Desde 1501 empezaron los envíos de libros a América. Eran “misales romanos, breviarios, devocionarios y obras de índole religiosa”. La autorización más remota data de 1534 a religiosos franciscanos. Todo esto lo precisa Domingo Buonocore en su libro Libreros, editores e impresores de Buenos Aires, editado en 1944.
El autor señala que desde 1531 se suceden leyes prohibitivas contra “libros de romance o imaginación”, por temer que los originarios “se entregaran a la lectura perniciosa de los profanos y abandonaran, en cambio, los catecismos”. El tribunal de Inquisición de Sevilla tenía a su cargo la requisa de estos libros.
Entre las obras literarias más difundidas y leídas en América estaban «La Celestina», de Fernando de Rojas; «El lazarillo de Tormes»; «La Galatea» de Cervantes y el Quijote.
Pese a la censura se introdujeron en forma clandestina libros que fueron hallados, más tarde, en bibliotecas privadas: el Quijote, el Amadis de Gaula; Deleitar aprovechando de Tirso de Molina; los proverbios de Seneca, La vida del Buscón, de Quevedo, las Coplas de Jorge Manrique; las obras de Góngora, el Conde Lucanor. Una de esas bibliotecas era del arquitecto Melchor Pérez de Soto, muerto en la cárcel de la inquisición en 1655.
Las bibliotecas más importantes estaban en conventos y monasterios. Una de las más notables fue la del obispo Manuel Azamor y Ramírez, donde se encontraron, entre los libros prohibidos, una edición en francés del Paraíso perdido de Milton, El Contrato Social de Rousseau, la Historia de la América de Robertson y el Diccionario Histórico de Bayle.
Como se señala en Fahrenheit 451, de Ray Bradbury: “¿Se da cuenta, ahora, de por qué los libros son odiados y temidos? Muestran los poros del rostro de la vida”.
Fuente: Clarín