En esa obra, cruza la realidad y los relatos oníricos, gestos patafísicos y un simulado descuido que muchas veces muestra el revés de su narrativa.
El ganador del premio Formentor, destinado a reconocer la obra completa de un escritor, es un autor que, escudado en el silencio frente a la prensa, escribe sin descansar, publicando en editoriales disímiles -sobre todo independientes- a través de las cuales llegaron al público su más de un centenar de ensayos, cuentos y novelas cortas, la mayoría de difícil clasificación.
César Tomás Aira González nació en la ciudad de Coronel Pringles en 1949 y vivió a partir de 1967 en el barrio de Flores de la Ciudad de Buenos Aires, muy presente en su obra, diversa y significativa.
Aira publicó y prologó, él mismo, la narrativa del fallecido escritor Osvaldo Lamborghini, amigo personal suyo y libros muy considerados en el mundo académico sobre la figura y la obra de Alejandra Pizarnik y sobre Copi (Raúl Damonte Botana).
Desde comienzos de la década del 90, Aira viene publicando un promedio de tres libros por año, además de traducciones del francés y del inglés que hace de autores como Stephen King, Joseph Campbell, Donna W. Cross, Antoine de Saint Exupéry o Jan Potocki.
Aira ganó el Fomentor 2021 -galardón que ya habían recibido argentinos como Jorge Luis Borges y Ricardo Piglia- por «el frescor, la versatilidad y la ironía de su abundante obra novelística, teatral y ensayística», según la consideración del jurado.
El premio dotado de 50 mil euros es uno más en una saga de distinciones que incluye el Konex a las Letras por traducción 1994 y por novela 2004, el Roger Caillois para autores latinoamericanos 2014, el Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas 2016 y la beca Guggenhein 1996.
Personajes y lugares reales son anclajes de una obra donde un mundo surrealista desdibuja las fronteras de la vigilia. En esos límites se mueven sus personajes. Muchas veces narrados en primera persona, como en «El congreso de literatura», donde intentan clonar al escritor Carlos Fuentes teniendo acceso solamente a una muestra del ADN de su corbata de seda.
Ahí están «Cómo me hice monja», novela en la que las memorias de un niño que se autopercibe niña y se llama César Aira conforman una historia de alucinaciones macabras; o «Como me reí», texto de un escritor que recuerda las historias de adolescentes en Pringles transformando esa risa inicial en una melancolía actual.
En «Las Curas Milagrosas del Doctor Aira» su protagonista, el doctor Aira, desarrolla un método infalible para curar cualquier tipo de enfermedades, una obra que puede ser leída como una metáfora de la rivalidad entre escritores, porque si bien los milagros del doctor Aira todavía no han sido aplicados a ningún paciente, el rival doctor Actyn, intentará acabar con su prestigio demostrando que esas curas son un gran fraude.
Un mundo literario que se regenera en un sinfín de operaciones excéntricas e inesperadas hasta «Lugones», la novela 106, publicada a fines del año pasado, donde un misterioso narrador (una de las tantas sorpresas de la novela) traslada al lector desde una vigilia disparatada -con la llegada del «más grande escritor argentino», Leopoldo Lugones-, a la isla que elige para suicidarse.
La crítica y el periodismo repite lo que alguna vez consideró Aira sobre estos libros: son «cuentos de hadas dadaístas». Sin embargo cualquier etiqueta que se le ponga quedará corta. Así como para Kafka se necesitó la etiqueta de kafkiano, para enmarcar (o sujetar) al autor argentino se necesita de un marbete con su propio sello: lo airano.
En ese mundo airiano los personajes se transforman, los que comienzan siendo uno terminan siendo otro: unos pasan por tener distintos nombres, otros en realidad están disfrazados, otros cambian de nacionalidad. Hasta abandonan el género humano para convertirse en animales y fantasmas.
En la novela «Lugones», por ejemplo, una viuda deja de serlo, los mitos se convierten en realidad (y viceversa), un yacaré llamado Roberto deja de ser una barra de tinta sólida de un pintor japonés para ser el interlocutor ideal del escritor argentino, quien lo lleva en el bolsillo del saco.
Los espacios y momentos históricos reconocibles, como su ciudad natal de Coronel Pringles, escenario de textos como «El tilo» y «La cena», o el barrio porteño de Flores donde vivió, presente en muchísimos de sus libros, desde el título en algunos como «Las noche de Flores».
El «desierto» argentino del siglo XIX, un espacio temporal y literario importante para la narrativa nacional, es el marco histórico de obras icónicas como «Ema, la cautiva», «La liebre» y «Un episodio en la vida del pintor viajero».
En la primera página de «La liebre» (fechada en 1987) aparece Juan Manuel de Rosas haciendo abdominales. Esta escena pinta al autor, ya que une a ese personaje histórico, central en la dicotomía que desde entonces divide al país, con la actualidad.
Entre la población de ese «Desierto argentino» aparecen las historias del naturalista Clarke, el baqueano Gauna, caciques y el joven pintor Álzaga Prior: todos terminarán en un mismo espacio para resolver la aventura que lleva por título el nombre al animal por el que se desvive Clarke, en un clima que por fuera de esta historia sería inverosímil, pero que en la novela no puede suceder de otra forma.
Novelas como «El congreso de Literatura», «Varamo», «Los misterios de Rosario» y «Lugones» se pueden percibir como una veta dentro de la obra de Aira que construye una estética entre personajes de la literatura, lo surrealista y el humor. Es decir, la literatura conformando la vida misma y viceversa.
Puede ser Carlos Fuentes como personaje; un joven escritor panameño que escucha voces y escribirá el poema nacional tras recibir un billete falso («Varamo»); o un profesor de literatura, Alberto Giordano, que dictará un seminario en una ciudad apocalíptica, rodeado de personajes insólitos («Los misterios de Rosario»).
Estas tres novelas junto a «Lugones» se pueden percibir como una veta dentro de la obra de Aira que construye una estética entre personajes de la literatura, lo inverosímil, lo surrealista y el humor. La literatura conforma la vida misma y viceversa.
Aira es de esos escritores que salvan a sus lectores de vivir una vida colmada de mediocridad y de historias comunes, por eso un premio (incluso fuese el Nobel en el que tantas veces apareció mencionado como candidato) apenas será una mínimo reconocimiento para su noble tarea.