Macondo, como se sabe, es el pueblo ficticio descrito en las novelas Cien años de soledad, Los funerales de la Mamá Grande, La hojarasca, La mala hora, El coronel no tiene quien le escriba y Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo del colombiano, premio Nobel de literatura, Gabriel García Márquez.
Nadie sabe si Gabriel García Márquez llegó a conocer esta aldea. El escritor tomó su nombre y creó una ficción literaria. El caserío está retirado a 40 kilómetros de Aracataca, en el departamento de Magdalena, al norte de Colombia.
¿Es posible ir a Macondo? ¿Por qué no está destacado en los mapas? Situado en el interior profundo de las plantaciones de lo que fue la United Fuit Company, no está comunicado con trenes que transporten pasajeros, barcos, colectivos, autopistas ni mucho menos con aeropuertos.
Se accede a pie, a través de las aguas del río Sevilla. O por un camino interno de asfalto deteriorado que cruza, sin puente, por un paso a nivel de una vía de ferrocarril, que ahora solo traslada carbón.
El gobierno colombiano aspira a poner en funcionamiento el tren de pasajeros, símbolo del regreso del escritor a Aracataca. Pasará por la estación Sevilla, vecina a Macondo. Faltan años para que esté en las vías.
En tiempos de García Márquez , el tren paraba a las 11 por Macondo. Y diez minutos después llegaba a Aracataca. Ya no para. Es sólo transporte del carbón.
«El reto es que en dos años el tren amarillo se vuelva a poner en marcha», admiten en el gobierno de Magdalena.
Por el momento, la estación más importante está en Aracataca. No recibe pasajeros. Se llama Estación de tren Macondo.
A pocos kilómetros de allí, el caserío es un punto mínimo en la geografía. Apenas viven 250 personas. Por eso no está destacado en los mapas turísticos o culturales de la zona, explica Diana Viveros, secretaria de Cultura de Magdalena. «Nos gustaría incluirlo en la cartografía», afirma la funcionaria.
«Los escenarios que inspiraron al escritor están en Arcataca: allí se conserva el Museo y la Casa de Remedios la Bella. Pero a pocos kilómetros está este caserío. Nadie sabe si el escritor llegó a conocerlo», argumenta Luis Gruber secretario de Educación del departamento de Magdalena.
Es tan pequeña la aldea, que los nativos la llaman vereda. Tiene casas bajas, de colores fuertes, con puertas y ventanas blancas. En sus calles de tierra transitan menos autos, más motos y bicicletas. Hay niños que cruzan a pie un río para ir a la escuela. Y hay árboles que se llaman Macondos.
«Hasta los aficionados a García Márquez desconocen la existencia de un lugar real que oficialmente se llama Macondo y que se puede ir a visitar», afirma Jaime Abello Banfi, director de la Fundación Gabo. «Incluso a mí me sorprendió el caserío», confiesa el hombre que fue amigo del Premio Nobel.
La vereda Macondo es un conjunto de 60 casas rectangulares de los años 50, con pequeñas galerías angostas al frente, construidas para atajar la lluvia y el sol. Y una vida de no ficción.
Azul conservador
Los habitantes de esta aldea usan el gentilicio de Maconderos. No tienen apellido Buendía. En el lugar no llueven flores, no hay epidemias de insomnio, las mujeres bellas no vuelan, ni los muertos regresan a la vida, tal como describió García Márquez en su literatura.
Pero la casa más grande del lugar está pintada de azul como lo ordenó Don Apolinar Moscote, el primer corregidor de la ficción Macondo en Cien años de soledad .
Pocos habitantes del caserío han oído hablar aquí de Moscote. Ni de las innumerables guerras que emprendió el coronel Aureliano Buendía, para evitar el azul conservador.
En Macondo no hay biblioteca.
Está la casa azul. Y hay otras casas pintadas de verde, rosa y amarillo. No hay aceras: entre la calle de tierra y las viviendas hay un espacio también de tierra y arena pisada, delineado por viejas ruedas de autos en desuso.
«Nunca imaginé que existiera un caserío más allá del cartel que inspiró a Macondo», dice el director de la Fundación Gabo. Conocía la historia: García Márquez tomó el nombre para su pueblo imaginario de un letrero que vio en una finca de bananas, al pasar desde el tren camino al pueblo de su infancia. Y le gustó la sonoridad de la palabra, según relató el escritor en Vivir para contarla.
«El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino, que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero solo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética. Nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera que significaba. Lo había usado ya en tres libros como nombre de un pueblo imaginario.» escribió el autor en sus memorias.
El novelista siempre vinculó los escenarios de ficción con Aracataca.
La aldea es un hallazgo inesperado para la fundación. No esperaba siquiera hallar el viejo cartel que vio Gabo tantas décadas pasadas. «Este Macondo tiene 200 años. Eso me contaron mis abuelos», dice Vilma Arenilla, presidente de la Junta de Acción Comunal de Macondo. Ella es la autoridad del lugar. «Tenemos pendiente nuestra historia, lo que somos», afirma la representante de la aldea.
«Es una veredita muy humilde. Tan humilde que cumple 200 años y no lo festeja», afirma Johnny Navarro, vecino del lugar.
«Nunca se celebra el aniversario de Macondo. Los festejos siempre son en Aracataca», asegura Tiberio García de la Junta Acción Comunal de Sevilla, el pueblo vecino situado a otra orilla del río.
Otro vecino, Alexis Triviño Valdez, se lamenta. «Llevó años viendo a Macondo en el olvido…»
La vereda «está desconectada de la trascendencia mundial de su nombre», reflexiona el director de la Fundación Gabo. Asumirse va a requerir equilibro: entre los sueños y la realidad, asegura el especialista en la obra de García Márquez.
Macondo tiene un ritmo aletargado, típico de las costumbres del Caribe antiguo. No tiene palacio municipal. No tiene puente para cruzar el río Sevilla. No tiene comisaría. Pero tiene mariposas amarillas.
«Hallé el pueblo por casualidad porque está retirado», asegura José Navia.
El periodista narró que, en épocas de agua alta, los niños de Macondo cruzan el río con los brazos en alto para que no se les mojen los útiles en su paso para ir a la escuela, en Sevilla.
Los muertos y los enfermos también salen en andas en una cadena humana que se arma por el cauce del río. La cadena de hombres para atravesar el río se arma aún si el agua está alta, en invierno, afirma Fabián Sierra, de la Junta Acción comunal de Macondo.
«Mi padre murió: lo sacaron tres muchachos por encima del río que estaba crecido. Cuando mi suegro se enfermó, lo sacaron en un carro de buey», relata Ana Valencia, una de las vecinas más longevas del caserío.
La comunidad pidió un puente para cruzar la vereda sin mojarse. No se hizo. El puente que pensaban trasladar desde otro lugar no tenía el largo suficiente para cubrir el río: hay 60 metros de orilla a orilla.
No se sabe a dónde fue a parar el puente, admite Osmalía Gutiérrez, vecina de la vereda.
Ahora el río está bajo. Apenas 20 centímetros. No hay problema en cruzarlo, dice aliviado Tiberio García, representante de la Junta de Acción Comunal vecina de Sevilla.
Los habitantes de Macondo esperan que el agua no suba. En invierno, cuando el agua está alta, las casas se inundan. Mientras esperan el puente que no llega continúan con su vida de no ficción. Ajenos a su fama literaria.
Daniel Marquínez llegó a este caserío, sin brújula.
«Es muy impactante llegar allí a donde nadie llega, y contrastar el lugar con el mito», sostiene Daniel, que es director de Proyectos Especiales de la Fundación Gabo. «Uno alucina».
En el pueblo no hay restaurantes ni hoteles. Los adultos trabajan en las plantaciones de bananas, de palma o de mango. Los niños juegan en la calle a la bolita. Apenas está el camino señalado. Tiene el letrero de letras rojas y azules. Macondo, se lee. Pero no es ficción: busca salir de la soledad.
Fuente: María José Lucesole, La Nación