Así como se dijo siempre que el libro era esencial a la cultura, jamás se pensó antes en que una pandemia obligaría a definir, en el siglo XXI, la palabra “esencial”. Lejos de su significado filosófico, ser o no ser esencial decide hoy, según la legislación de cada país, que se pueda o no vender libros. El mercado editorial y el de las librerías sufrieron en 2020 el golpe más fuerte de las últimas décadas, que ya habían sido durísimas por la evolución en las formas de consumo.
En nuestro país, las ventas cayeron a la mitad desde marzo (en algunos casos se reportó hasta un 70%). La relativamente rápida autorización para que las librerías reabrieran, aun con todos los recaudos, además de la extraordinaria voluntad de los propietarios de negocios independientes, que se encargaron del delivery en persona, contribuyeron -entre otros recursos- a aliviar un estado de cosas que ahora, ante la posibilidad cierta de que el gobierno retire el ATP que tenía el sector (como informó este diario la semana pasada), parece volver a agravarse.
Con el rebrote feroz del coronavirus en Europa, la “esencialidad” o no del libro enfrenta en estos días a gobiernos con editoriales, artistas e intelectuales. Así como Bélgica, uno de los países europeos más golpeados por el covid-19, declaró al libro un “artículo esencial” por la ayuda que representa para quienes deben volver a confinarse en sus hogares, su vecina Francia, sorprendentemente, no lo ve del mismo modo, y ordenó el nuevo cierre de todas sus librerías. Fue en este país donde se llegó a una de las situaciones más absurdas. Tras las protestas de los libreros independientes por la competencia desleal de las grandes cadenas, como la Fnac, que al ser autorizadas para continuar abiertas vendían libros, el Gobierno les prohibió que lo hicieran. Es decir, se les permitió vender desde equipos de audio hasta licuadoras, pero no libros.
Fue entonces cuando esos mismos libreros independientes elevaron un nuevo grito: “Francia ha prohibido el libro. Lo que nosotros pedíamos era poder abrir, no que castigaran a la Fnac”. Anne Hidalgo, alcaldesa socialista de París, se plantó frente al presidente Macron y asumió la defensa de las librerías: “La cultura es esencial, es un error sacrificarla”. La Academia Goncourt suspendió la entrega de su tradicional premio en señal de solidaridad. Además, 250 escritores, editores y libreros, entre ellos el ganador del Nobel, Patrick Modiano, elevaron una carta muy dura contra el presidente francés, quien había dicho que sólo se autorizaría a abrir a negocios de “primera necesidad”. En Barcelona se dio un fenómeno parecido con las librerías independientes y las cadenas como Fnac o El Corte Inglés: allí los libros pueden encargarse online pero las góndolas que los venden están cerradas. Calzado sí, libros no (pero desde otra perspectiva).
El Gobierno inglés, que durante cuatro semanas ordenó cerrar todos sus locales comerciales, coincidió con Francia en la “no esencialidad” del libro, pese a que encuestas realizadas en ese país concluían en que el público lee más durante la pandemia. Al igual que en los Estados Unidos hace tres meses, también allí se lanzó la campaña para no favorecer aun más a los gigantes de internet, como Amazon, que no dejaron de aumentar sus ingresos en venta de libros durante la pandemia. Se calcula que hay unas 850 librerías independientes en el país, la mayoría de las cuales adhirió a esta iniciativa, que también comprende un sitio web común de venta online con el lema “No haga más rico a Amazon. Cómprele a su librero”.
En esta perspectiva, cuando en lugar de cifras frías se mencionan nombres propios, y de fama, el efecto es aun más fuerte. La icónica librería Shakespeare and Company, lugar de peregrinación de tantos turistas a lo largo de la historia, reveló semanas atrás que su futuro era incierto. La emblemática librería de París cuya primera dueña, Sylvia Beach, publicó el “Ulysses”, de James Joyce, en 1922, pidió a sus clientes que la apoyaran después de que sus ventas se desplomaran. La pérdida del turismo fue un elemento crucial. “Hemos bajado un 80% desde el primer confinamiento en marzo, así que a este punto hemos usado todos nuestros ahorros”, tuiteó Sylvia Whitman, su actual propietaria.
Acto seguido hubo un récord de 5.000 compras online en una semana, contra las 100 habituales. En Shakespeare and Company se filmaron escenas de varias películas famosas, como “Antes del amanecer”, de Richard Linklater, y “Medianoche en París”, de Woody Allen.
Algo similar ocurrió en Nueva York con otra emblemática librería de usados, “The Strand” (donde también se rodaron películas como “Tienes un e-mail”). Fundada en 1927 y ubicada en el Greenwich Village, la pandemia y la caída en ventas (y turismo) llevó a su propietaria, Nancy Bass Wyden, a hacer un pedido similar en Twitter. La respuesta fue más impresionante: alrededor de 25.000 órdenes online se registraron en un fin de semana, y su frágil website colapsó al no estar preparado para ese tránsito. Si bien esto es esperanzador, la pregunta que queda en el aire es ¿por cuánto más podrán resistir estas librerías el mal del siglo?
Fuente: Ámbito