioses, la cara oculta de la historia y de la política. Un libro a la vez oscuro y deslumbrante», señaló Gonzalo Pontón Gijón, uno de los integrantes del jurado sobre la novela que la propia autora describe como «monstruosa» por sus casi 700 páginas.
«Es cierto, todas mis obsesiones están presentes en esta obra. Aparecen los santos paganos, leyendas, Lovecraft, Emily Brontë, Sábato y su Sobre héroes y tumbas, los primeros años noventa de la Argentina. Son muchas las referencias, y la búsqueda era un poco que estuvieran todas», reconoce Mariana acerca de las inquietudes que comenzó a plasmar ya en su primera novela, Bajar es lo peor (1995). «El vampirismo, el sexo entre hombres, la turbia belleza baudelaireana, la belleza injuriada de Rimbaud, la literatura fantástica y de terror, los subterráneos, los demonios», enumeró en el prólogo sus manías adolescentes, las que con el tiempo fueron mutando, pero siempre con el mismo fin: exponer la vulnerabilidad de la vida misma.
Poco a poco, aquella joven punk nacida en Buenos Aires en 1973 supo armar un universo propio a través de sus obras: Mitología celta (ensayo, 2003); Cómo desaparecer completamente (novela, 2004); Los peligros de fumar en la cama (cuentos, 2009); Chicos que vuelven (novela, 2010); Alguien camina sobre tu tumba: Mis viajes a cementerios (ensayos, 2013); La hermana menor, un retrato de Silvina Ocampo (perfil, 2014), Las cosas que perdimos en el fuego (cuentos, 2016, traducidos a más de veinte idiomas); Este es el mar (novela, 2017), y la premiada Nuestra parte de noche, título tomado de unos versos de Emily Dickinson.
-Es una novela monstruosa.
-(ríe) Quería contarlo todo, no como los cuentos, en Nuestra parte de noche no quise dejar nada librado al azar. Sabía que iba a ser larga, no me importó, quería probar hasta dónde me llevaba la historia, los personajes. Lo puse todo. Después, tuve que cortar casi 200 páginas, porque en un momento entrás en una especie de locura. La leyeron varios amigos, ellos me ayudaron a editarla.
-Como en otras de tus obras, aquí volvés a explorar sobre los vínculos, pero sobre todo en el peso de la herencia.
-Siempre me interesó indagar en el tema de las relaciones, y en la novela está marcada desde el principio con Juan y Gaspar, padre e hijo y más adelante con la relación con sus amigos, sobre todo en la adolescencia. Es cierto que esta es una novela sobre la herencia, sobre los lazos de sangre, sobre esa idea de traer al mundo un hijo para la muerte.
-Esta idea es muy personal, porque está relacionada íntimamente con tu decisión de no ser madre.
-Sí, pero sin caer en lo psicológico. Tuve ganas de trabajar esta imagen después de leer La carretera, de Cormac McCarthy. Es una novela posapocalíptica donde un padre trata de salvar a su hijo y para eso emprende un viaje con él. El planteo con mi novela es el mismo, salvarlo, aunque yo lo hago desde lo sobrenatural. Si sacás todo eso, ya sea lo apocalíptico o lo sobrenatural, queda esa situación de que tu hijo en algún momento se va a quedar solo. Y esa angustia acerca de quién lo va a cuidar o si logrará sobrevivir me pareció interesante de explorar.
«Creo que perdemos la inmortalidad porque la resistencia a la muerte no ha evolucionado; sus perfeccionamientos insisten en la primera idea, rudimentaria: retener vivo todo el cuerpo», la frase tomada de La invención de Morel, la novela fantástica de Adolfo Bioy Casares, sirve de introducción al relato.
A Juan y a Gaspar la muerte los rodea. El viaje que emprenden esa mañana de cielo limpio transcurre en los años finales de la dictadura en la Argentina, es enero de 1981. Ambos intentan superar la temprana muerte de Rosario, la madre del niño. Huyen de los fantasmas de un presente violento y de un futuro marcado con sangre. Ambos son parte de La Orden, una sociedad secreta y milenaria que busca la vida eterna a través de rituales espeluznantes. Enriquez se mueve en las fronteras entre lo real y lo irreal, entre la vida y la muerte, para romper con el popular y terrorífico dictamen que dice que todos tenemos que temerle a la muerte, como si fuera evitable.
«Nunca quise morir porque no hay tanta diferencia entre la muerte y la vida», pone en boca en uno de los personajes de Nuestra parte de noche y se ahoga en los juegos de poder que tienen como único fin la búsqueda de la vida eterna.
-La vida eterna como fundamentalismo.
-Algo de eso hay, porque tenemos una gran negación a la muerte. ¿Tanto miedo tenemos de morirnos? Ese terror es terrorífico y antihumano.
-¿Por qué antihumano?
-Porque lo manejamos como si fuéramos capaces de evitar lo imposible. Se busca prolongarla lo máximo posible o buscan extender la juventud, como si el paso del tiempo no fuera natural. Pienso en las cirugías estéticas o en esa cultura extrema del fitness, de cuidarse, pero no para estar mejor, sino para evitar tomar real conciencia de que un día uno se va a morir.
-En la novela asegurás que el dinero te da poder y ese poder absoluto te obsesiona hasta tal punto que te empuja a buscar la posibilidad de una vida eterna.
-Si tenés mucho dinero, hay temas del mundo que te afectan muy poco porque de alguna manera sabés que vas a zafar. De lo que no vas a zafar seguro es de la muerte y por eso se hace presente esa obsesión por la vida eterna, por esa juventud casi vampiresca. Es como decir: «Bueno en este mundo tengo todo resulto, vayamos más allá». Esa es la posibilidad que aparece mentalmente para mí. Lo tenés todo, hasta el control hacia los otros. Las circunstancias políticas, sociales y económicas no te tocan igual que al resto. Claramente tiene que ver con el poder absoluto. Me permito trabajar el tema del poder a partir de una orden ocultista mágica, de un poder maligno que es necesario para que todo lo demás suceda. La Oscuridad es el monstruo de la historia, el que lo devora todo.
«El dinero es un país donde hay ciudades más prósperas que otras, aunque todas son ricas (.) Lo que aprendí, con los años, es que la patria de la fortuna es monótona. Ser rico nos iguala con todos los ricos. Ser fundadores de la Orden nos diferencia del mundo entero», describe Enriquez.
-El universo de la oligarquía recreado de forma tan intensa en la novela resulta novedoso dentro de tus obras, no así la mirada clasista de los personajes.
-Fue a partir de la investigación que hice sobre Silvina Ocampo ( La hermana menor), nunca antes había conocido a un rico (bromea). Nunca antes me habían interesado esas vidas, nunca antes me había metido en esas propiedades. Son casas que por fuera parecen como cualquier otra, pero que al entrar, es como atravesar un portal, estar en otro mundo. Esas casas son como palacios escondidos, lugares secretos.
«La mansión fue construida en los años veinte, cuando la familia Bradford decidió extender sus negocios de cultivo (.) Fue Santiago Bradford quien decidió dónde se construiría su casa soñada en la selva que amaba, donde cazaba y se perdía. Sería sobre el Paraná, a 30 kilómetros de las Cataratas del Iguazú (.) Vivir en Argentina no le restaba importancia: el dinero, solían decir los Bradford, es un país en sí mismo».
-Como todo buen relato gótico, el escenario arquitectónico es fundamental.
-Tiene algo del gótico sureño, pero trasladado al Norte argentino. Uno podría pensar qué es un disparate construir una casa en un lugar inhóspito como ese, pero existe. Es una casa que queda en Puerto Bemberg (saca el celular y muestra la imagen de esa majestuosa construcción rodeada de verdes intensos).
-¿Investigaste sobre ella?
-No, pero siempre me llamó la atención este tipo de construcciones, siempre me pregunté: ¿por qué, si tenés tanto dinero, te hacés una casa ahí? ¿Por qué lo harías?
-¿Encontraste la respuesta?
-No lo harías salvo que quieras esconder algo.
-Este escenario te sirvió para volver a nutrir el relato con historias del santoral pagano local.
-Se trata de una fuente literaria tan fuerte… Son historias de la gente, de su idiosincrasia. La tradición anglosajona supo cómo incorporar, cómo darle un lugar de importancia a las hadas, a los duendes, a los vampiros, a esos seres, a esos mitos que adoptamos sin problemas. Stephen King incorporó en Cementerios de animales la leyenda del wendigo, ¿por qué no hacerlo nosotros? ¿Por qué no sumarlas en nuestras novelas, cuentos? Me sorprende que se haya dejado de lado. Ni siquiera nuestros escritores que incursionaron en el género fantástico, como Cortázar, Borges, Bioy, rara vez, si alguna vez lo hicieron, incorporaron el santoral pagano. Ni siquiera Quiroga, que contaba relatos de la selva. Sí lo hizo Rodolfo Walsh, en un gran texto sobre San la Muerte, y me parece que se trata de un antecedente más que interesante («Las palabras se hacen borrosas en la tinta del papel escrito o tiemblan en la voz de los fieles que a la luz-y-sombra de las velas se arrodillan bajo la mirada sin pupilas de una figurita esquelética, que en los ranchos más humildes del Paraguay y el nordeste argentino preside el destino de sus habitantes, combina sus amores, los guarda de peligros o los hace ganadores en el juego. La gente lo llama el Señor de la Muerte», fue publicado originalmente por la revista Panorama, en su edición Nº 42, de noviembre de 1966).
-¿Por qué creés que no se interesaron en explorar estas historias en la literatura argentina?
-Si sos mal pensado, podemos decir que están consideradas como supersticiones populares y como tales no tienen lugar en un género más elevado.
«Mis cuadernos, mis apuntes, mis grabaciones, todo tiene su origen en mi infancia. Empecé a recopilar cuentos y mitos antes de saber que podía estudiarlos. Sé escuchar, preguntar, seguir los dedos que señalan e indican la casa de una curandera o la lápida de un muerto milagroso, reconozco el miedo en los ojos de los que se persignan, me gusta esperar la noche para ver los fuegos fatuos sobre las tumbas».
-En tus historias, uno puede encontrar ciertos rastros personales.
-Uso solo mi experiencia, pero no la personal, la cotidianidad de lo que me rodea, lo que leí, lo que vi, lo que escuché.
-Como lo que escuchaste de tu abuela.
-Mi abuela era correntina y la familia de mi madre viene de ahí. Mi abuela tenía sus santos, contaba historias como la de San la Muerte, que me impresionó mucho desde chica. También, yo era de leer leyendas anglosajonas, mitología griega, algunos relatos de los pueblos originarios (en la novela incluye la leyenda del Ceibo, de las riberas del Paraná), por eso cuando llegó el momento de incorporarlas en mis relatos, se dio de manera natural.
«Todas las fortunas se construyen sobre el sufrimiento de los otros -reflexiona Enriquez en la voz de Rosario para diseccionar un universo repleto de impunes-. El poder lo tienen estas familias ricas, dueñas de tierras, de cuerpos, una familia capaz de someter a sufrimientos a otros, de explotar cuerpos y desaparecerlos».
-Los cuerpos martirizados son otra de las constante en tus textos.
-Me encanta trabajar sobre los cuerpos, me parece que es central porque es ahí donde se da la vulnerabilidad, el cuerpo como última frontera de vulnerabilidad. En esta novela, la vulnerabilidad del cuerpo está muy presente a través de la enfermedad. Me interesa mucho escribir sobre los procesos de deterioro, esos que provoca la enfermedad. No suele estar muy presente en la ficción, sí en la autoficción, pero no en el resto. Narrativamente, un cuerpo enfermo es muy poderoso, está limitado y el que lo habita tiene una psicología diferente. Tiene una manera distinta de relacionarse, tiene apuro, está enojado. En general, uno encuentra lecturas centradas en la violencia en los cuerpos, pero muy rara vez en esa violencia, esa vulnerabilidad relacionada al cuerpo enfermo, a enfermedades reales.
-La última parte de la novela transcurre en los 90, en Buenos Aires, en plena agitación estudiantil donde el sida se hace presente como una amenaza fantasma.
-El sida marca una época, da un contexto de un despertar sexual marcado por la muerte y el miedo que me permite desarrollar a Pablo, ese personaje que no es protagonista, pero que es un buen compañero para Gaspar. Pablo es gay en un mundo en el que todos a su alrededor se enferman y mueren.
-La ambigüedad sexual es un campo que te interesa explorar. ¿Por qué?
-Es un gusto personal, ese de no preocuparme por definir a los personajes por su sexualidad.
-Y la adolescencia, ¿qué te ofrece? Muchos de tus protagonistas atraviesan esta etapa, hacia la adultez, y en Nuestra parte de noche no es la excepción.
-Ese tránsito hacia a la adultez es fascinante, en la adolescencia cambia todo, tu cuerpo, tu manera de pensar, estás peleado con el mundo, les hacés frente a tus padres, a tu legado. La mayoría del tiempo no te reconocés. Sos una especie de monstruo que no le tiene miedo a nada, estás vulnerable sin saberlo. Es un momento muy poderoso. El riesgo los atrae, hay cierta crueldad inconsciente. Los adolescentes, los jóvenes son protagonistas naturales del género.
«Abrió el diario que estaba sobre la mesa aunque sabía que las noticias importantes no salían en la prensa. No había noticias de los centros clandestinos de detención, ni de los enfrentamientos nocturnos, ni de los secuestros, ni de los niños robados», describe la escritora argentina para entrecruzar la historia de la novela con el contexto de la política de nuestro país.
-El Estado como creador del terror durante la dictadura militar es otra de las obsesiones en tus narraciones
-Crecí en plena dictadura militar y los fantasmas, esos miedos que se sentían en el ambiente, están en mí y cuando escribo aparecen. En la novela le da un marco histórico determinado. Además, el poder sí o sí está ligado con la política. Resulta un poco inevitable como argentina y latinoamericana no incorporar lo político en todo lo que cuento. El género me permite escribir sobre estos miedos reales, me da libertad, ciertas licencias que me permiten profundizar en las cuestiones más atroces y crueles. Me interesa lo político, la violencia, las cuestiones sociales, y el género me da chances, herramientas para llegar lo más lejos posible.
«¿Usted es la madre de la chica desaparecida en Buenos Aires? La nena que entró en la casa de la calle Villareal con sus amigos, cerca del parque Castelli», se lee en uno de los capítulos de la magistral novela. Enriquez vuelve a traer a escena a esa suerte de niña monstruo que describía en «La casa de Adela», uno de los cuentos que integra Las cosas que perdimos en el fuego. «En la novela le di una historia de origen a esa nena, qué fue lo que pasó con ella».
Convencida de que el terror es popular, la periodista y una de las editoras de Radar, el suplemento cultural de Página/12, reconoce que «hay cierto desprecio académico hacia el género. ¿La razón?, le gusta a la gente. ¿Por qué creés que a King nunca le van a dar el Nobel? Hay cierto rechazo al entretenimiento, a lo popular, a lo folletinesco. Le pasa también a la ciencia ficción, pensemos en Bradbury, por ejemplo, a los cómics. Poco a poco, eso está cambiando».
-¿La fascinación que sentís por los cementerios (puiblicó el libro Alguien camina sobre tu tumba) está relacionado por tu gusto por el terror?
-Siempre me gustaron los cementerios, es una fascinación que lo mezcla todo y fue lo que me llevó a escribir Alguien camina sobre tu tumba. Por un lado, me atraen por una sensibilidad que viene de lo gótico y del decadentismo; de mis lecturas de los autores morbosos del siglo XIX, como el caso Mary Shelly escribiendo sobre la tumba de su madre. Todo eso es la parte estética que me encanta. Además, evidencian la relación de la gente con la muerte.
-Alguien camina… no es un libro fácil de conseguir. ¿Pensaste en reeditarlo?
-Sí, vamos a sacar una edición ampliada con cementerios que recorrí en mis últimos viajes.
Recientemente, la editorial española Páginas de Espuma editó Ese verano a oscuras, nouvelle ilustrada por la madrileña Helia Toledo en la que puede leerse: «A los 15 años cuando una chica no tiene futuro toma sol con todo el cuerpo cubierto de Coca Cola y a la piel pegoteada se acercan las moscas. O compra marihuana compactada en Paraguay, ladrillos verdes de cincuenta gramos que, cuando se parten, apestan a tóxicos y orín. O se enamora de la muerte y se tiñe el pelo y los jeans de negro, y si puede se compra un velo y guantes de encaje. Virginia y yo hacíamos alguna de esas cosas y además soñábamos con asesinos seriales (.) Nuestra rutina era sencilla. De día estábamos en la pileta aunque jurábamos odiar el sol y después nos sentábamos en la vereda o en la plaza y si por milagro alguna conseguía pilas, escuchábamos música en el grabador (.) Era aburrido el verano del fin del mundo y no se terminaba nunca. Cambió todo cuando mi vecino del séptimo piso, a quien conocíamos sólo como Carrasco, mató a su mujer y a su hija, y se escapó».
Esta historia como las de sus cuentos están narrados por personajes femeninos, en cambio, en Nuestra parte de noche los protagonistas son varones, pero con un dato particular: la única voz narrada en primera persona es la de Rosario, la madre. «Antes de los cuentos, no me salía escribir de mujeres, sentía que tenían una voz impostada, no me parecían verosímiles; en mis dos primeras novelas ( Bajar es lo peor y Cómo desaparecer completamente) los narradores son varones -reconoce-. No creo que por ser mujer tenga mayor facilidad para escribir narradoras femeninas, todo lo contrario. Tampoco creo que la voz femenina se dé naturalmente porque uno es mujer. No creo que tenga que ver con eso. Yo no quiero pensar con esa limitación, no quiero escribir pensando que mis personajes tienen que ser mujeres. No me interesa, me dejo llevar por la historia, por lo que necesito para ese relato».
-En los últimos años, la literatura escrita por mujeres ganó una mayor visibilización y las editoriales apuestan cada vez más por las autoras.
-Tengo una relación contradictoria con todo esto y me molesta que sea así. Por un lado, me parece que la visiblidad es necesaria. Si se abre una puerta y te dicen pasá, hay que aprovechar y meterse. Hay que ocupar esos lugares, porque son lugares ganados, lugares que no hay que perder. Los ganaste, los ocupás. Es cierto que todavía hay que reivindicar y rescatar escritoras que no están en el lugar que merecen. Es necesario, pero al mismo tiempo soy totalmente reacia, ya me molesta cuando me invitan a una mesa femenina de literatura hecha por mujeres. Desde que publiqué mi primer libro, no hay encuentro que no me sumen con otras mujeres para hablar de lo mismo. Ya me parece condición suficiente ser yo una escritora para además tener que hablar de cuestiones femeninas. Si tengo que contar algo, así será. Creo que ya lo hice con las historias de Las cosas que perdimos en el fuego, en el retrato de Silvina y en Este es el mar, donde les devolví el poder a las fans, hablé del rock y las mujeres. No tuve más ganas de explorar por ahí, quería ir por otro lado y por eso Nuestra parte de noche está narrado de esa manera.
-Claramente, se ganaron varios espacios ¿cómo se sigue?
-Tengo ganas de que se empiecen a juntar a las escritoras por lo que hacen, para hablar de sus métodos de trabajos, de sus textos. Me irrita que se piense la literatura de mujeres como una literatura de lo íntimo. Soy mujer y escribo, ya no hay mucho más que decir. Nunca en mi vida vi una mesa sobre escritores varones, que la presenten como de varones y literatura. Sinceramente, ¿podemos poner la literatura escrita por mujeres en un solo lugar? Por suerte, es muy variada. Es cierto que, políticamente, es un buen momento que hay que aprovechar, no es una puerta que simplemente se abrió. La puerta se cayó después de tanto patear. Es un momento de ruptura. Yo quiero estar en la literatura, no en la cueva donde escriben las mujeres, ya no es necesario. Decimos todo el tiempo que se va a caer, hay cosas que ya se cayeron, ahora tenemos que actuar en consecuencia, avancemos y lo que no se cayó, está a punto de hacerlo. Y acá viene mi contradicción, porque después de todo esto te digo, que me parece necesario que existan las mesas con mujeres. Creo que es parte del proceso que estamos viviendo. No me quiero sentir freak, no me gustan los guetos, aunque sean cómodos.
-Recién mencionaste el rock y resulta imposible no encontrar en tus textos alguna referencia musical. En Nuestra parte de noche aparece Londres como escenario en un momento particular.
-En un momento muy místico de la cultura rock y popular con sus majestades satánicas, Bowie, hay mucha psicodelia… Pero también elijo Londres en esa época porque quería mostrar a esos jóvenes poderosos, en un momento del siglo XX en el que se levantaron y decidieron romper con lo anterior. Son tiempos en los que se sienten fuertes después de haber sido masacrados en las dos guerras mundiales.
-Sé que escribís con música, ¿qué banda de sonido elegirías para tu novela monstruosa?
-Uh. Bowie, los Stones, PJ Harvey, Black Sabbath, muchísimo de Led Zeppelin, no mucho de Nick Cave y Suede (de la banda de rock alternativo británico, Mariana tomó prestado el título de la canción Mi estrella oscura para presentar al concurso la obra que finalmente le valió el Premio Herralde de Novela).
No resulta fácil pensar en lo que vendrá, ni las cartas de Tarot, esas que de vez en cuando tira, son capaces de develar el futuro próximo. No le preocupa, al contrario. Mariana sonríe, una vez más.
Fuente: Fabiana Scherer, La Nación