Curso de literatura argentina empieza con un Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899 – Ginebra, 1986) que, libre al fin de la intromisión constante de su madre, Leonor Acevedo, en casi todo aspecto de su existencia (“emancipado”, sugiere en su preciso y divertido prólogo Nicolás Helft), está dispuesto a sacarle provecho a su reconocimiento internacional y viajar por el mundo.
A la libertad y la fama se les añadía otro componente anímico fundamental: Borges estaba enamorado de María Kodama. El problema era que tenía 76 años, por lo cual, aun si el maestro estaba decidido a lanzarse al primer gran ciclo de aventuras de su vida (durante el cual recorrería los Estados Unidos en avión, en auto y en globo, viajaría a Islandia y Japón, volvería a distintos países de Europa, recolectaría galardones y distinciones de toda clase e, incluso, acariciaría un tigre en el legendario zoológico de Jorge Cutini en Ezeiza, como quedó retratado unos años más tarde en el libro Atlas), las viejas mañas no dejaban de acompañarlo.
«La ironía, la sensibilidad, la ocurrencia y la inteligencia borgeanas se imponen sin vacilación»
Fue por esto que, antes de una de sus exitosas visitas a la Universidad de Michigan, Borges le pidió a Kodama, por entonces de 38 años, que se casaran “para evitar un escándalo”. Quizás porque ese recato social resultaba ya añejo o porque no fueron las circunstancias más románticas para la propuesta, “ella se negó, él se resignó y viajaron de todos modos”, escribe Helft. Al leer la desgrabación de estas diez clases, sin embargo, la ironía, la sensibilidad, la ocurrencia y la inteligencia borgeanas se imponen sin vacilación, por lo que resulta claro que el espíritu del hombre volaba sin contratiempos. “No solo satisfacción, sino júbilo”, dijo Borges haber experimentado entre aquellos “amigos desconocidos y verdaderos”.
El más extenso de los cursos que Borges dictó en castellano en Michigan fue entre enero y marzo de 1976. El vínculo con esta universidad había comenzado gracias a la invitación del profesor de literatura Donald Yates, uno de los primeros traductores, editores y divulgadores de su obra en los Estados Unidos. A propósito de esto, Helft ofrece una rápida viñeta de la economía del autor de El Aleph en tiempos cercanos a empezar a sonar como permanente (o infinito, en términos borgeanos) candidato al Nobel. “Puedo ofrecerle 75 dólares por la publicación de ‘La intrusa’, 25 por la publicación de mi traducción de ‘Everything and nothing’ y 50 a usted y Adolfito por el cuento de Bustos Domecq ‘Las doce figuras del mundo’”, le detalla Yates en una carta de 1969 a Borges que, hasta hacía unos meses, trabajaba como docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, además de dirigir la Biblioteca Nacional, de la que se retiró en 1973.
«Dicho de manera tautológica, este Borges ya es el Borges inmortal»
Teñidas con el ímpetu del genio rejuvenecido por la libertad y el amor, pero también con las arbitrariedades de siempre (además de ciertos desvaríos curiosos, como cuando afirma dos veces que su tío abuelo Juan Crisóstomo Lafinur murió “envenenado por los jesuitas” por enseñar la filosofía de Locke y Condillac en Buenos Aires y Córdoba), lo cierto es que estas lecciones sobre literatura gauchesca, el Martín Fierro, el Facundo y Leopoldo Lugones, entre otros asuntos habituales, se leen antes como un autorretrato intelectual que como un curso de literatura.
Quizás el rasgo más sobresaliente de la voz de este Borges for export sea que él mismo era por entonces una parte viva y consagrada de la literatura argentina. Por lo tanto, incluso sus recuerdos más triviales funcionan a una escala distinta. Dicho de manera tautológica, este Borges ya es el Borges inmortal. Y tal condición, lejos de transformarlo en un monumento políticamente correcto, le permite decir lo que nadie más diría. Amparado en la gloria o la impunidad de la distancia, es fácil reconocer así el tono ameno del mismo Borges que publicó su autobiografía en inglés en The New Yorker en 1970 (texto que recién en 1999 se editó en castellano).
“Tendrían la idea de vivir en tal lugar, pero una idea tan abstracta como la de patria no puede pertenecer a gente tan sencilla como los gauchos”, desliza Borges sobre la candidez con la que, según Guillermo Enrique Hudson, los gauchos del siglo XVIII que vieron desembarcar a los ingleses cerca de Quilmes les indicaron el camino hacia Buenos Aires en plena invasión. Este desmantelamiento instantáneo de la nobleza literaria del gaucho es uno entre muchos giros didácticos borgeanos. En otro caso, hablando sobre la figura del negro, Borges cuenta que su familia, aunque no era rica, tenía esclavos. “Recuerdo que un tío mío siempre me decía: ‘Vos sos peor que negro después de las doce, no servís para nada’”.
Esto no impide que “toda la gente de Occidente, más allá de las vicisitudes de nuestra sangre, seamos griegos y seamos judíos, ya que nuestra civilización actual no se concibe sin Platón y sin la Biblia”, explica Borges al describir “las bruscas intuiciones” en los libros de Domingo Faustino Sarmiento. Y será mediante las alusiones sarmientinas a Juan Manuel de Rosas que aprovechará el Facundo para aludir a “un dictador, de cuyo nombre no quiero acordarme, que se presentaba en el Teatro Colón en mangas de camisa para decir que era descamisado”.
En retrospectiva, tal vez resulte muy atendible como simetría de la realidad que, al mismo tiempo que en la Argentina de 1976 se desataba el capítulo más sangriento de la violencia política argentina del siglo XX, Borges explicaba detalladamente en Michigan el arte del degüello a prisioneros según los versos de Hilario Ascasubi durante lo peor de la violencia política argentina del siglo XIX. Pero, en el balance, es indudable que todo lo que Borges ha pensado en términos estéticos e ideológicos sobre la literatura argentina está en muchos otros libros, a veces, bastante mejores. Sin embargo, es en Curso de literatura argentina donde Borges menciona haberse enterado, de primera mano, de que el espíritu de José Hernández les dictó a sus familiares una tercera parte del Martín Fierro desde el más allá.
Fuente: La Nación.