Para adelante. Isabel Allende confía en su escritura y en su corazón. / EFE
Aunque nació en Perú y vivió la mayor parte de su vida por el mundo, Allende es chilena: así lo declara, por si acaso, en la presentación de su novela en Santiago. Vive en California pero siempre vuelve y aquí, en septiembre de 2018, murió su madre. Su padre –es su padrastro, pero ella lo considera así– se fue este enero. Un día antes de esta entrevista, la escritora había ido al mar, en la playa de Concón, a llevar las cenizas de su mamá. Todo eso se le ve en la cara aunque, a los 76 años, tiene una larga carrera profesional y se sienta y sonríe y no rechaza ninguna pregunta.
Un barco salvador. Portada de «Largo pétalo de mar», de Isabel Allende
Pero sus protagonistas –la joven pianista Roser y el casi médico Víctor Dalmau, que luego será cirujano del corazón– consiguen subirse a un famoso barco que el poeta Pablo Neruda fletó hacia Chile, cargado con 2.200 refugiados republicanos. “Que la crítica borre toda mi poesía, si le parece. Pero este poema, que hoy recuerdo, no podrá borrarlo nadie”, dirá Neruda más tarde y no hablará de letras sino del barco. La historia los seguirá en este país –el “largo pétalo”– hasta el golpe de Pinochet, otro exilio y más. No faltan el amor, el desprecio de la derecha conservadora ni el tráfico de niños a cargo de la Iglesia Católica.
–¿Por qué volver sobre la Guerra Civil ahora?
–Los últimos tres libros que escribí tratan del tema del desarraigo. De gente que ha estado desterrada, que son inmigrantes, que son refugiados o que simplemente se tienen que ir. El tema está flotando en el aire, con tanta gente desterrada. A mí me toca en lo personal por haber sido desterrada política y después inmigrante. Y tengo una fundación que trabaja en la frontera entre Estados Unidos y México.
En Chile. Isabel Allende en la presentación de «Largo pétalo de mar» en Santiago de Chile, este lunes, / Penguin Random House.
–Y son bien recibidos en Chile
–Fueron muy bien recibidos. Y le dieron a Chile más de lo que recibieron.
–¿Por qué la selección de Neruda?
–Neruda tenía instrucciones muy claras de traer obreros especializados que pudieran enseñar sus oficios. ¡Pero era Neruda, pues! Era Neruda, que tenía a España en el corazón. Amigo de pintores, intelectuales, impresores, libreros. La Iglesia Católica, los conservadores, no querían que llegaran, eran los rojos. Pero el pueblo los recibió con los brazos abiertos. Y sigue siendo así, acá hay muchos venezolanos, haitianos… Somos un país lejano que no ha recibido tantas migraciones. Hay espacio. Y todavía no tenemos una campaña de terror, como en Estados Unidos o Europa, que aproveche a los inmigrantes para echarles la culpa de todo, como antes a los judíos.
–Tanto en el campo de concentración francés como en el barco, resaltás que los refugiados se organizan de modo creativo. En esos lugares leen, inventan una orquesta sin instrumentos… ¿hay una nostalgia de una generación con ideales, gran capacidad de resistir y amor a la vida?
–En las circunstancias más difíciles, uno saca lo mejor de adentro, la fortaleza que no sabe que tiene. Vivimos muy cómodamente.
–¿Demasiado cómodamente?
–Nosotros. Estamos hablando de los privilegiados del mundo. Como cuando me preguntan del feminismo y me dicen: “Hemos hecho tanto”… Hemos hecho tanto para ciertos grupos de gente. Falta por hacer el resto del mundo.
–Pero parece que hay límites. No es una época muy progresista.
–Al final de cuentas, progresamos. He vivido lo suficiente para darme cuenta de que vamos en zigzag, pero la curva de la historia muestra que no vamos para atrás. Cuando me dicen que todo tiempo pasado fue mejor, no saben de lo que están hablando. No saben lo que era ir al dentista cuando no había anestesia. No saben lo que fue la Segunda Guerra Mundial, o la Primera. Yo nací cuando tiraron las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki. ¿Eso era mejor que esto? Lo que pasa es que uno ve las cosas desde el ojo del huracán, pero como escribo novelas históricas a menudo tengo que mirar la Historia desde atrás.
– Cuando vuelven a Barcelona Roser y Víctor, el país es otro.
–Cuarenta años de dictadura.
Pablo Neruda y el Winnipeg, el barco con el que salvó a republicanos tras la Guerra Civil Española.
–¿No pasó algo así con los exiliados después de Pinochet?
–Sí, estuvieron 17 años fuera, cuando quisieron volver, sus hijos no volvían y llegan a un país donde no tienen espacio ya. El país cambió, sigue herido, nadie quiere saber de los que se fueron, unos les reprochan el haberse ido y no haberse quedado a luchar por dentro, otros les reprochan que fueran rojos, si fueron será por algo.
– ¿Y el país en sí?
–Cambia, Chile cambió tanto… Yo vengo mucho porque mis padres estaban vivos. 102 años tenía mi padre, mi mamá 98. Cuando vuelvo, vuelvo a buscar el país que dejé y que, por supuesto, no existe.
–¿Cómo era ese país?
–El país que dejé –no después del golpe, que era un país aterrorizado– el país de antes, era medio pobretón, sobrio, idealista, politizado. En la época de Allende y antes. Con un alto nivel de educación, que era obligatoria y gratuita para todo el mundo. Los hospitales eran pobres pero para todo el mundo. También había colegios privados y unas tremendas diferencias de clases sociales, pero no había la ostentación que hay ahora. Y las diferencias económicas no eran tan violentas como son hoy. Pero había mucha pobreza. Eso se ha eliminado, casi.
–En un momento, cuando están de vuelta, un personaje le dice a otro “somos de Chile, volvamos”. ¿Y vos?
–No soy muy de ninguna parte ya. No me siento desterrada, pero me siento extranjera siempre. Extranjera en Chile: no me voy a venir, he pasado demasiado tiempo afuera. Y no me siento norteamericana, hablo con acento… soy latina. Soy extranjera en todas partes.
Otro tiempo. Isabel Allende en el año 2000 con una foto de Salvador Allende, que fue presidente de Chile y primo hermano de su padre biológico. /AP
–¿Esa es una buena posición para un escritor?
–Es muy buena porque te obliga a observar. Y si haces preguntas, preguntas lo que los demás dan por sobreentendido.
–¿Por ejemplo?
–Por qué la gente tiene armas. A ningún norteamericano se le ocurre la pregunta.
–Víctor dice: “Los acontecimientos más importantes de mi vida no los decidí yo”. ¿Cómo fue en tu vida?
–Veo la vida como un camino, nos toca recorrerlo. Y de repente, el camino hace un viraje y allá va, y yo no he tenido nada que ver con eso: viene un golpe militar, se muere mi hija. Tengo control sobre cosas pequeñas, ni controlo al perro.
–Al comienzo del libro, hay viejos que resulta que tienen 54 años. Al final, los viejos son capaces, se enamoran, empiezan de nuevo. ¿Cuánto tiene que ver con tu experiencia?
–Cundo me separé de mi segundo marido, tenía 72. Me planteé: A esta edad ¿cómo quiero vivir? Quiero escribir, no quiero estar con gente ni viajar. Quiero estar tranquila y callada, tener una casita minúscula donde me sienta segura. Dejé todo y me fui a una especie de cabaña al lado del agua. Esa era la vida que creí que iba a tener. Pero me cayó el amor y todo cambió. No se puede vivir sin riesgo.
Roger Cukras, el nuevo amor de Isabel Allende
–¿Y cómo cayó el amor?
–Un señor viudo que vive en Nueva York me oyó por la radio, había leído La casa de los Espíritus, y escribió a mi oficina, donde llegan cientos de mails al día. Le contestó mi asistente. pero al día siguiente escribió de nuevo, entonces contesté yo. Me empezó a escribir todas las mañanas y todas la noches durante cinco meses. A decirme buenos días, mandarme una foto de las rosas de su jardín, qué se yo. Fui a Nueva York a hacer otra cosa y dije: “Voy a conocerlo”. Me invitó a almorzar y yo pensaba: “¿Qué diablos estoy haciendo aquí?”. Entonces le dije: “Has estado escribiéndome todo este tiempo, ¿cuáles son tus intenciones? Tengo 72 años, no tengo tiempo para perder”. Se atragantó con el raviol, te puedes imaginar. Nos vimos esos tres días pero lo invité a dormir al hotel porque dije: “Esta cuestión no puede ser platónica a mi edad”. Me propuso matrimonio inmediatamente, entonces dije: “Está muy necesitado”. Me vino a ver, nos pusimos de acuerdo para vivir juntos. Y este hombre tan formal, que nunca había tenido cambios, siempre trabajando en la misma firma, el mismo matrimonio, vendió la casa, regaló todo y se vino a vivir conmigo con dos bicicletas y la ropa. Llevamos juntos año y medio. Resultó perfecto. Creo que porque tenemos dos baños y suficientes placares”.
Fuente: Patricia Kolesnicov – Clarín