En tiempos de uberización de los oficios, los escritores buscan ser reconocidos como trabajadores

Intentan, entre otras cosas, que las editoriales se hagan cargo (durante la duración de los contratos) de los aportes mensuales de la obra social, la ART y la jubilación.

Los premios que edifican una trayectoria, la publicación en una editorial de renombre y los talleres en los que crecen a la par la reputación y la camada de discípulos, camuflan bajo una pátina engañosa de reconocimiento la realidad del oficio de los escritores, una labor que aparece sometida a una cierta «uberización» de la literatura signada por una relación asimétrica de los autores con las editoriales, políticas públicas esquivas para el sector y cierta invisibilización del tiempo y el esfuerzo que implican escribir.

¿Ser escritor es un trabajo a pesar de que no garantice ni un ingreso ni derechos laborales mínimos? ¿La sacralización del oficio repercute en la posibilidad de que los escritores puedan vivir de su obra? ¿Por qué algunos autores sienten pudor al defender el valor de su trabajo? ¿La «uberización de la literatura» es inherente al mundillo editorial o un capítulo más de la crisis económica?

Durante la presentación del programa Libro Argentino, un evento que reunió a editores, escritores y funcionarios a fines de diciembre en Cancillería, Martín Kohan -invitado a dar el discurso de ocasión en nombre de los autores- decidió mostrar el detrás de escena de la literatura argentina e instó a no caer en lo que denominó la «trampa de la sacralización»: «La literatura, la lectura y la cultura tienen un prestigio extendido que roza la unanimidad y eso puede jugar en contra. La literatura, cuando se ve remitida a un olimpo trascendental, no hace sino alejarse de su condición material». Después, cuando resaltó la importancia de abordar desde el Estado la exportación de libros y de derechos para garantizar un ingreso para los autores, hizo un llamado a romper con cierto tabú: «En vez de preguntarle a los escritores de donde viene su inspiración, indaguen en su condición material. Esto requiere de políticas públicas específicas».

Para la escritora Paula Puebla, autora de la novela «Una vida en presente» y del libro de ensayos «Maldita tú eres», asumir la condición material de la escritura implica hoy lidiar con un tabú. «Los autores podemos contar lo que hablamos con nuestros analistas, exponer con quién nos acostamos, enumerar nuestros problemas existenciales, pero no nos animamos a hablar de dinero, de la falta de dinero, de los trabajos que tenemos que generarnos para compensar nuestras horas de escritor o de escritora», reflexiona. Asume que tampoco es un gesto novedoso: «Me parece que la escisión de la escritura y el trabajo tiene que ver con la historia de la alfabetización. Nunca se revisó ese nudo», dice a Télam.

«El mayor tabú no es tanto de qué vive un escritor sino su vínculo laboral encubierto con las editoriales. Hay una relación asimétrica entre ambas partes, pero que intenta disimularse todo el tiempo. Como si fuéramos socios que firman un contrato y no es así», sostiene Sergio Olguín, autor de la saga policial protagonizada por la periodista Verónica Rosenthal, fundador de la revista cultural V de Vian, cofundador de la revista de cine El amante, director de la revista La mujer de mi vida y autor de novelas como «Lanús», «Filo» y «Oscura monótona sangre», con la que ganó el Premio Tusquets en 2009, entre otras. Consultado por Télam, el escritor advierte sobre una paradoja: «Incluso los autores a veces parecen más preocupados por fortalecer el mercado editorial que la relación laboral entre los escritores y las editoriales».

Enzo Maqueira, autor de las novelas «Electrónica» y «Hágase usted mismo» asume que parte del problema radica en que el oficio del escritor es solitario y sin testigos: «Nadie nos ve trabajando, solo se ve el resultado. Desconocen lo que cuesta escribir, corregir y los años que puede tardar ese proceso». Además, les propone a sus colegas hacer un mea culpa y asumir que parte de esa invisibilización empieza en la autopercepción y en cómo se posicionan frente al oficio: «Alimentamos el mito de los iluminados, la idea de un escritor que no se preocupa por el vil dinero caló muy hondo en el imaginario. Es una gran confusión y es muy perjudicial porque obliga a los autores a trabajar a contraturno, a ganar dinero de otra forma y a escribir en el momento que se pueda o a vivir por fuera de la vida digna. Eso nos obliga a una literatura hecha por la clase media y clase alta y deja una huella». En este sentido, destaca como fundamental el trabajo que desde 2017 hacen un grupo de autores desde la «Unión de Escritoras y Escritores» bajo el concepto de que «escribir es un trabajo»; pronto se convertirán en Asociación Civil y ya entablaron un diálogo con representantes del mundo editorial y con el Gobierno.

Olguín coincide en la necesidad de hacer una autocrítica. «Es cierto que queda lindo llenar las fichas en los hoteles poniendo `escritor´, pero a la hora de pensar nuestra actividad deberíamos definirnos como `trabajadores editoriales´, algo que une a traductores, editores asalariados, lectores profesionales y empleados administrativos. O sea, estamos en la misma con todos aquellos que no salen en la foto de solapa de los libros», plantea sobre la necesidad de reconocerse como trabajadores y como parte de la larga cadena de profesionales que intervienen en la industria editorial.

Para analizar el estado de cosas, Puebla hace una salvedad: no todo el trabajo de escritura está mal pago. «En el campo editorial, en términos de adelantos y rendición de derechos, los títulos literarios no tienen nada que hacer al lado de los periodísticos. En ese ámbito sí hay retribución económica y un nivel de formalidad mayor, como si el valor de una palabra y otra hicieran su paralelo con la actividad registrada y la precarizada. Esta me parece que es otra directriz sobre la que se puede pensar: ¿Por qué el periodismo tiene una postura económica activa sobre lo que produce y la literatura no?».

Maqueira también percibe los matices alrededor de cierta dificultad al momento de identificarse como trabajadores. «Algunos prefieren verse como socios de la editorial y no como trabajadores; buenísimo, pero en ese caso les corresponde un porcentaje de la ganancia. Otros, en cambio, se perciben como empleados de la editorial; buenísimo, deberían cobrar algo similar a un sueldo. Por suerte, cada vez hay más registro de que somos parte de una cadena productiva», repasa y pone como ejemplo a la imponente industria editorial norteamericana donde no caben dudas de que es el escritor el que activa un negocio». «Si profesionalizamos el oficio de la escritura, ganamos todos», sostiene.

Con la capacidad de autopercibirse trabajadores (o no), ser escritor en la Argentina implica muchas veces asumir una serie de tareas para poder ganarse la vida que, aun siendo cercanas a la escritura, restan tiempo y energía para la consolidación de una obra: talleres, clases en la universidad, colaboraciones en medios periodísticos, traducciones o correcciones de estilo. «Incluso entre pares, muchas veces, circula cierta sorna sobre las actividades que hacemos para solventar la vida. Nunca falta el que pone en duda tus credenciales, deslegitima tu taller o cuestiona tus colaboraciones en algún medio que no le gusta», cuenta Puebla, quien este año publicará su segunda novela, esta vez en Tusquets.

«Nuestra condición laboral es lamentable -asume, sin vueltas, Olguín-. Somos como choferes de Uber, no tenemos ningún tipo de protección social, pero firmamos contratos de más de diez páginas en los que se nos dice que nos respetan los derechos de autor y el resto son obligaciones de los escritores. De derechos laborales, nada».

Puebla coincide en que la literatura no es ajena a la uberización del mundo del trabajo y, con ironía, va un paso más allá al advertir que muchos autores llevan la dinámica a tal punto que «ponen a trabajar al yo» en textos de autoficción donde el «yo» es también el personaje. Acepta que todo el trabajo extra y variopinto es necesario también para apuntalar la obra: «Además de escribir, lo que en sí mismo implica un montón de instancias difíciles de mensurar, muchas veces tenés que editarte a vos mismo, corregirte, publicitarte, hacerte prensa, caerle bien a los lobbistas culturales para que nombren tu libro en su podcast o su columna semanal, gestionarte traducciones, y un rosario de actividades bastante engorrosas y patéticas. Eso lleva tiempo, un tiempo que se suma a los meses dedicados a la escritura en bruto de una novela o de un grupo de cuentos».

«Ojalá en algún momento podamos equiparar el trabajo editorial con el de las trabajadoras de casas particulares y las editoriales se hagan cargo (durante la duración de los contratos) de los aportes mensuales de la obra social, la ART y la jubilación», ejemplifica Olguín para dar cuenta de hasta qué punto experimentan la precariedad laboral. E insiste en que es prioritario desarmar aquel mecanismo que Kohan definió como «la trampa de la sacralización»: «Debemos empezar a insistir en que somos laburantes y no gente que vive de la inspiración divina».

Fuente: Ana Clara Pérez Cotten, Télam.