Borges íntimo. El maestro, en las reveladoras anécdotas de una discípula

La vida y la personalidad del gran escritor argentino son objeto de continuas versiones y tergiversaciones, dice la autora, que lo frecuentó en los años sesenta y setenta

Borges solía decir que del pasado nada sabemos con certeza. Podemos forjar futuros imaginarios, y también fabricar un pasado que no fue. Por eso Borges ponderaba la literatura y su condición esencial de irrealidad que permite inventar sin vulnerar la realidad en la que, por lo demás, creía poco. La literatura puede fraguar pasados ficcionales que no por eso son mentira: son literatura. La ficción literaria es en sí misma una verdad. No miente. Y Borges aborrecía la mentira que, a diferencia de la ficción, tiene una intencionalidad de engaño y de tergiversación de los hechos en pos de objetivos inconfesos. En la ficción, se establece un pacto entre el escritor que la crea y el lector que acepta creer la propuesta del autor. En la mentira, no hay pacto; hay en cambio un fraude a la buena fe del que la recibe creyendo que es una verdad.

Este último mes no ha dejado de asombrarme la ligereza con la que circularon versiones falsarias de la intimidad de Jorge Luis Borges. Es por eso que decidí hacer públicas anécdotas que atesoro de mis años con él. Me limitaré a compartir unos pocos episodios que acaso ayuden a rescatar la verdad de las fauces de relatos inciertos que se repiten y esparcen alegremente.

«Lo conocí a Borges en la Biblioteca Nacional. En su mundo: los libros»

Estuve con Borges desde finales de la década de 1960 hasta marzo de 1973 cuando partí para París. Compartí con él casi todas sus mañanas y tardes hasta entrada la noche, asistiéndolo en sus lecturas y la escritura de sus obras. Fue la nuestra una relación de profundo afecto maestro-discípula. Lo conocí en la Biblioteca Nacional. En su mundo: los libros.

Pero iré a lo que importa: sus palabras, tal como resuenan vivamente en mi memoria.

Caminábamos una mañana por la calle México, cuando Borges me preguntó de pronto si acaso conocía yo al padre de María Kodama del que ella hablaba tanto. “Solo por teléfono”, respondí. “Igual que yo”, dijo pensativo. Empujada por la curiosidad, le pregunté cómo y cuándo había conocido él a María. “Hace unos años”, dijo, “en la facultad. Ella asistía a mis clases de literatura inglesa con Vlady Kociancich. Una mujer muy inteligente Vlady”.

En aquellos años, pocos estudiantes se inscribían en la cátedra de Borges. No era querido por su posición ideológica. Y él valoraba la atención de sus contados alumnos. Es así como un día, al acercárseles Vlady y María, él les preguntó a ambas si les interesaría acompañarlo en el estudio del anglosajón, los domingos, en su casa.

‘De ninguna manera. Nunca volvería a Ginebra. Es el pasado, y ahí debe quedar’

Lo mismo me propuso a mí, años después. Cuando ingresé a esa suerte de cofradía, Vlady ya no participaba. Éramos solo María y yo las que íbamos a su casa los domingos de cinco de la tarde a nueve de la noche.

Era casi siempre durante nuestras caminatas que hablábamos de la vida. O a veces en los momentos en que nos deteníamos a disfrutar de un café en el Florida Garden, cuando yo me convertía en cómplice de un acto prohibido: tomar café con crema y mucha azúcar.

“Prométame, Silvia, que no le dirá nada de esto a Madre”, me decía cada vez. “Es que ella se pone muy nerviosa y sin razón”.

Pero cometíamos una diablura acaso más temeraria. En la esquina de enfrente de la Biblioteca Nacional de la calle México, había un viejo café de barrio al que a Borges le encantaba ir; lo que hacíamos a menudo. Siempre para tomar un café con crema y azúcar. Pero de tanto en tanto, se agregaba a la comanda otra picardía:

“Silvia, ¿qué tal si nos tomamos una copita de caña?”. Con frecuencia, llegaban a ser dos. Nada menos apropiado para las diez de la mañana.

Fue sentados a la mesa de ese querido café que hablamos un día del amor.

“Usted está un poco triste, Silvia. No estará enamorada, ¿verdad?”

“No lo sé, Borges. Puede ser. O es la primavera que me puso melancólica”.

Borges quedó absorto en sus pensamientos, como rememorando.

“Y sí”, dijo,”un dolor de amor en primavera es terrible por lo contradictorio. Lo sé bien. Mire, yo estuve perdidamente enamorado de Cecilia Ingenieros. Usted sabe: la hija de José. Una tarde- justamente de primavera, mientras caminábamos, yo comencé el preámbulo de mi declaración de amor: “Cecilia… necesito decirle algo”. Quería casarme con ella. Pero entonces, Cecilia dijo: “Solo le pido que lo que quiera decirme no sea algo que pueda causarnos la pena de tener que poner fin a nuestra amistad. Porque usted y yo sabemos que somos buenos amigos”.

“¿Y entonces, Borges? «

“No dije nada, claro. Seguimos hablando de otras cosas. Sufrí mucho, es verdad. Pero hoy recuerdo aquello con gratitud. Seguimos siendo buenos amigos. Mire, Silvia, usted tiene 20 años. Y a los 20 años, estas cosas duelen demasiado. Eso es lo bueno de los 71 que tengo yo. Las pasiones se apaciguan con los años. Todo se vive con más suavidad…. O tal vez, con más sabiduría. No se preocupe, ya llegará usted a mi edad”.

En otra ocasión, íbamos por la calle Suipacha, cuando nos cruzamos con su hermana. “¿A dónde van ustedes tan lindos?”, dijo con su peculiar risita.

Recuerdo la ternura con la que Norah le dio unas palmaditas en el hombro al despedirse. Apenas dimos unos pasos y Borges me apretó el brazo y detuvo la marcha: “¡Norah!”, exclamó con emoción, “¡mi hermana! Muchos pueden creer que es tonta por la vocecita de nena que tiene. Nada más equivocado. Norah es una mujer inteligentísima… Sabe Silvia, ella escribía mejor que yo, pero es tan buena, tan generosa, que me dejó la literatura a mí y se abocó de lleno a la pintura. No volvió a escribir. Nunca le dije cuánto la quiero. Pero lo sabe. Y sabe cuánto quiero a sus hijos que son como si fueran míos. Todo lo que tengo va a ser de Miguel y Luis un día. Ya es de ellos”.

La noche anterior a mi viaje a París, Borges me propuso caminar un poco antes de entrar al restaurante Don Luis, frente al Teatro Colón, al que íbamos a menudo. Entonces dijo:

“Dicen que vuelve Perón. ¿Escuchó eso?”.

“Sí, Borges”.

“Entonces, voy a tener que irme del país”.

“¡No!”, grité. “¿Por qué? Perón no se va a meter con usted, son otros tiempos…”.

“No lo voy a poder tolerar”.

“¿Y a dónde iría?”.

“Tengo una propuesta para radicarme en Estados Unidos… pero… No sé. Madre ya me ha dicho que ella no se va a mover de aquí.

En un rapto, dije: “¿Y por qué no Ginebra? Usted fue feliz allí y … “.

“¡No, no, no!”, me cortó de manera tajante. “De ninguna manera. Nunca volvería a Ginebra. Es el pasado, y ahí debe quedar”.

Guardé silencio. Ya más calmo, concluyó: “Pero no me voy a ir nada”.

“¿Aunque vuelva Perón?”.

“Sí. A pesar de Perón. Extrañaría demasiado Buenos Aires. Aquí están mis amigos, mis calles… No podría vivir en otro lugar. Usted habla de felicidad, bueno… yo soy feliz aquí. … Y ya tampoco quiero viajar tanto. Además, le prometí a Madre que descansaremos juntos en Recoleta. Quiero decir: nos hemos prometido descansar juntos en Recoleta”.

Yo, que me iba por tres meses, volví por poco tiempo a los dos años, cuando mi padre me trajo a Buenos Aires luego de la muerte intempestiva de mi madre en París. Falleció una semana antes que la madre de Borges. Al llegar, lo llamé por teléfono: “¡Silvia!, después de tanto tiempo, huérfanos los dos”.

El día del fallecimiento de Borges en Ginebra, hablé con Bioy Casares. Fue cuando me confió que, unas semanas antes, Borges lo había llamado para confesarle que estaba muy triste. “Volvete. Siempre te esperamos”, le dijo Adolfo, a lo que replicó con voz quebrada que ya era muy tarde.

Estas son mis memorias.

Lo que aconteció después es otra historia. Un relato ajeno que prefiero ofrendar al olvido.


Fuente: Silvia Zimmermann del Castillo, La Nacion