Claudia Piñeiro, Roberto Arlt y Gabriela Cabezón Cámara (arrbia); Charles Bukowski, Colette y Franz Kafka (abajo)
¿De qué viven los escritores? ¿Es cierto que publican un libro y, zas, se salvan para toda la vida? En realidad, no. En la Argentina, se pueden contar con los dedos de una mano los escritores que viven de sus novelas publicadas, sin mencionar a aquellos escritores que, provenientes de familias de la alta burguesía, se dedicaban a las artes por posibilidades de existencia, como el famoso caso de Adolfo Bioy Casares, de familia estanciera
Pero no sólo él, una parte importante de los escritores de la naciente literatura latinoamericana del siglo XIX compartía esos orígenes de clase. Por caso, el cubano Emilio Bacardí, heredero de la emblemática fábrica de ron, escribió novelas, cuentos y crónicas que no fueron juzgadas como decepcionantes.
Sin embargo, por el contrario, prevalecen las miríadas de escritores que dan talleres de escritura o se dedican al periodismo, entre ellos, los casos emblemáticos de Juan Gelman o Raúl González Tuñón, oficio al que recurren y recurrieron muchos hombres y mujeres de letras, o que trabajan en el campo editorial, como la escritora Paula Pérez Alonso, editora de Planeta, entre otros varios casos. Sin embargo, el resto de los mortales que se dedica a la escritura debe, entonces, solventar su vida con otros trabajos, algunos realmente extravagantes. Ha pasado siempre, en la historia del mundo y, claro, en la Argentina también.
El caso emblemático en el país lo dio a conocer el propio Roberto Arlt. Son famosas sus breves autobiografías (en las que cambia datos entre una y otra) en una de las cuales dice: «He nacido el 7 de abril del año 1900. He cursado las escuelas primarias hasta el tercer grado. Luego me echaron por inútil. Fui alumno de la Escuela de Mecánicos de la Armada. Me echaron por inútil. De los 15 a los 20 años practiqué todos los oficios. Me echaron por inútil de todas partes. A los 22 años escribí El juguete rabioso, novela. Durante cuatro años fue rechazada por todas las editoriales. Luego encontré un editor inexperto. Actualmente tengo casi terminada la novela Los siete locos. Me sobran editores». Entre esos oficios fracasados fue dependiente de librería, aprendiz de hojalatero, mecánico, vendedor domiciliario, hasta que su libro le permitió incurrir en el pecado periodístico. Sin embargo, eso no impidió que diera rienda suelta a su verdadera vocación, que era la de inventor: logró realizar unas medias de goma irrompibles. Claro, inusables por las damas.
Claudia Piñeiro, cuya última publicación es Quién no, un libro de cuentos, fue auditora de bancos antes de poder dedicarse plenamente a la literatura. «Iba dos semanas al Chaco, auditaba los movimientos al exterior del banco de la provincia, luego por fin podía regresar», recuerda.
Otro caso actual es el de Félix Bruzzone, que se dedicaba a ser piletero -es decir, limpiar piletas- desde bastante antes de publicar su primera novela y luego siguió haciéndolo. «Me daba de comer –dice a Infobae Cultura–. Además, por prejuicio, no quería dedicarme a dar talleres, pero luego los empecé a dar y esos prejuicios desaparecieron». Bruzzone, autor de Campo de mayo, su última novela, cuenta que el oficio de piletero le dio material para su obra literaria. «Y aún voy todos los viernes a las piletas, cuando no llueve, claro. Este viernes llovió y no fui».
Gabriela Cabezón Cámara, autora de la celebrada Las aventuras de la China Iron, publicó una edición limitada de Le viste la cara a dios y con una tipografía exquisita, conocimiento que debe provenir de su tiempo como diseñadora gráfica en Clarín. Miriam Molero, autora de El rapto, además de periodista es la dueña -junto a una socia que sí es del rubro- de La manicure, un spa de manos y pies en el barrio de Belgrano, donde a veces oficia de recepcionista.
¿Y más atrás en el tiempo? El extraordinario Fogwill fue publicista y llegó a crear el slogan de la cerveza Quilmes: «El sabor del encuentro» –allí se notaba su mano literaria– pero también hacía los horóscopos de los chicles Bazooka, que en su pequeño paquete tenían una historieta además. En tiempos difíciles, les dio trabajo a Néstor Perlongher, el gran poeta que trabajaba haciendo encuestas, y a Osvaldo Lamborghini, con quienes se las pasaba charlando sobre literatura en lugar de trabajar. Bueno, desde la serie Mad Men se sabe que los publicistas son todos raros. En las antípodas de este oficio ligado a las empresas, se encontraba Néstor Sánchez, escritor de culto, amigo de Cortázar y que cumpliría unas temporadas como linyera en Nueva York, Estados Unidos. La vida es un campo de infinitas posibilidades.
Luis Gusmán, Edgardo Scott y el actualisimo Carlos Chernov ofician como psicoanalistas. Sergio Chejfec, el escritor vanguardista, trabajó un tiempo como taxista, aunque seguramente no era de aquellos que escuchan radios reaccionarias. Juan José Saer se las rebuscaba con un oficio novelístico: vendía libros por metro para llenar las bibliotecas de aquella gente que no gusta leer. Es que hay para todo.
Quizás el mayor iconoclasta, aún sin tener intención de serlo, haya sido Macedonio Fernández, por quien Borges tenía devoción. Doctor en jurisprudencia, abandonó el mundo de las leyes para dedicarse a los alrededores de la literatura. Antes –y con Guillermo Borges, el padre de Jorge Luis– había marchado a Paraguay para realizar una comunidad utópica. Pero volvieron. Luego de la muerte de su mujer, vivió en pensiones y hoteles, y se postuló a presidente. La estrategia publicitaria para instalarlo como candidato era que sus amigos dejaran como al pasar papelitos con el nombre «Macedonio» en restaurantes, plazas y cualquier lugar público. Claro que fracasó.
¿Y Haroldo Conti? Desaparecido por la dictadura militar, el autor de Mascaró, el cazador americano y otras grandes obras, fue seminarista pero no se ordenó, fue actor, empleado de banco, piloto de aviación, asistente de dirección cinematográfica, autor de guiones y profesor de escuelas secundarias. También fue militante del PRT y fue desaparecido por los militares.
Liborio Justo fue el hijo del presidente de facto Agustín P. Justo, pero nunca se llevó bien con el ideario de su padre y de su familia patricia. Cuando el presidente estadounidense Franklin Roosevelt llegó a la Argentina en 1936 y se presentó ante el Congreso, comenzó a gritar: «¡Muerte al imperialismo yanqui!», hasta que la seguridad parlamentaria pudo sacar al hijo del presidente del recinto. Incursionó en la literatura bajo el seudónimo de Lobodón Garra, y escribió La tierra maldita y Río abajo, en la que cuenta sus experiencias como marinero en los barcos balleneros del sur. Fue un dirigente trotskista que rompió con Trotski y murió en sus estancias del río Ibicuy, en Entre Ríos, a los 103 años.
No sólo aquí. El costarricense Carlos Fallas es reseñado en el Diccionario de Autores Latinoamericanos de César Aira como nacido en una familia campesina, zapatero y luego, muy luego, escritor. El estadounidense Casey Calbert vivió en Cuba como traductor de las Naciones Unidas y en la isla escribió una obra notable. El peruano Manuel Beingolea fue marinero, vagabundo, maestro rural y una vez que se asentó en un paraje solitario escribió novelas singulares. Y así. Por no mencionar en la historia a todos y todas quienes se instalaron en los monasterios para poder alcanzar de ese modo las bibliotecas que le estaban vedadas al pueblo. Claro está que la mexicana Sor Juana Inés de la Cruz se internó en el noviciado para acceder a la biblioteca que su condición de mujer le vedaba: no es que fuera monja por vocación. Sí lo era Santa Teresa de Jesús que, de cualquier manera, era conocida por leer un libro cada noche, así aprovechaba el acceso a los estantes que le habrían estado vedados de otra manera.
Pero no hay que remontarse tan hacia atrás. El mítico Charles Bukowski dejó la oficina de Correos donde trabajaba recién a los 49 años, cuando un editor le garantizó una paga de cien dólares por mes de por vida. Pudo entonces dedicarse a ser un escritor profesional. Otros jamás dejaron de trabajar: Franz Kafka murió siendo empleado de una agencia de seguros. «Es un empleado que trabaja mucho, dotado de un talento y de una dedicación excepcionales», decían del atormentado Kafka sus jefes, que obviamente no habían leído La metamorfosis.
Otro burócrata fue el inmenso Constantino Cavafis, quizás el poeta griego más importante en dos mil años, quien trabajaba en la Tercera Sección de Riegos del Ministerio de Obras Públicas en Egipto, ya que pertenecía a la minoría griega que vivía en Alejandría –la ciudad de la mitológica biblioteca–. Su poesía que cantaba al cuerpo masculino y al deseo erótico del amor que no osaba a decir su nombre, en aquel entonces. Escribía, ya en la edad provecta y entre archivos infinitos, versos así:
Vuelve a menudo y tómame,
amada sensación, vuelve y tómame
cuando despierta del cuerpo la memoria,
y un antiguo deseo atraviesa la sangre,
cuando los labios y la piel recuerdan,
y sienten las manos que acarician de nuevo.
Vuelve a menudo y tómame en la noche,
cuando los labios y la piel recuerdan…
Se cuenta que jóvenes amigos perturbados por la voluptuosidad de su escritura lo iban a buscar a la salida de la oficina, lo llevaban al bar para que les recite y luego se perdían juntos en la noche oscura y placentera.
Los dos grandes del policial negro tampoco se dedicaron a idear novelas con detectives tomando gimlets en barras semimuertas, sino que tuvieron que trabajar –no por nada Dios condenó a Adán a ganarse el pan con el sudor de su frente–. Dashiell Hammett fue redactor publicitario aunque antes fungió como investigador privado para la Pinkerton National Detective Agency en Baltimore. El grandísimo Raymond Chandler fue contador de la empresa petrolera Dabney, de la que se pudo jubilar a los 44 años (así como suena) y dedicarse de lleno a escribir sobre el huraño detective Phillip Marlowe. La no tan valorada Colette usaba su fama de escritora para realizar giras cosméticas y así ganarse la vida, además de conversar con una clientela femenina que le servía como herramienta para su escritura. Y así.
Tal vez ser escritor no brinde las satisfacciones monetarias que un empleo en una gran empresa podría producir. Pero en esos oficios sucedáneos también es cierto que los novelistas y cuentistas encuentran experiencias. Que es, muy probablemente, el material central de la literatura.