Con ese «desorden de los sentidos» fue precursor de simbolistas, parnasianos, modernistas y de la vanguardia latinoamericana.
El huérfano “maldito” murió a los 46 años en los brazos de su madre. Charles Baudelaire, el poeta francés que pudo ver la belleza en el horror y transformó radicalmente la poesía con Las flores del mal, preservó hasta el final el derecho a ser contradictorio. En el errático catálogo de incorrecciones, tanto ayer como hoy, se le puede adosar, con más o menos ligereza, las etiquetas de misógino, racista, obsceno, adicto, prostibulario, inmoral, reaccionario, antisemita… ¿Quién da más en esta subasta? A doscientos años de su nacimiento, nada se marchita en este poeta precursor de simbolistas, parnasianos, modernistas y de la vanguardia latinoamericana. Se atrevió a explorar lo profundo y lo inhóspito, lo miserable y cautivador de una manera que cambió para siempre la forma de mirar. Como ningún otro poeta abrió los ojos al abismo de nuestro tiempo.
Un siglo antes de que el peruano César Vallejo escribiera el poema “Los heraldos negros”, Baudelaire –que nació en París, el 9 de abril de 1821– supo que hay golpes en la vida tan fuertes como la muerte de su padre Joseph-François Baudelaire en 1827, cuando tenía apenas cinco años. Su madre se volvió a casar con el coronel Jacques Aupick. Baudelaire siempre odió a su padrastro. Ese odio fue tan intenso que hay una versión que sustenta que la participación del joven poeta en la revolución de 1848, donde se lo vio armado en las barricadas del barrio latino, fue por el odio a su padrastro, quien como militar representaba la viva imagen de la burguesía conservadora de París. Uno de sus biógrafos, Mario Campaña, en Baudelaire, juegos sin triunfos plantea que la experiencia de la Segunda República en Francia fue un factor fundamental en la evolución de Baudelaire, que pasó del apoyo y participación a la desilusión terminal.
“El período revolucionario o más bien su pérfido desenlace (…) dejó en Baudelaire una amargura irremediable que el poeta rumió de muchos modos durante el resto de su vida –plantea Campaña-. Esas tristes enseñanzas se convertirán con el tiempo en la punta de lanza que abrirá el camino de su nuevo pensamiento político y social pues al final del período republicano él aprende que ni los obreros ni el pueblo merecen una soberanía que no supieron defender con la República”. No sólo con las armas se involucró el poeta. Junto a su amigo Charles Toubin y el crítico de arte Champfleury fundaron el efímero periódico revolucionario Le Salut Public, nombre que alude al Comité de la Salud Pública de la Revolución Francesa creado por Robespierre, personaje por que el Baudelaire sentía una especie de respeto reverencial.
El hombre agotado
Baudelaire admiraba a Marat, leía y traducía a Edgar Allan Poe, frecuentaba círculos socialistas y periódicos de vanguardia, asistía a reuniones políticas, dirigía cartas a Proudhon y se inscribía en la Sociedad Republicana del socialista libertario Auguste Blanqui. Pero Luis Napoleón, el presidente de la Segunda República, dio un golpe de Estado, que fue convalidado mediante un plebiscito por el que se proclamó la instauración del Segundo Imperio. El capitalismo transformaba la fisonomía de Francia y principalmente de París, que devino gran metrópoli. El poeta se sentió más paria que nunca de esta revolución industrial inexorable y dirigió sus críticas hacia la “religión” del progreso. En sus Diarios íntimos, publicados póstumamente, escribió: “Perdido en este mundo vil, atropellado por la multitud, soy como un hombre agotado, cuyo ojo no ve hacia atrás, en los profundos años, más que desengaño y amargura, y, hacia adelante, más que una tempestad sin nada nuevo, sin enseñanzas ni dolor”.
El poeta francés fue definido como “el Dante de una época decadente, un Dante ateo y moderno, un Dante que vino después de Voltaire, en un tiempo que no tendrá nunca un Santo Tomás” por Barbey d’Aurevilly. Baudelaire es el flâneur, el paseante, el hombre culto que observa los cambios, un nostálgico que es testigo de cómo el arte tradicional no puede competir con la nueva modernidad de las ciudades. Conocía los bajos fondos parisinos como la palma de su mano. Recorría los prostíbulos como quien pasea de un cuarto a otro en una casa amplia y se encontraba con sus amigos Théophile Gautier y Gérard de Nerval en el club de fumadores de hachís. Su experimentación con las drogas está condensada en los ensayos de Los paraísos artificiales (1860). También publicó poesía en prosa, El spleen de París (1862).
Hacía casi una década que corregía los poemas que había empezado a escribir en 1840; se jugaba la vida en busca de la palabra perfecta de la que sería la gran obra de su vida. Las flores del mal, publicada en junio de 1857, es el libro quefunda el poema en prosa. En uno de los borradores de un prefacio de esa primera edición, el poeta declaraba que había querido “extraer la belleza del mal”. Baudelaire es el último que apaga la luz del romanticismo y encarna el nacimiento del modernismo. Para T.S. Eliot fue “el primer ejemplo de poesía moderno en todas las lenguas”. De Baudelaire nacen Rimbaud y Verlaine, pero además Mallarmé, Apollinaire y el mismo Eliot. Las autoridades del segundo Imperio pronto detectaron el poder subversivo de su poesía. El destino de su obra se definió en la justicia.
En el juicio por transgredir la moral el procurador Ernest Pinard dijo: “Su principio consiste en pintarlo todo, en ponerlo todo al desnudo. Baudelaire escudriñará la naturaleza humana en sus pliegues más íntimos, utilizando, para hacerla visible, tonos vigorosos y penetrantes, exagerando sobre todo en su lado repugnante, aumentándola desmesuradamente, con el fin de crear la impresión y la sensación en el lector”. El tribunal condenó al poeta francés con una multa de trescientos francos, una cifra exorbitante para alguien que sobrevivía a duras penas, y ordenó la supresión de seis de los poemas del volumen: “Las joyas”, “El Leteo”, “A la que es demasiado alegre”, “Mujeres condenadas”, “Lesbos” y “Las metamorfosis del vampiro”.
Hoy se habla de “cultura de la cancelación”, pero en el siglo XIX no se cancelaba directamente al artista, sino que era enjuiciado por el contenido de su obra, como pasó con Las flores del mal y Madame Bovary. ¿Se podría pensar a Baudelaire como el primer poeta moderno cancelado? “Es muy buena la pregunta porque permite un contrapunto interesante con el presente”, dice la doctora en Letras Magdalena Cámpora, investigadora del Conicet. “En realidad el juicio a Baudelaire asentó su prestigio entre sus pares: hacia adentro, y en los años posteriores, la condena por ultraje a la moral pública legitimó a Baudelaire como maestro; son Las Flores impresas en papel biblia en Huysmans, ‘Baudelaire rey de los poetas un verdadero dios’ para Rimbaud. Sí fue castigado en términos económicos y sociales, y con mucho sufrimiento personal –recuerda Cámpora-. La condena penal de 1857 se funda en dos circunstancias. La primera es la creencia muy fuerte, por parte del Ministerio público, en el poder disolvente de la poesía, en su potencia: en esto, los censores de Napoleón III eran buenos lectores y la poesía ocupaba un lugar en la esfera pública que hoy ya no ocupa. Además había una colusión entre discurso crítico y discurso legal de efectos duraderos (la casación de la condena a Las Flores se da recién en 1949). La segunda circunstancia es la asimilación monolítica entre autor y obra, que va en dos sentidos: la idea según la cual una obra que inquieta indica una falla, una corrupción en el autor, y su reverso: las fallas de un autor en la vida real invalidarían su obra, la corromperían, se reflejarían en ella. A Flaubert, en febrero, el fiscal Pinard le reprocha que a su narrador no se le entiende qué piensa del adulterio de Emma Bovary (y tiene razón, no se entiende: es uno de los efectos geniales del discurso indirecto libre), y que eso pone en duda la moralidad del novelista. Y a Baudelaire, en agosto, ese mismo fiscal le dice que es un pobre enfermo de nervios frágiles, y que esa fragilidad explica los desbordes ‘criminales’ de sus poemas. Esa es una de las limitaciones de la asimilación entre autor y obra: en los dos casos, la condena ignora la mediación estética de la forma”.
Desorden de los sentidos
El poeta y traductor Jorge Fondebrider –que en 2014 tradujo, prologó y anotó una edición de Madame Bovary- advierte que tanto la novela de Flaubert como Las flores el mal, ambas publicadas en 1857, aparecieron durante el gobierno de Napoleón III, “un emperador burgués que gobernó para la burguesía, clase que hasta el día de hoy sabe de dinero, pero no de arte, al que entonces se asimilaba a la idea de entretenimiento (el vaudeville, las operetas, la pintura decorativa, los folletines livianos)”. “Baudelaire no ofreció nada de esto. Más bien, buscó demostrar que aquello despreciado por los burgueses era susceptible de ser artístico, aunque no entretuviera –aclara Fondebrider-. Tuvo la mala suerte de no tener los contactos sociales que tuvo Flaubert y de carecer del dinero necesario para pagarse un buen abogado. Flaubert fue absuelto. Baudelaire, condenado y su obra censurada por obscena”.
Para Cámpora la recepción de Baudelaire en la Argentina es sintomática de los modos de circulación de la alta cultura. “Sus libros se traducen tarde al castellano (en 1905, desde Madrid: Eduardo Marquina, Las Flores del mal; Eusebio Heras, El spleen de París) y además está marcado por el azufre de la condena por ultraje a la moral pública en 1857 –precisa la investigadora-. A Baudelaire en principio lo leen en la Argentina quienes pueden elegir qué leer, y quienes saben francés y pueden obtener esos libros extranjeros, porque los compran en París o en las librerías del centro. Victoria Ocampo cuenta cómo leía a Poe en versión de Baudelaire (a la luz de una vela que me obligaban a apagar en el momento menos oportuno (…) un olor de alfalfa y de trébol entraba por la ventana’). En la vereda de enfrente Silvio Astier roba Las flores en traducción de Marquina de una biblioteca escolar, mientras Arlt hace suyo aquel ‘socrático demonio, que recitaba continuamente a mis oídos, las desoladoras estrofas de sus Flores del mal’. La democratización viene con los modernistas, que traducen parcialmente a Baudelaire en el fin de siglo y al hacerlo su maestro y guía lo arrastran en su popularidad: en los años veinte y treinta, Las Flores del mal aparecen masivamente, como Azul, en la colección Los Poetas de Claridad y en Tor. Luego vienen la traducción de Nydia Lamarque, que es interesante por el diálogo con la generación romántica de 1940; la de Ulyses Petit de Murat, en prosa; la de Américo Cristófalo, en un verso libre que actualiza un tono, quizás una violencia, que nos quedan más cerca”.
Fondebrider compara dos escritores cruciales del siglo XIX. “Flaubert creó la novela contemporánea y Baudelaire, la poesía. Sobre esto último hay que considerar que fue quien introdujo el célebre ‘desorden de los sentidos’ y la ciudad moderna, con su hipotética fealdad respecto del mundo natural, como nuevo modelo de belleza. En todo el mundo, y también en la Argentina, esos dos aspectos fueron las guías de lectura de esa poesía. Dado que la poesía escrita en el país fue francófona desde Lugones en adelante (Lunario sentimental, inspirado en Jules Laforgue), Baudelaire ejerció una gran influencia en muchos poetas: en algunos, propiciando la figura del ‘poeta maldito’; en otros –y creo que ahí está su influencia más fecunda–, la idea de la ciudad y lo que en ella ocurre como ámbito de la poesía. Eso se puede leer, por ejemplo, en Raúl González Tuñón, en Horacio Rega Molina, en Nicolás Olivari, pero la lista es muy larga. Creo que quien mejor lo tradujo en nuestro país fue Raúl Gustavo Aguirre”.
Américo Cristófalo, decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, tradujo Las flores del mal para la editorial Colihue, que la publicó en una edición bilingüe en 2006. “La figura del poeta que aparece en Las flores del mal es la del poeta que pierde la aureola y tiene una fuertísima penetración cómica, por ejemplo en el poema ‘El albatros’. El poeta pasa a ser un personaje que de volar muy alto cae repentinamente en la cubierta de un barco y es objeto de burla generalizada de todos los tripulantes. La imagen del poeta no es la del que sobrevuela los cielos de la palabra y de la verdad poética, sino que está caído. Esa imagen de comicidad caída del poeta tiene alguna presencia muy nítida en las construcciones de la comicidad de Leónidas Lamborghini”, propone Cristófalo. “Yo me acerqué con una hipótesis de traducción: poner en cuestión la vinculación de Baudelaire con la tradición poética del modernismo. En esa tradición el poeta sigue ocupando un lugar grandioso y me parece que esa no es una buena estrategia de lectura de Las flores del mal porque los poemas avanzan en un sentido prosaico, sobre todo si uno atiende a la fuerza que tiene el encabalgamiento de los versos de los poemas, que van conduciendo de uno a otro, como si no pudieran leerse como versos de sentido autónomo; el verso deja de constituir una unidad para pasar a ser una continuidad con lo que sigue. Los poemas hay que leerlos como piezas de prosa en su horizontalidad continua. Eso me llevó a traducir en verso libre, sin rima, sin un metro definido, y con el subrayado de prestar atención a la sintaxis del sentido”. El gran profanador -el poeta que produjo «un estremecimiento nuevo»- envejece cada vez mejor.
Fuente: Página12