Jean-Paul Sartre había dictaminado que la existencia precede a la esencia, que la esencia solo podía cuajar con el final de la vida. Cohen sostuvo más tarde que el problema de Sartre era que nunca había perdido la cabeza, pero en 2016, cuando murió, ya octogenario, cumplió a su personal manera esa tesis algo pasada de moda. Del poeta de la desesperación de los comienzos al «risueño Len» de la etapa intermedia, y de ahí al escéptico maestro algo zen del último período, había sumado no una sino muchas vidas esenciales.
El aura de Cohen, sin embargo, sigue expandiéndose todavía hoy, como prueba la publicación de dos libros que le agregan nuevos contornos a su figura. La llama (Salamandra) reúne el que iba a ser su último libro de poemas, al que se suman las letras de sus últimos cuatro discos, dibujos y una selección de cuadernos personales. Cohen por Cohen(Planeta), organizado por Jeff Burger, compila a su vez más de cincuenta entrevistas, desde mediados los años sesenta hasta 2012, que dan forma a una monumental, involuntaria biografía en movimiento.
Cohen dio que hablar hasta el último suspiro. Semanas antes de morir, lanzó un último disco, You Want It Darker, que respira en cada compás, con aceptación, su despedida del mundo. No podía, sin embargo, con su genio irónico. El estribillo del primer tema, que da título al album, puede considerarse la síntesis exacta y escéptica de las fuerzas opuestas que lo tensaban. Después de dirigirse a Dios (sin nombrarlo con esa palabra) y anunciar que su llama va a apagarse para siempre repite como un mantra: «Hineni, hineni/ Estoy preparado mi señor». «Hineni» es la palabra hebrea para «heme aquí» (la dice Abraham en La Biblia), pero Cohen la hace sonar casi como «hey baby, hey baby». En la misma dicción, se las arregla para conciliar dos líneas de su poesía: el espíritu religioso desconcertado, que figuraba en tantas de las canciones que llevan su firma, y su sensualidad de viejo juglar impenitente.
La salida de You Want It Darker coincidió con el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, que Cohen celebró, desinteresado de su propia candidatura. A diferencia del bardo de Blonde on Blonde, que siempre renegó de que sus letras fueran literatura, Cohen nunca hizo distinciones. Como explica Adam Cohen en La llama, su padre -un artesano más clásico y meditabundo- escribía primero poemas, que después recibían su música correspondiente.
Anverso y reverso de un mismo fenómeno -el cruce de música y poesía de los años sesenta-, Cohen cuenta en una entrevista cómo Dylan le preguntó alguna vez cuánto tiempo le había llevado a componer «Hallellujah». «Un año», mintió, porque había sido bastante más. Cuando le hizo a Dylan una pregunta similar por uno de sus temas, la respuesta lo avergonzó: «Quince minutos». Compartían, fuera de las cuestiones de velocidad compositiva, otras cosas: el orígen judío y la necesidad de escapar del lugar de origen.
Cohen nació en 1934, en Westmount, un suburbio de Montreal, ciudad de lengua francesa, aunque en una familia judía angloparlante, muy practicante. Su padre murió cuando tenía nueve años, y Leonard siempre sentiría una culpa silenciosa por el camino personal que se había trazado. Tocó de quinceañero en algún grupo de música country, pero lo primero fue la literatura. De la universidad salió con un título de profesor, aunque con un desprecio visceral por la enseñanza. Se volvió admirador de Federico García Lorca (su hija se llama así, Lorca) y se sumó a un grupo poético de Montreal. Pronto, gracias a una beca, se instaló en una isla griega, donde permaneció episódicamente ocho años puliendo más libros de poemas (a Comparemos mitologías le siguieron La caja de especias de la tierra, 1961, y Flores para Hitler, 1964) y sus dos novelas: la semiautobiográfica El juego favorito (1963) y Hermosos perdedores (1966), que con sus francas descripciones sexuales cosechó por igual fanáticos y repudios.
Empezó a ponerle música a sus poemas, cuenta en una de las entrevistas de Cohen por Cohen, para rondar a las chicas y compensar su aspecto poco agraciado. Más tarde, en «Chelsea Hotel #2», le hará decir memorablemente a Janis Joplin tras un encuentro amoroso: «Somos feos, pero tenemos la música». ¿Qué lo llevó a saltar de la literatura al escenario? Su respuesta es clara: porque las buenas críticas no daban de comer.
Cohen recaló en Nueva York, donde pronto lo contrató John Hammond, el mismo productor de Dylan. Algunas de sus canciones, como «Suzanne», ya eran conocidas en la voz de otros intérpretes, peroThe Songs of Leonard Cohen (1967), su primer disco, lo entronizó como un cantante que, más que de la voz (monótona y oscura) o el instrumento (la guitarra, que no tocaba particularmente bien), depende de la palabra. En sus primeras incursiones públicas, no tenía problemas en definirse por la negativa («la persona más triste aquí soy yo», dijo alguna vez) ni de proponer una versión melancólica de sí mismo, entre la depresión, la lujuria y la fantasía de abandonar los conciertos para siempre.
Cohen, contra todo, se sentía más cómodo en el ambiente musical que entre camarillas literarias. Hizo giras, participó de alguno de los grandes festivales de la época y fue grabando discos ( Songs from a Room, 1969; Songs of Love and Hate, 1971) que perfeccionaron su status de trovador, más cerca de Jacques Brel que del folk de los inicios. La debacle llegó con The Death of a Ladies’ Man (1977), el errático álbum producido por el famoso y desquiciado Phil Spector, que aparecía armado en las sesiones de grabación y secuestraba las cintas para que ni siquiera el cantante tuviera acceso a ellas.
La carrera de Cohen había sido lenta y, al mismo tiempo, meteórica, como muestra la minuciosa reconstrucción propuesta por la colección de entrevistas. Había escrito algunas de las mejores canciones de la época, pero no bastaba. «La función básica de la música popular -dirá en 1985, año de vacas flacas- es crear un entorno para cortejar, hacer el amor y lavar los platos […] A veces la industria de la música es hospitalaria con la innovación y la excelencia, y a veces no. En este momento no lo es: está bajo el control helado del dólar».
Hubo que esperar a I’m Your Man (1988), donde aparece con teclados y un toque dance, para que se lo volviera a tener por un compositor central. Si en «Famous Blue Raincoat», a comienzos de los años setenta, había escrito la más perfecta canción sobre un triángulo amoroso, en el tema «I’m Your Man» -donde promete subir a un ring a boxear si se lo pide la mujer invocada en la canción- proponía un himno a la humildad amorosa.
En 1991, la salida de un disco tributo, I’m Your Fan, ideado por un periodista francés, puso a toda una nueva generación en contacto con sus temas, incluyendo los más recientes, que se convirtieron en clásicos instantáneos en las manos de otros: R.E.M. versionó «First We Take Manhattan»; The Pixies, «I Can’t Forget», y Nick Cave deconstruyó «Tower of Song» -tal vez el tema más original que haya escrito Cohen alguna vez- para volverla una canción móvil: su interpretación mutaba de género, de balada negra a rockabilly, a lo largo de un puñado de minutos. El disco también incluye la versión que John Cale hizo de «Hallellujah», por entonces un tema perdido de su discografía, que terminaría convertido en standard, desprendido para siempre de su creador original. Es uno de los karmas de Cohen: cualquier intérprete que se topa con sus canciones las convierte de inmediato en oro, como si les pertenecieran.
Era el momento del come back, pero después de The Future (1992), Cohen, siempre atento a sus angustias, se bajó de escena para cumplir con un viejo anhelo espiritual: se retiró a un monasterio budista en las afueras de Los Angeles, donde fue ordenado monje. Permaneció allí más de cinco años. «Es difícil hablar de las razones por la que haces algo. Nunca estoy muy seguro de por qué hago lo que hago. Pero lo maravilloso que me sucedió en Monte Baldy [el monasterio] es que descubrí que no tenía aptitud para la religión, que en realidad no era un hombre religioso», le revela a una periodista sueca.
Como querían algunos viejos poetas, Cohen terminó por hacer de su vida -la última de sus muchas vidas- una obra ejemplar. Acentuó su perfil dandy (traje, sombrero, como hubiera querido su padre, sastre de oficio), grabó un puñado de discos más y hasta se lanzó como un cruzado a «recuperar su pequeña fortuna», concierto tras concierto, después de que su agente lo estafara y lo dejara en la estacada. Por lo demás, se dedicó a esperar, más cerca de la sabiduría que de la desesperación original, como lo prueba, susurrando para siempre, el «I’m ready my lord» («Estoy preparado mi señor») con que eligió decir adiós.