“Escribo el libro porque creo que hay pocas cosas a las que valga más la pena dedicar nuestro tiempo que a descubrir cómo cambiar el devenir de lo que hacemos y de lo que no hacemos, de lo que sentimos, de lo que somos”, dice Mariano Sigman apenas arranca El poder de las palabras, su último libro, que estará en librerías a comienzos de septiembre.
Doctor en Neurociencia, investigador, Sigman es uno de los directores del Human Brain Project, un enorme programa para entender y emular el cerebro humano.
En 2015, Sigman publicó La vida secreta de la mente, que se convirtió en un bestseller internacional y donde se acercó a lo más íntimo del pensamiento humano buscando saber por qué somos como somos.
«El poder de las palabras», lo nuevo de Mariano Sigman.
Ahora, El poder de las palabras parte de una anécdota: cuando era chico se lanzó a correr una carrera y perdió, perdió por mucho. Entonces decidió que la actividad física no era lo de él; le iba a muy bien en matemáticas, mejor seguía por ahí. Años más tarde tuvo una obstrucción coronaria y, para mejorar, empezó a hacer bicicleta. Al revés que cuando era chico: le fue bien, muy bien. El día que quebró su marca más ambiciosa -en la montaña de la Morcuera- su niñez cambió, hacia atrás: “Le di un abrazo al chico que había sido. Con ternura, con afecto y con una gran sonrisa le pedí una disculpa por no haber honrado el esfuerzo que él había hecho, por no haberlo entendido.”
Y entendió algo que dio pie al libro, que lo que uno SE dice puede torcer su destino: “Me llevó todo ese tiempo reinterpretar ese episodio que había sido el punto de partida de un estigma que yo mismo había creado: ‘Yo no sirvo para el deporte’. Si hubiese elegido otra frase del estilo de: ‘Fue un mal día, diste todo lo que tenías y tenés mucho por mejorar’, podría haber cambiado la historia”.
Así empieza este viaje. Spoiler: puede atentar contra algunos prejuicios.
El poder de las palabras (fragmentos)
Mapa del libro
Nuestra mente es mucho más maleable de lo que pensamos. Aunque nos resulte sorprendente, conservamos durante toda la vida la misma capacidad de aprender que teníamos cuando éramos niños. Lo que sí perdemos con el paso del tiempo es la motivación para aprender, y así vamos construyendo creencias sobre lo que no podemos ser: el que está convencido de que las matemáticas no son lo suyo, la que siente que no nació para la música, una que cree que no puede manejar su enfado y otro que no puede superar el miedo. Demoler estas sentencias es el punto de partida para mejorar cualquier cosa, en cualquier momento de la vida.
Esta es la buena noticia: podemos cambiar nuestra vida mental y emocional, aun en lugares que parecen profundamente arraigados. La mala noticia es que para transformarla no basta con proponérselo. Hay que aprender a tomar buenas decisiones en dominios donde nos hemos acostumbrado a resolver las cosas en piloto automático. Así como concluimos a la velocidad de un rayo si una persona nos parece confiable, inteligente o divertida, también los juicios sobre nosotros mismos son precipitados e imprecisos. Ese es el hábito que tenemos que cambiar.
Un esquema de «El poder de las palabras»
Por suerte, la mala noticia no es tan mala. Disponemos de una herramienta simple y potente: las buenas conversaciones. La idea no es nueva, más bien se encuentra en los cimientos de nuestra cultura: casi toda la filosofía griega se construyó intercambiando ideas en simposios, paseos y banquetes. El gran pensador francés Michel de Montaigne llevó esta idea a la práctica: en una época de brutales enfrentamientos y matanzas, se salvó de sendos asaltos respondiendo con comilonas y conversaciones a quienes lo atacaban a sablazos.
(….)
Este libro se compone de un dispositivo y un horizonte. El dispositivo es la buena conversación; el horizonte, las emociones.
En cada capítulo iremos descubriendo el poder privilegiado de las palabras para cambiar aspectos distintos de nuestra mente: el razonamiento, las decisiones y creencias, la memoria, las ideas y, finalmente, las emociones.
Del capítulo 1
El 15 de abril de 2013, poco antes de las tres de la tarde, dos bombas explotaron en medio de una fiesta popular, muy cerca de la línea de meta del Maratón de Boston. Los responsables del atentado protagonizaron un escape de película que incluyó el secuestro de un conductor, el lanzamiento de explosivos caseros, el asesinato de un policía en el campus del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y varios tiroteos en zonas residenciales de la ciudad. El atentado de Boston fue una de las primeras noticias transmitidas en tiempo real por las redes sociales, y Sorosuh Vosoughi, uno de sus primeros espectadores. Desde su escritorio del MIT, vio al mismo tiempo el drama en las vecindades de Twitter y de su barrio y entendió algo que poco tiempo después sería evidente para todos: resultaba muy difícil, casi imposible, separar lo falso de lo cierto. El virus del lenguaje encontró un caldo de cultivo perfecto en las redes sociales.
El poder de la palabra
Vosoughi recorrió los pasillos que conectaban su oficina con la de su director de tesis y le comunicó sin rodeos que quería cambiar su doctorado. A partir de ese momento se dedicaría a desarrollar una herramienta para detectar la veracidad de los rumores que circulaban por Twitter. En un esfuerzo computacional sin precedentes, en la antesala de la ciencia de los grandes datos, analizó una cantidad ingente de tuits, millones y millo-nes de mensajes con opiniones y hechos sobre deporte, política, celebraciones, amor, envidia, odio… El objetivo estaba entre lo práctico y lo teórico: concebir un algoritmo capaz de separar, en esta base de datos de apariencia infinita, las frases ciertas de las falsas. ¿Acaso los mensajes falsos suelen ser más cortos? ¿Tienen más signos de exclamación? ¿Existen palabras más propensas a formar parte de una mentira que de una verdad? ¿Qué otorga credibilidad: el mensaje o el mensajero? Unos años después, estas preguntas (y muchas de sus respuestas) se han vuelto moneda corriente. Sin embargo, en esos días, el descubrimiento de Vosoughi y su equipo fue de lo más sorprendente. El mejor indicador de la veracidad o falsedad de un tuit no es lo que dice, ni cómo está escrito, ni quién lo ha escrito, sino lo que hacemos los lectores.
La mentira es fácilmente reconocible porque se propaga como el fuego. Vasoughi lo notó en campos de lo más diversos: la política, la ideología, el deporte, el chimento. Las noticias falsas se difunden “más rápido, más lejos y más ampliamente” que las ciertas. Somos más propensos a dar parte de lo falso que lo cierto. La pregunta es ¿por qué lo hacemos? Sucede que lo falso no queda atrapado por el límite circunstancial que le impone la realidad. Y en esa libertad se pueden exagerar dimensiones del discurso, como por ejemplo la emocional, que son especialmente atractivas para el cerebro. William Brady, investigador de la Universidad de Nueva York, descubrió que la difusión de un mensaje aumenta al ritmo nada despreciable de un 20% por cada palabra emocional que se agrega.
¿Por qué nos creemos los cuentos?
Estos artilugios no son exclusivos de las noticias falsas. Lo son de toda la ficción, en la que nos sumergimos y habitamos. El aumento del ritmo cardíaco de quien camina al filo de un precipicio en un juego de realidad virtual es indistinguible del que se experimenta en la vida real. Así se confunden en el cuerpo lo cierto y lo falso, la realidad y la ficción. Los mundos que se encuentran a uno y otro lado del dispositivo coexisten de una manera muy particular. A veces estamos tan sumidos en la experiencia virtual que casi olvidamos su carácter irreal. Pero, si en cualquier momento nos preguntan dónde estamos, no dudaremos en contestar que ese universo ilusorio no es más que un juego. Cuenta Pablo Maurette que somos seres anfibios: entramos y salimos de la ficción como una rana sale del agua, sin esfuerzo y a veces sin darnos cuenta siquiera de que cambiamos de medio. A lo largo del proceso evolutivo, algunas especies anfibias perdieron esa condición y se convirtieron en habitantes de un único medio. ¿Pasará lo mismo con nosotros? ¿Perderemos la cualidad anfibia que nos permite transitar entre la ficción y la realidad? ¿Será la ficción el hábitat definitivo de nuestra especie?
En la realidad virtual, se utiliza el término presencia para aludir a esos momentos en que nos fundimos plenamente con la ficción. ¿Qué es lo que nos lleva a olvidar que el mundo virtual es apenas un invento? La respuesta no es la que uno intuye. Poco importa que sea una réplica fiel de la realidad en su infinito detalle. Mavi Sanchez Vives descubrió en su laboratorio de realidad virtual que lo que produce la presencia no es la sensación de “estar ahí”, sino la de “hacer ahí”. O, como mucho antes y sin tanta tecnología propuso el filósofo alemán Martin Heidegger sobre la experiencia humana: dasein: “ser ahí”. Este concepto abstracto aparece frecuentemente en nuestra vida, desde los juegos infantiles hasta los sueños. Cuando un niño se sienta a horcajadas sobre un palo de madera tiene claro que el palo no es un caballo —es más, si se convirtiera en un animal real, el niño se asustaría muchísimo—. Son las cabalgatas y los enemigos que uno persigue o de los que escapa aquello que confiere presencia a ese mundo donde no hay más que un palo.
Mariano Sigman, trabajando. (Nicolás Stulberg)
Así entendemos por qué la ficción no precisa crear un mundo parecido al lugar donde vivimos. Eso no le importa a nadie. No es lo que confiere presencia.
(…)
Cada cual tiene su recuerdo. Uno de los míos sucede en 1982, cuando se anunció que Diego Armando Maradona ficharía para el Fútbol Club Barcelona. Iba a llegar a la ciudad en donde yo vivía desde hacía ya seis años. Mis compañeros de colegio me preguntaron si lo conocía y yo lo afirmé categóricamente. El asunto no habría pasado a mayores de no haber sido por el siguiente infortunio: de todas las casas posibles, Maradona fue a vivir justo a cien metros de nuestro colegio. Y por más malabares que hiciese, la presión de mis compañeros para que les presentase a mi amigo Maradona fue tan grande que al final cedí. A las ocho de la mañana de un día de invierno, justo antes de salir a una excursión, fuimos en masa a visitarlo. Mi intento de convencer a los guardias de la casa de Maradona de nuestra amistad al grito de que yo también era argentino fue de lo más inefectivo, y la mentira se deshizo ipso facto, sin algoritmos, sin Twitter, sin propagación. Se había estrellado contra la realidad, y yo con ella.
Mucho tiempo después, en Vancouver, me tocó compartir el escenario de TED con Kang Lee, profesor de psicología social de la Universidad de Toronto, que contó una historia sobre las mentiras de los niños. ¿Cuándo empiezan a mentir? Y, sobre todo, ¿por qué? Kang muestra que mentir forma parte de un ejercicio cognitivo fundamental. En la mentira se ensaya la comprensión del otro; en especial la diferencia entre lo que uno sabe y lo que saben los demás, algo que en psicología se conoce como teoría de la mente. Mi amistad con Maradona era un ejercicio de ficción: una manera de emular historias coherentes y verosímiles, de erosionar la realidad para que el relato se volviese intrigante. Aunque la burbuja de la ficción creciera hasta reventar contra los mastodontes que cuidaban la puerta de su casa.
Fuente: Infobae.