Están siempre ahí, al alcance de la mano. Es cuestión de tomarlas de la góndola de un negocio o sacar solo una, ya lavada y fresca, de un cajón de la heladera en una casa. Pero no siempre fue así. La globalización y la tecnología hicieron posible que, en un hogar promedio, adentro de una fuente puedan convivir: un ananá, una naranja, arándanos y frutillas, algunas bananas, un kiwi. Y aunque habrá quienes frente a ese listado piensen que tienen casi cerrado el postre navideño, no muchos sabrán que cada una de esas piezas dulces está ahí después de años de cultivos de un continente a otro, de batallas y guerras por el monopolio de alguna de ellas: viajes oceánicos y de semillas.
Sobre estos descubrimientos, relaciones de poder y fascinaciones humanas a lo largo de la historia por esos gajos, pulpas, jugos y mieles, trata el libro del periodista científico Federico Kukso: Frutologías. Historia política y cultural de las frutas (Taurus). Este nuevo título del autor dialoga bien con otro anterior suyo, como es Odorama: Historia cultural del olor.
Kukso (Buenos Aires, 1979) tiene una especialización en Historia de la Ciencia en la Universidad de Harvard, Estados Unidos, y fue becario del Programa Knight de Periodismo Científico del MIT. Su pasión por la ciencia empezó en sus días de infancia, y lo recuerda así: “Había una revista, Muy interesante, yo la leía de chico. A los 6 años mi papá me la regaló”. Con el tiempo, publicó sus notas en ese medio. El periodista metódico que puede trabajar varios proyectos a la vez, es autor también de otros títulos: El baño no fue siempre así, Dinosaurios de América Latina, Dinosaurios del fin del mundo, Todo lo que necesitás saber sobre ciencia.
Desde la tapa, Frutologías invita a la lectura: letras doradas y en relieve del nombre sobre el fondo negro, y la foto de un cuadro de Caravaggio que abre el juego al lugar de las frutas en el arte. Como también sucede en el interior del libro, donde las reproducciones a color de otras obras enmarcan los contextos históricos y culturales sobre los que se asienta la investigación.
En la introducción al libro, se lee: “Las frutas son el primer gusto, fueron nuestro alimento primigenio; antes de que nuestros antepasados dominaran el fuego y el arte de cocinar”. Entonces, ¿de qué manera cada quien lleva esa información casi tan de inconsciente colectivo, en su mapa del gusto? O como se pregunta el autor, ¿por qué existen las frutas? Y responde: “Es una estrategia desarrollada por la naturaleza a lo largo de millones de años para alentar a aves, mamíferos, a que dispersen su semilla. De alguna manera, somos títeres de la naturaleza”.
Eso que antes hacían los animales, hoy la industria de la alimentación posiciona nuevos mapas. Sobre todo, ese arco que va desde las primeras frutas degustadas por la humanidad hasta la ciencia y su intervención, Kukso lo presenta con una estructura dividida en tres partes: “Frutos del deseo”, “Frutos de la discordia”, “Frutos de la pasión”.
“Soy periodista –dice Kukso–, siempre empiezo con una pregunta y trato de acompañar al lector. Fui aprendiendo a lo largo de mi investigación”. Cada capítulo tiene una variedad temática de fuentes consultadas, por eso la bibliografía al final tiene varias páginas.
“Como lo trabajo en el libro, las frutas atraviesan toda la historia de la cultura humana, todo tipo de arte, películas, expresiones y, sin embargo, ¿cuánto sabemos de una manzana? No solo la genealogía. ¿Cuánto sabemos de que en otras épocas la banana incentivó masacres en Colombia?, por ejemplo. El libro buscaba eso. Siempre digo que mis notas y mis libros son muy egoístas: porque busco satisfacer mi curiosidad”.
A propósito del fruto amarillo dulce, en el libro se lee que ya en el siglo XVIII, el sueco Carl Linnaeus, conocido como el padre de la taxonomía moderna, llamó “musa paradisíaca” a la banana. Pero no fue el único que se fascinó con una pieza natural. “Cada botánico que se cruzó con una fruta novedosa para su paladar vio en ella un regalo deslumbrante del cielo”, señala Kukso en Frutologías.
La banana fue una de las más codiciadas. En el capítulo “Las guerras dulces”, Kukso cuenta todo sobre esta fruta que tantas ambiciones despertó. Llegó a América a principios del siglo XVI, “tras haber sido domesticada en el Sudeste Asiático hacía entre ocho y diez mil años”. Se pueden encontrar más de mil tipos de bananas en todo el mundo.
“Cuando uno habla de una banana – subraya Federico Kukso–, no sabe que está manchada de sangre en términos históricos. Todo resuena en el país bananero. La banana es tan rica y, sin embargo, oculta una historia trágica. Hay un ejemplo muy interesante de cambio de marketing: a la gran empresa de producción de bananas United Fruit Company, que es la que promovió golpes de Estado en Centroamérica, le cambiaron en las últimas décadas el nombre. Hoy se la conoce como Chiquita. Cada vez que uno muerde una fruta, está comiendo la historia, de alguna manera, y no lo sabe”.
Cada pieza tiene un color. Una textura. Y además del placer al comerlas (y olerlas, como la frutilla y el ananá; tocarlas, uvas, arándanos), está lo que dan. “A través de las frutas, ingerimos la naturaleza, degustamos la luz solar, las tormentas, la fuerza incansable del viento y el suelo”, se lee en uno de los pasajes del libro que narra cómo las frutas son el punto de encuentro de tradiciones, creencias religiosas, expresiones artísticas e investigaciones. Y fueron nada menos que la causa de nuestra expulsión del paraíso.
“Con una manzana asombraré a París”, exclamó Paul Cézanne a finales del siglo XX con la soberbia de un vidente. Y así lo hizo. El pintor impresionista retrató en más de una decena de ocasiones la presencia poderosa de esta fruta, inmortalizó su carga erótica. La empleó como un médium para invocar a la naturaleza de una manera absolutamente inolvidable, imperdible. La capital francesa y el mundo aún no se recuperan.
Kukso hace referencia en el libro a un cuadro como obra de arte, pero también como forma de documentar la relación entre un hombre y un ananá. Al pie de la foto, el lector encuentra esto: “El rey Carlos II de Inglaterra recibe el primer ananá cultivado en suelo inglés de manos de su jardinero real, John Rose. Hendrick Danckerts, 1675. (Royal Collection)”. Y desde este dato clave sobre el ananá, el periodista dice: “La fruta siempre significó la abundancia. Cuando se las exhibía, no siempre era para comerse. Por eso, cuando vas a Versalles tenés al lado un jardín de naranjos, porque los grandes reyes, con el desarrollo de sus invernaderos, quisieron controlar la naturaleza. Cuando muestro en el libro un cuadro en el que hay un rey inglés con un ananá, era como alguien que exhibe un Lamborghini. Quien no conoce esa historia y ve ese cuadro, ve a un tipo con una fruta que no tiene ningún significado. Para volver a la historia de acá, en una ensalada de frutas vos estás comiendo un ananá y, hace unos siglos nomás, si comías ananá eras como un rey”.
Cada una con su piel, cáscara. En todos los colores: pálidos o brillantes. La morfología de la fruta es soñada. Este aspecto también fue investigado y analizado por el autor. “La fruta, como en el caso de la banana, tiene el packaging perfecto. Una portabilidad. Como digo en el libro: la esencia de la fruta es viajar. Toda fruta que comés, atravesó durante miles de años, océanos. Fueron modificadas”.
En este sentido, Kukso plantea cómo es la relación entre esos viajes de las frutas y en qué sentido se produce una modificación: “Hay un ejemplo de una pera. Alguien que va a un supermercado de Estados Unidos y compra un envase de plástico de peras rebanadas y en el envase dice: peras cultivadas en Argentina y envasadas en Tailandia. Esas peras que esa persona come, viajaron dos veces por el Pacífico: De Río Negro a Tailandia, de Tailandia a Estados Unidos. Eso es algo que está bueno pensar: la huella de carbono en los alimentos que comemos. Es decir, no nos preguntamos de dónde viene la comida que comemos. Uno hace algo tan artificial como ir al supermercado, agarrar y pagar y no sabés dónde se cultivó”.
Las frutas y sus semillas lograron ser llevadas por los animales, por el viento. Y parece que hasta los humanos agudizaron los sentidos para facilitar la recolección. “Los paleoantropólogos sostienen que nuestra visión se agudizó para detectar los colores de la fruta madura. Nuestras manos se volvieron hábiles para recogerlas, y aquellos antiguos ancestros probablemente desarrollaron un torso erguido para recoger con mayor habilidad los alimentos cargados de dulzura de las ramas de los bosques tropicales”, escribe el autor.
Ahora bien, ¿cómo es la relación actual del sujeto con la fruta? Después de atravesar la investigación de Frutologías, Federico Kukso desarrolla un análisis. “Me parece que nos hemos separado de la naturaleza. Mi abuelo tenía una quinta y yo de chico agarraba el quinoto de la planta. Sabía que venía de ahí. Ahora, preguntale a cualquiera. Yo no sé dónde se cultiva la cebolla que puse hoy en la ensalada. Sobre todo, para valorar el comer local. No se habla de en qué lugares de la Argentina se producen tales cosas. Saber que esa fruta extraña que yo conocía a fines de los 80 en el colegio (kiwi), ahora se cultiva en toda la zona de la provincia de Buenos Aires, cercana a Mar del Plata. O que en Jujuy se produce la fruta del dragón, una exótica del sudeste asiático”.
Saber para elegir. Que es otra forma de decidir. “Parece que nos falta cultura de saber de dónde viene la comida que comemos – reflexiona Kukso–. Porque de repente va a haber una sequía o un incendio como hubo en Córdoba y no va a haber esa fruta que comías. Para que te des cuenta de que el cambio climático, los incendios te salpican, te tocan. Uno tiene esa seguridad casi de cosmopolita, de: eso no me atañe, no me salpica, pero de repente cuando no tengas ese mango o esa palta, ahí te vas a dar cuenta”.
Es evidente que hay una relación del hombre con las frutas. “Así como uno tiene una primera vez sexual, uno tiene una primera vez con las frutas –analiza el autor–. Me sorprende que en esta época de tanta abundancia, de tanta ciencia, todavía existan pequeños momentos de descubrimiento y asombro. Encontrar momentos de asombro en esta época, cuando estás bombardeado de información, cuando pensás que ya se descubrió todo. Me parece que en este libro uno termina más enriquecido culturalmente de las cosas cotidianas que comemos”.
Fuente: Marcela Ayora, La Nación