Se puede decir que 2020 fue un año exitoso para la literatura argentina. Varios autores cosecharon premios internacionales. Mariana Enríquez, el Celsius en España; Camila Sosa Villada, el Sor Juana Inés de la Cruz, en México; el también cordobés Federico Falco fue finalista del premio Herralde y Perla Suez obtuvo el premio Rómulo Gallegos, que entrega el gobierno venezolano. Por su parte, Agustina Bazterrica peleó palmo a palmo con Stephen King por el premio de novela de terror de Goodreads (que ganó una mexicana residente en Canadá) y Hernán Ronsino obtuvo el prestigioso galardón alemán Anna Seghers. Poetas y narradores como Luciana Reif, Santiago Craig, María Gainza y Elena Anníbali, gracias a diferentes reconocimientos internacionales, pasaron a ser considerados con mayor atención. En simultáneo, las ficciones de Dolores Reyes, Selva Almada, Gabriela Cabezón Cámara, Samanta Schweblin y Pola Oloixarac, y de autores como Guillermo Martínez, Ricardo Romero y Jorge Consiglio, comenzaron a distribuirse en lengua inglesa, mercado clave para motorizar una carrera literaria. En el país, Claudia Piñeiro, Florencia Canale, Eduardo Sacheri y Martín Kohan, entre otros, encabezaron durante semanas las listas de libros de ficción más vendidos en el achicado mercado criollo.
En este escenario, las obras de los escritores argentinos que emergieron en el siglo XXI se consolidan gracias a las recomendaciones de lectores, los concursos y premios, la prensa y la academia (en ese orden). El premio Fundación Medifé-Filba de Novela, por ejemplo, al premiar la distópica El último Falcon sobre la tierra (Baltasara), permitió el descubrimiento de una nueva voz, la de Juan Ignacio Pisano (1981). «Me resultó bastante difícil dar el salto de la escritura solitaria a la publicación -dice el autor-. Tal vez porque siempre intenté la publicación sin financiamiento propio. Sin llegada a una editorial o vínculos que faciliten el acceso a editores, resulta un camino arduo y desgastante, por los rechazos y silencios que uno va recibiendo. Haber obtenido el premio tal vez me facilite las cosas a futuro».Ads by
Desde la primera década del nuevo siglo, y al tomar la delantera, el rol que jugaron las editoriales independientes fue clave en el proceso de renovación de la literatura argentina.
Sin la pretensión de establecer un canon, como a su manera hizo el Hay Festival años atrás con Bogotá39 cuando dio a conocer la lista de 39 autores latinoamericanos que «había que leer» (y que leímos obedientemente), es posible armar un catálogo de obras de nuevos narradores, poetas y ensayistas, no necesariamente menores de 40 años. En tiempos de redes sociales, hay poca paciencia para esperar las reseñas del suplemento cultural, las palabras del sabio o la sabia de la tribu literaria que «consagra» una novela ni la demorada recepción universitaria (a la que le llevó décadas incluir a Silvina Ocampo, Sara Gallardo y Manuel Puig en sus programas). Si bien estas instancias siguen siendo necesarias y convenientes, el viejo lema de la Feria del Libro, «del autor al lector», toma el atajo provisto por internet. «Es una tribuna extraordinaria, demencial», dice Ariana Harwicz (1977), que con su primera novela, Matate, amor, fue finalista en 2018 del premio Man Booker International. «Ahora, más que nunca, hay una cercanía con los lectores». Si bien varios autores no están presentes en redes sociales, lectores entusiastas o detractores debaten sobre sus obras en el ciberespacio.
Parafraseando a Borges, cada nuevo escritor argentino reinventa su tradición y el modo de inscribir su trabajo en una línea histórica que lo precede y que, es la ley de la vida, lo trascenderá. «Habría que pensar a qué llamamos tradición literaria local -dice la escritora tucumana María Lobo (1977), que suele ambientar sus ficciones en escenarios de las provincias-. Por un lado, encontramos una tradición que es la de la literatura rioplatense, es decir, una literatura que producen escritores que, hayan nacido o no en Buenos Aires, trabajan desde y hacia allí, en una especie de lugar imaginario que se vuelve epicentro. Por otro, está la tradición discursiva, donde no importa si el libro lo escribió un porteño o un tucumano; esa tradición dominante es el extrañamiento. El siglo XX impuso el fin del realismo y la exaltación de lo extraño, lo ominoso, lo inquietante». Para la autora de El interior afuera (Qeja), los libros que llegan a las vidrieras y de los que se habla en la prensa están atravesados por esa doble dimensión. «En ese contexto, no tengo una relación de inmersión en la tradición literaria local -agrega-. No escribo desde Buenos Aires ni estoy atravesada, como autora, por el extrañamiento». La tradición a la que alude Lobo es la que ahora trasciende en el exterior con obras de autoras como Schweblin y Enriquez, donde la realidad se ve amenazada por fuerzas oscuras.
«Siempre hay varias tradiciones, no una sola -indica I Acevedo (1983), creadora de ficciones donde conviven el humor y el desasosiego-. En mi caso, enmarco mi trabajo en dos grandes tradiciones. La primera es el cuento rioplatense. Me toca dialogar con la tradición más importante dentro y fuera del territorio, que es la del cuento. Walsh, Borges, Arlt, Onetti, Uhart, Felisberto Hernández, Dal Masetto, Cortázar. La segunda es la que se relaciona con una fusión entre la producción de ficción y la de crónica y ensayo. Allí están Sarmiento, Piglia, Viñas, María Moreno, y Walsh, Arlt y Borges otra vez».
Narrador y ensayista, Edgardo Scott (1978) observa que la relación actual con la tradición es a la vez dual y exterior. «Dual porque uno nunca quiere que los libros que escribe sean epigonales, pero por otro lado tampoco quiere estar afuera de la tradición -señala el autor de Luto (Emecé), suerte de western situado en el conurbano-. Por suerte, esa relación de lo que uno escribe con la tradición la van definiendo los otros. Cabe el chiste de Paulo Coelho: decía que Borges era uno de los escritores que más lo había influenciado y, sin embargo, nadie va a tender una relación entre él y Borges».
No obstante, muchos escritores jóvenes «encuentran» la tradición fuera de las fronteras nacionales. «Siempre leí al mexicano Mario Bellatin como parte de la literatura argentina, no como otra cosa», dice Ariel Luppino (1985), autor de las novelas Las brigadas y ¡Paraguayo!, en las que despliega un realismo delirante. La subversión de las tradiciones («endogámicas», para este joven autor) forma parte de su proyecto literario. Para Francisco Bitar (1981), narrador, poeta y ensayista, su obra no se vincula de manera especial con las tradiciones. Desde la capital santafesina, Bitar, que acaba de publicar La preparación de la aventura amorosa (Tusquets), creó un universo propio, habitado por personajes a los que los lectores ven crecer de libro en libro.
En el siglo XXI, la mayoría de los escritores argentinos tiene algo en común: la voluntad de ser reconocidos por su literatura. «Están interesados en hacer obra -afirma Paola Lucantis, editora en Tusquets de Bitar, Enzo Maqueira, Valentina Vidal, Leila Sucari, Mariano Quirós y Pablo Ottonello, entre otros-. Están metidos en el mundo literario, aunque no todos viven de la literatura. Incursionan en distintos géneros: escriben cuentos, guiones y novelas, tienen mucha participación en la escena del momento, dan o toman talleres, colaboran en medios con artículos».
A medida que estas obras crecen, se configura una constelación de núcleos, temáticas y obsesiones: la violencia de género y los abusos de poder, las relaciones íntimas (que pasan del nirvana a la asfixia sin escalas), el mundo de la tecnología y el contexto sociopolítico, caldo de cultivo de fraudes, fugas y estallidos. «No hay tema puro en el arte -dice Harwicz, autora también de Precoz (Mardulce) y Degenerado (Anagrama)-. Toda verdadera obra de arte traspasa el tema. Mis obsesiones tienen que ver con lo filial y las filiaciones, las genealogías, los linajes, la maquinaria madre-hijo, esposo-esposa».
En cambio, para Acevedo, el tema recurrente de su literatura es la propia posibilidad de narrar, tal como aparece en los textos de Late un corazón (Rosa Iceberg). «Mis personajes intentan comunicar algo con cierta dificultad o desean contar algo pero no pueden, o son personas a las que les piden que cuenten algo pero no quieren, personas que cuentan algo para sobrevivir o para sobrellevar un mal momento de su vida». Las ficciones de Mariano Quirós (1979) suelen reflejan la violencia de ambientes inhóspitos. «El tema varía con cada libro, pero de fondo está siempre la ominosa sombra del sexo -destaca el autor de Campo del Cielo (Tusquets)-.Más bien, de cierta represión sexual y del absurdo que esa represión provoca. A veces, de manera candorosa. Otras, de manera brutal». Según Pablo Forcinito (1978), autor de la trilogía Paraná (Metalúcida), Leonardo Oyola es una referencia obligada para los escritores de novela negra de su generación. «Es algo así como el hermano mayor de la nueva novela negra argentina». En su trilogía, protagonizada por un adolescente sangriento, se abordan los traumas que cargan los protagonistas, traumas que pueden incluso heredarse.
Escritoras jóvenes como Olivia Gallo, Tali Goldman, Mariana Skiaderessis y Maru Leonhard, que debutaron con éxito en la arena movediza de la literatura, indagan los claroscuros de los vínculos en ambientes urbanos y suburbanos. «Diría que mi tema es la familia, las relaciones familiares, los vínculos -señala Goldman (1987), autora de los cuentos de Larga distancia (Concreto)-. Me interesa la construcción de la identidad, quiénes somos, qué colectivos nos contienen y dónde reposan las individualidades en esos espacios». En sus cuentos, las relaciones familiares y la identidad judía son vistas a través del prisma del humor. «Los vínculos afectivos, familia, amistades, parejas ocasionales y duraderas -enumera Gallo (1995), autora del celebrado volumen de cuentos Las chicas no lloran (Tenemos las Máquinas)-. También las imágenes cotidianas, insignificantes. Y los animales, los edificios, la comida: eso que no puede hablar pero sí expresar una época, una emoción, un recuerdo». Para esta joven autora, las redes sociales facilitan algunas cosas, particularmente la difusión de los textos. «Aunque en términos generales, debe ser más o menos lo mismo que antes, solo que más rápido. Todavía no sé si eso es mejor o peor», acota.
Nicolás Mavrakis (1982) es narrador y ensayista, con un interés bien definido en su escritura: los avatares de la existencia en un mundo digitalizado. «Desde el ensayo o la ficción, el tema al que vuelvo parece ser las muchas dificultades, paradojas e ironías que las personas que fueron ensambladas mental y espiritualmente en una época tienen que superar para vivir en otra -satiriza el autor de En guerra con la piel (Azul Francia)-. El ejemplo paradigmático de este cisma es la aparición de internet, cuyos efectos todavía contribuyen a una larga sucesión de movimientos tectónicos en el modo en que experimentamos el pensamiento, la cultura, la sexualidad, la economía y todo lo demás». El «estigma» de haber nacido en medio de la revolución digital reaparece de diversos modos y con intenciones contrapuestas en las obras de Sebastián Robles, Martín Felipe Castagnet, Leandro Ávalos Blacha, José Retik, Gonzalo Gossweiler y Lucila Grossman.
Ganador del premio de novela Bienal Arte Joven Buenos Aires 2019 con Bajo lluvia, relámpago o trueno (Entropía), Fermín Eloy Acosta (1990) cuenta que, a la hora de escribir ficción, le interesan «las ambigüedades y los vínculos entre distintas fronteras de lo vivo: animales, plantas, personas; el juego con los límites entre cuerpos, órganos, géneros y sexualidades y, en gran medida, el trabajo con personajes extraños, outsiders, freaks; también, la potencia que pueden ofrecer los universos fantásticos y la forma en que puede contaminar los cimientos del realismo». Algo similar se puede decir sobre las novelas y los relatos de Diego Muzzio, Iosi Havilio, Sebastián Martínez Daniell y Roque Larraquy.
«Mis obsesiones fueron modificándose con los años -cuenta Denis Fernández (1986), narrador y editor-. En los primeros libros, como Monstruos geométricos (17Grises) o Cero gauss (Notanpuan), busqué abordar temas relacionados a la ciencia, la genética, un futuro apocalíptico, el caos causado por el ser humano. Ahora estoy más concentrado en un universo de orden sincrético: la existencia de plantas curativas, la ayahuasca, enfermedades vinculadas a creencias populares, el papel de los antepasados. Esta obsesión se vincula más al terror que a la ciencia ficción». José María Marcos, Hernán Domínguez Nimo y Nicolás Correa comparten el interés por el género del terror clásico (adaptado a circunstancias y escenas locales), mientras que Yamila Bêgné (1983), que acaba de publicar La máquina de febrero (Leteo), transforma el discurso científico en un vector de inestabilidad. «Me interesa recorrer distintas estructuras formales y encontrar potencialidad narrativa donde aparentemente no había más que andamios -dice Bêgné-. Siempre me atrae abordar discursos estables, como los de la física o la geología, pero también los del espiritismo y las mancias, y pensarlos como forma de una sensibilidad: necesito aprehenderlos hasta transformarlos en sustrato para narrar».
Con el nuevo siglo, la poesía joven cobró en el país una fuerza inusitada gracias a festivales, lecturas y el trabajo tenaz de editores de los sellos independientes; en los últimos años, además, se sumó el impulso de las redes sociales. «Algo que las redes hicieron posible en estos años es que el contacto con lectorxs se vuelva estrecho y fluido -dice Guacha Wachi (1981) desde Rosario-. Lo que me pasó con Machos de campo (Baldíos en la Lengua) y ahora con Poesía Molotov (Le Pecore Nere) es que todos los días recibo un mensaje con una foto, una devolución o una reseña que un lector, con mucho amor hizo. Creo que hoy la literatura es posibilidad de vida, pero también de una comunidad afectiva, que hace posible que vivamos mejor». Internet, además, dinamizó la autoedición. «Hay una movida interesante en la autogestión y cada vez crecen más los poetas en redes como Instagram o Facebook -señala el actor y poeta Darío Conrado (1981)-. El contexto nos llevó a difundir por esos medios; hoy es difícil que te editen, la crisis y el desinterés de algunas editoriales hace que los autores nos autoeditemos».
Para Gustavo Yuste (1992), autor de La felicidad no es un lugar (Santos Locos), la melancolía, «saber que todo tiene una fecha de caducidad», es una constante en la producción poética actual. «Es propio de mi generación no poder aferrarse a grandes relatos, habernos preparado en la infancia para un mundo que no existe más o está en sus estertores. Eso se puede ver en muchos ámbitos: en las crisis constantes del capitalismo, en el plano sexoafectivo e incluso en los géneros literarios, donde todo confluye más que antes».
Desde Córdoba, la poeta Elena Anníbali (1978), autora de Curva de remanso (caballo Negro), dice: «A la hora de escribir, prefiero no hacer familia con nadie. Libro a libro, busco sentirme en medio de una sana incomodidad, incluso respecto de mis libros precedentes. Cuando estoy incómoda no me estoy repitiendo. Si no me repito es que todavía estoy en la búsqueda». Con la incomodidad como divisa y motor, la literatura argentina del nuevo milenio expande los límites de mundos imaginarios, reales y posibles.ß
Cuatro novelas desenfadadas, por Elsa Drucaroff
¿Qué distingue a las nuevas voces literarias de las anteriores? No lo seguí investigando luego de publicar Los prisioneros de la torre (Emecé) hace diez años, pero sigo leyendo narrativa argentina y tengo una intuición que hay que demostrar: esa mancha temática de apatía que llamé en Los prisioneros de la torre «vivos que viven como muertos», el no acontecimiento, esa literatura que proponía una inquietante inmovilidad, sospecho que a partir de la segunda década del siglo XXI empezó a disminuir. Algunes siguieron escribiendo en esa línea, pero antes era muy presente y ahora esa mancha temática empezó a perder protagonismo. Hoy se escribe una literatura mucho más tomada por el acontecimiento, la peripecia, la velocidad, como tendencia general.
Propongo cuatro voces nuevas que me interesan mucho: Pablo Baler, escritor y crítico argentino que enseña en California, publicó Chabrancán (Ediciones del Camino), novela ácida, bizarra, desopilante, muy afín a la narrativa actual argentina pero además distinta: profundamente poética, erótica y personal. Es un relato impredecible sobre un fin de mundo lisérgico, un aleph apocalíptico, un coágulo global. Baler tiene otros libros insólitos difíciles de hallar, pero por suerte este salió en la Argentina. Otra voz nueva: Lucila Grossman publicó Mapas terminales (Marciana), que también dialoga con la ciencia ficción; hay un trabajo con la voz notable, muy gracioso: una voz de adolescente del siglo XXI ácida, muy irónica. Es una novela sobre la tecnología y la alienación generacional, que da una vuelta de tuerca muy inteligente a la cuestión femenina del cuerpo. Se engolosina un poco con sus aciertos pero es la primera novela de alguien muy joven que desborda de audacia y cosas para decir.
Una nena muy blanca, de Mariana Komiseroff (Emecé), me gustó mucho. Es una de las pocas novelas que apelan a convicciones feministas y denuncia social sin reducirse a bajar línea porque no renuncia a las contradicciones, las preguntas molestas; busca profundidad, no certezas. La literatura que lo único que hace es confirmar lo que ya sabemos y pensamos políticamente me aburre, aunque confirme lo que yo pienso. Esta novela no aburre: explora voces y subjetividades.
Dolores Reyes publicó una preciosa, lírica y mágica novela, Cometierra (Sigilo). Así como Komiseroff investiga un registro realista, Reyes también construye un entorno social, el mundo de los excluidos, y también es central la cuestión de la violencia de género. Pero va más allá del realismo: es una novela de brujería y de crecimiento y formación de una mujer, donde la magia y la brujería están enredadas con ese proceso de formación subjetiva. Esto hace al personaje muy rico y habilita un lenguaje que mezcla el lirismo con el registro popular; no busca registrar un habla social, como consigue muy bien Komiseroff; tampoco se asfixia por su ideología política, aunque esté. Las dos novelas reformulan el realismo social de denuncia.ß
La autora es investigadora, ensayista y narradora. Su libro más reciente es el volumen de cuentos Checkpoint (Páginas de Espuma)
Literatura argentina del siglo XXI, por Maximiliano Crespi
Si lo que se suele llamar nueva generación de la literatura argentina de este siglo describe en principio los proyectos de un conjunto de autores surgidos a partir de la cesura constituida por 2001, ya resulta indiscutible que hay activa una novísima generación cuya emergencia se da una década después, en lo que podríamos llamar la «primavera cristinista». El corte puede discutirse, lo sé, pero creo que es más eficaz que el corte etario a la hora de pensar críticamente los proyectos.
Es más: intuyo que hay, de hecho, entre una y otra camada, una diferencia sensible de humor o, mejor dicho, de temperamento; y que, analizada con atención, permitiría elucidar expectativas, compromisos y desplazamientos tácticos en esos contextos. Va de suyo: tanto en una como en otra generación se pueden hallar proyectos complacientes y proyectos críticos. Pero, puesto a pensar la segunda, estoy tentado a mencionar un puñado de nombres que destacan por la consistencia casi programática de los proyectos que formulan y llevan adelante. Mauro Libertella y Mercedes Halfon desde la autoficción, y Francisco Bitar desde una ficción desdoblada, han conseguido sin duda instalar poéticas narrativas identificables. También Luciano Lamberti, ya mudado al fantástico. En los alrededores de la ciencia ficción, Hernán Vanoli, Sebastián Robles y Martín Castagnet presentan un rostro inquietante, si no aterrador, del presente que día a día nos atropella. Algo de eso pero también algo nuevo emerge en los primeros libros de Paula Puebla, Lucila Grossman, Fernando Krapp y Agustín Ducanto. Es claro que Puebla y Grossman están produciendo una ficción virulenta, crítica pero un poco equilibrista: escriben cuidándose de no caer en los facilismos de las posiciones políticamente correctas y sin hacer tampoco militancia de la incorrección; noto ahí un desafío, una bocanada de aire fresco como la que, en el plano del ensayo, llega de la pluma de Florencia Angilletta. El fantástico de Krapp y de Ducanto es oscuro, denso, desolador: una ficción que está rumiando un malestar que se prolonga como una pesadilla sin cierre.
Esperar sin esperanza, decía David Viñas, convierte el tiempo en rutina y las convicciones en prejuicios. Por eso sigo leyendo todo lo que se publica y está a mi alcance. Abandono la lectura solo en dos situaciones: al corroborar que es más de lo mismo (literatura de taller) o al percibir el caldo de la demagogia. Pero me entusiasmo mucho cuando encuentro por ahí cosas sueltas que podrían volverse proyectos: la primera novela de Mariano Vespa, un libro de cuentos de Camila Fabbri, un puñado de poemas de Sofía de la Vega, una ficción alegórica de Michel Nieva, un ensayo de Martín Zariello o Agustina González Carman, etcétera. Pero, si tuviera que responder con un nombre, no dudaría en plantear lo que para mí es una convicción: la obra más intensa y políticamente sustancial de la literatura argentina del siglo XXI es la de Carlos Godoy. ß
El autor es editor, investigador y ensayista. Su libro más reciente es Tres realismos: literatura argentina del siglo 21 (Nudista)
Fuente: Daniel Gigena, La Nación