Julio Cortázar y Carol Dunlop durante su viaje en una fotografía incluida en su libro «Los autonautas de la cosmopista». Fondo Aurora Bernárdez, CGAI
Hay viajes que causan admiración por su extremo arrojo. Fue el caso de Carol Dunlop y Julio Cortázar, que emprendieron una insólita aventura a bordo de una Volkswagen combi roja (llamada Fafner).
Primera edición de «Los autonautas de la cosmopista» (Muchnik Ediciones)
Su idea fue tan genial como disparatada. Imaginaron recorrer la distancia que separa París de Marsella por la así llamada “autopista del sur” sin salir nunca de ella. Se detuvieron cada día en dos parkings, tras recorrer lentamente durante unos diez minutos la autopista. En uno pasaban la mañana y almorzaban, y en otro disfrutaban de la tarde, cenaban y dormían.
Puesto que había en total sesenta y cinco paraderos, cubrieron la travesía de 800 kilómetros en 33 días. ¡Toda una gesta! Escribieron sus impresiones a modo de diario. Se tituló Los autonautas de la cosmopista y permítanme que sostenga que es uno de los libros de viajes más divertidos y maravillosos.
¿Existe Marsella?
Como toda gran aventura que se precie, sus objetivos revistieron una enorme relevancia:
* Conocer a fondo la autopista del sur y realizar las oportunas especulaciones científicas, como el análisis pormenorizado de parkinglandia y los parkinglandeses, donde “los únicos diferentes, como siempre, son los niños y los perros: saltan de los autos como resortes multicolores, corren entre los árboles, exploran el reino, se maravillan de las flores y los pastos, hasta que un silbido terrible o un ‘¡Henri!’ que parte el aire los devuelven tristemente a la lata de conservas donde entran con la tristeza propia de toda sardina envasada”.
* Verificar la existencia de la ciudad de Marsella, tan lejana de París que más pareciera una quimera. ¡No hay que dar nada por sentado, como nos dicta el espíritu científico!
Dolce far niente
Carol y Julio se dedicaron a la celebración de la vida, el dolce far niente, la dulce ociosidad. Era un bello paréntesis al vértigo de la vida diaria, tan llena de obligaciones y preocupaciones.
Su viaje fue un acto subversivo, el mágico ejercicio de la libertad de dos encantadores lunáticos. Era lo que el filósofo situacionista Guy Debord hubiese llamado “deriva”, es decir, una transgresión en el comportamiento. Se trataría de hacer que ocurra algo inesperado de modo que se generen nuevas experiencias. ¿No es algo insólito hoy en día hacer algo por el simple placer de hacerlo?
Pintura “Dolce Far Niente”, de John William Godward, 1897 (The Athenaeum / Wikimedia Commons)
Deleitarse en el camino
Viajar no se reduce a haber llegado lo más rápido posible a un punto B desde un punto A. Quizás convendría más entretenerse todo lo posible en admirar el territorio que separa estos dos puntos, o en nuestro caso, París de Marsella. Y, por supuesto, perderse por el camino porque es la única manera de encontrarse.
Marsella es la metáfora de todas nuestras metas en la vida, como Ítaca en La Odiseahomérica. ¡Pero lo importante es el recorrido! Lo crucial no es llegar, sino imaginar un horizonte de esperanza que nos señale una dirección. Y no dejarse persuadir por los cantos de sirena para que abandonemos el rumbo.
Carol y Julio no cedieron a lo que se considera normal y se deleitaron en su travesía a contracorriente. Salirse del redil puede parecer una locura e incluso crearnos mala reputación, pero es la única forma de dignidad para espíritus libres.
Carol anotó en el diario:
“O bien la locura se agrava, o realmente entramos poco a poco en este espacio sin límites gracias al cual y más allá de las primeras apariencias se dibuja una segunda realidad que nos permite decir, exhaustos y fatigados y felices, mientras Julio nos sirve Borgoña blanco muy helado a las cinco de la tarde, y mirándonos con una sonrisa llena de serenidad: ¡Qué bien estamos aquí!”.
“¡Qué bien estamos aquí!”
Cualquier autopista se ha concebido para propiciar la mayor velocidad con la mayor seguridad. Es uno de los “no lugares” que Marc Augé definía como espacios diseñados para el tránsito, espacios de anonimato. Pero Carol y Julio no hacían suyo el imperativo de eficiencia. No entendían que ir deprisa fuese a mejorar sus vidas.
Para forjar lugares hay que recrearse, es preciso tomarse su tiempo y vivir en los ritmos de la lentitud y la parsimonia. La aceleración de la vida moderna deshumaniza y domestica, produce irremisiblemente un estado de amarga ansiedad, una sensación de vacío ininterrumpido.
En su lugar, Carol y Julio apreciaron cada uno de los paraderos y convirtieron algo tan frío como una autopista en un poso de recuerdo, en la memoria de las pequeñas alegrías que dan sentido a cualquier vida.
Julio Cortázar bajando de su furgoneta en una fotografía incluida en el libro “Los autonautas de la cosmopista”. Fondo Aurora Bernárdez, CGAI
En un sencillo paradero, las alondras se asemejaban para Julio al poema sinfónico de Vaughan Williams The Lark Ascending: “las alondras no son otra cosa que eso, celebración incesante, como lo somos nosotros a nuestra manera más oscura, con palabras que también quisieran ser música, ser alondras”.
“Una interminable fiesta de la vida”
Raoul Vaneigem avisaba de la necesidad vital de escapar a la inercia de la mera supervivencia. La obsesión con los imperativos económicos nos ahoga en el pantano de las obligaciones. Nos somete a la presión productivista resumida en los dictados “tanto tienes, tanto vales” y “si no produces, no existes”.
Habría que dar su lugar al juego desinteresado, a la parte lúdica de la vida y recobrar el entusiasmo y la curiosidad que apreciamos en los ojos de un niño. Fue lo que Carol y Julio hicieron, casi sin saberlo y sin mayores pretensiones: convertir su viaje en “una interminable fiesta de la vida”.
“Qué poco duró el viaje”
Al término del surrealista viaje, los audaces exploradores descubrieron que en efecto Marsella existe. Sintieron una hondísima tristeza al finalizar su expedición y Carol pronunció una frase tan sabia como sencilla: “Oh, Julio, qué poco duró el viaje…”.
Tumba de Julio Cortázar en el cementerio de Montparnasse, en donde está enterrado junto a Carol Dunlop (Wikimedia commons)
Ambos padecían una grave enfermedad. Carol murió a los pocos meses, antes de haberse publicado su diario de a bordo. Julio se reunió con ella apenas dos años después. Hallaron sin proponérselo el secreto de la felicidad absoluta en un viaje que fue un poema y una de las más bellas y admirables historias de amor.
En el post-scriptum del diario, Julio nos regaló unas bellísimas palabras escritas tras la muerte de Carol:
“Tu mano escribe, junto con la mía, estas últimas palabras en las que el dolor no es, no será nunca más fuerte que la vida que me enseñaste a vivir como acaso hemos llegado a mostrarlo en esta aventura que toca aquí a su término pero que sigue, sigue en nuestro dragón, sigue para siempre en nuestra autopista”.
* Es profesor de Teoría de la Comunicación, Universidad de Castilla-La Mancha.
Publicada originalmente en The Conversation.
Fuente: Infobae