Sería un error atribuir, en una especie de simetría de la enemistad, su francofobia a su anglofilia, pero es inocultable que Jorge Luis Borges y la literatura francesa no se llevaban muy bien, o en todo caso que Borges no se llevaba bien con la literatura francesa, puesto que esta última se encargó de llevarlo a la consagración y, con ella, módica venganza, a la vulgarización.
Para Borges Francia era literariamente el país de los manifiestos, los cenáculos y las polémicas; es decir, de todo aquello que él aborrecía. Esa tendencia francesa, evidentemente, se acentuó tras la revolución de 1789, y es digno de notarse que casi todos los poetas mayores del siglo XIX (basta Baudelaire para probarlo) reaccionaron contra los principios presuntamente incuestionables de esa revolución. Como sea, son pocos los nombres que Borges salva: Paul Verlaine, apenas, Voltaire quizás, Gustave Flaubert , sin reticencias.
El ciclo de conferencias que dictó en 1952 en el Colegio Libre de Estudios Superiores con el título de «La obra de Flaubert», recogido ahora por primera vez en el reciente volumen Ensayos (Borges Center/University of Pittsburgh) que compilaron y anotaron Daniel Balderston y María Celeste Martín, traen de vuelta esa relación, no ya con Francia, sino con Flaubert. Dos de las secciones de ese curso eran conocidas porque Borges las había publicado primero en el diario La Nación y después en la reedición de 1957 de Discusión como «Vindicación de ‘Bouvard et Pécuchet’» y «Flaubert y su destino ejemplar». Sin embargo, el conjunto, incluso en su condición de apunte (un apunte muy adecentado) da que pensar: a ningún otro escritor, excepto quizás a Evaristo Carriego, le dedicó Borges una atención monográfica semejante. Es claro que la predilección por Flaubert (una predilección más apasionada que otras suyas) no fue episódica ni pasajera. Para darse una idea, en los diálogos con Osvaldo Ferrari de mediados de la década de 1980, Borges decía, con completa sencillez: «Y bueno, yo lo quiero mucho a Flaubert».
Lo que podría preguntarse es qué era aquello que Borges quería de Flaubert, ¿al estilo o al hombre? La pregunta es un poco menos inocente de lo que parece y trae consigo ramificaciones. Una respuesta inicial y aproximativa se lee en uno de los pasajes de esos cursos hasta ahora inéditos en el que se refiere, aunque sólo en primera instancia, a Frédéric Moreau, el personaje de La educación sentimental : «El egoísmo de Flaubert es el egoísmo necesario de un hombre que vive para un fin, la literatura; el de Frédéric es injustificado y frívolo. Sólo los seres muy simples están reducidos a su vida privada o a la vida pública de su tiempo, a la historia contemporánea; de mi puedo decir que en momentos en que me creía entregado a una desesperación o a una felicidad, he descubierto con escándalo que también la leyenda de Pitágoras me importaba o el problema del tiempo».
El vuelco a la primera persona ofrece una insinuación: lo que Borges quiere de Flaubert no son tanto sus libros como la disposición que los hizo posibles. En sus palabras: «Fue el primer Adán de una especie nueva: la del hombre de letras como sacerdote, como asceta y casi como mártir». Estas condiciones no son intercambiables, pero se iluminan mutuamente: para celebrar el «oficio sagrado» de las letras hace falta retirarse de la historia, que es lo mismo que retirarse del mundo. Exactamente lo que Borges estimaba que era el deber de un escritor y exactamente lo que los escritores de su época y de la nuestra no hacen jamás. Fue posiblemente Borges quien entendió más a fondo la lección a Flaubert; la lección de Borges, por su lado, persiste incomprendida.
Afortunadamente para él y para nosotros, Borges no era un académico, y por eso su manipulación de la bibliografía es enteramente discrecional. Balderston, con la colaboración en este caso de Mariana Di Ció, registran minuciosamente las fuentes de la conferencia. Pero antes que nada hay que decir que la evidencia de ese «primer Adán de una especie nueva» no proviene de las ficciones sino la correspondencia flaubertiana. Borges no podía no rendirse frente a la confesión programática que Flaubert le hizo a Louise Colet el 13 de diciembre de 1846: «Hay que leer, meditar mucho, cuidar siempre el estilo y escribir lo menos que se pueda, únicamente para calmar la irritación de la idea que pide tomar una forma y que se revuelve dentro de nosotros hasta que le hayamos encontrado una exacta, precisa y adecuada a ella».
En este punto hay una ramificación. Entre las citas de autoridad, Borges recurre, previsiblemente, a Albert Thibaudet, pero también, en dos ocasiones, a Marcel Proust . Recordemos el ensayo de Proust en cuestión, «A propósito del ‘estilo’ de Flaubert», era una réplica a «Una querella literaria sobre el estilo de Flaubert», precisamente de Thibaudet. Proust impugna resueltamente el interés documental y aun estético del estilo epistolar, y lo hace en los términos más inclementes: «Lo que asombra en un talento semejante es la mediocridad de su correspondencia». Mientras que, para Proust, un escritor menos dotado saca ventaja de la renuncia al imperativo del virtuosismo en el abandono improvisado de la carta, Flaubert, insólitamente, registra una baja: «Nos es imposible reconocer, con Thibaudet, ‘las ideas de un cerebro de primer orden’ y esta vez no es por el artículo de Thibaudet sino por la Correspondencia de Flaubert que quedamos desconcertados».
Borges no puede aceptar la posición de Proust; si lo hiciera, todo «su» Flaubert, el Adán, se caería a pedazos. Por eso dice en su curso: «Marcel Proust juzga excesiva la importancia que Thibaudet atribuye al epistolario de Flaubert; olvida que el Flaubert legendario es obra de las cartas». Ese Flaubert legendario es el espejo torturado en el que Borges busca su reflejo.
Entendámonos: no es que Borges desdeñe, como un penoso lector adolescente, la obra a favor de la vida. Hay por ejemplo una observación que prefigura «el efecto de realidad» que Roland Barthes le atribuirá también a Flaubert. A propósito de «Herodías», uno de los Tres cuentos , dice: «Lo fantástico (esto lo sintió Dante muy bien y, en nuestros días, Wells) tiene que ser preciso; Flaubert describirá con precisión hechos milagrosos y, antes, describe con igual precisión hechos naturales, para que todo sea homogéneo».
Pero las agudezas no menoscaban la leyenda del escritor, superior aun al nombre propio. Algunos se sorprendieron de que, al preparar en los años ochenta la colección Biblioteca Personal, eligiera Las tentaciones de San Antonio , un escrito aparentemente menor. No lo era. «San Antonio es también Gustave Flaubert», anota en el prólogo. En ese monje, Borges entrevé una alegoría sacrificial, una renuncia feliz que quería fuera la suya propia.
Fuente: La Nación