Ilustración de Gabriel Griffa para el libro de Alejandro Manuel Pose Mayayo, «Borges in situ» (Alfar)
Alejandro tenía 18, Jorge 16. Se conocieron cursando Química en la Escuela Técnica N°1 de Mar del Plata. Ambos tenían padres militares, ambos escribían ficción, ambos eran lectores apasionados de Borges. Eran, dicen, “almas gemelas”, y encontrarse con un amigo así, con un alma gemela en un tiempo tan tumultuosos e inestable como la adolescencia, era como saltar al vacío con un paracaídas medianamente confiable. Una mañana en la escuela, en el quinto piso, mirando hacia el patio, Jorge le dice a Alejandro: “¿Qué te parece si vamos a conocer a Borges?” Recién empezada la década del ochenta.
En ese entonces, Borges salía mucho en revistas; era un hombre popular. Sabían que era “accesible”, que recibía no sólo a periodistas, también a estudiantes. Tenían una buena excusa: Jorge había leído hacía poco el poema “The unending gift”, que estaba dedicado a un tal Jorge Larco, pintor: un pariente suyo. Podía ser ese el punto de partida, ¿por qué no? El plan era simple: buscar en la guía telefónica su número, llamarlo y proponerle la visita. Luego viajarían de Mar del Plata a Buenos Aires, pero era lo de menos. Lo importante era pactar el día, ir, conocerlo. Dos adolescentes y Borges conversando sobre cualquier cosa: suena bien.
Cuando lo llamaron, pidieron por Borges y, enseguida, atendió él: “¿Quién habla?” Le explicaron. “Venga mañana”. Le explicaron. Quedaron en llamarlo cuando estén en Buenos Aires —eso sería pronto—; ya tenían las puertas abiertas. Viajaron en tren repasando el universo borgeano. Jorge iba leyendo sus Obras completas editadas por Emecé, Alejandro se perdía en el paisaje. Todo les recordaba a alguna escena de un cuento, a algún verso, a alguna imagen o metáfora referida. Al llegar a Buenos Aires, llaman por teléfono a su casa y una mujer les dice que “va a tener que disculparlo, pero no va a poder recibirlo”. Y cuelga.
Jorge Luis Borges
Esperaron, volvieron a llamar, la respuesta fue negativa. Hasta que se animaron y fueron hasta allá. El encargado del edificio vigilaba la entrada. Les dijo que necesitaban anunciarse, que no los podía hacer pasar: burocracia. Se escondieron en la esquina y cuando el hombre de mameluco cruzó a conversar con una joven kiosquera, Alejandro se mandó. Ya arriba, una mujer, Fanny, la misma que los atendió al teléfono, la que primero les pasó con Borges sin problemas, la que luego les dijo que “no va a poder recibirlo”, lo hizo pasar. Le pidió que espere. Era sábado, 16 de enero de 1980, y hacía un calor de locos.
De la oscuridad de un pasillo, que en otras visitas veríamos que comunicaba con las habitaciones, apareció un anciano vestido con pantalón verde oscuro, zapatos negros y una camisa blanca que a mí me pareció enorme, gigantesca. Eso le daba un aspecto de fragilidad que iba mucho más allá de su lento caminar y pasos cansinos, parecía que todo él se iba a desarmar en cualquier momento. Caminaba encorvado (…) Tomó una posición dominante en la sala y su pequeño cuerpo se detuvo entre la mesa y la pared; aunque mido casi dos metros, su actitud logró que lo mirara desde abajo. Movió un poco la cabeza del mismo modo que un depredador acecha a su presa e intenta con su audición darse cuenta desde qué lugar viene la amenaza; luego de eso, me miró fijamente y estirando su brazo hacia mí, me dijo:
—¿Con quién tengo el gusto?
«Borges in Situ» (Alfar) de Alejandro Daniel Pose Mayayo
Este no será el único encuentro: habrá cinco más. Todos se narran en un libro que publicó hace apenas unos días la editorial sevillana Alfar. Se titula Borges in situ y su autor es uno de los dos adolescentes de entonces, Alejandro Daniel Pose Mayayo; hoy tiene 61. “Este no es un libro de entrevistas. Es un libro de aventuras”, se lee en la introducción. María Kodama, viuda y albacea de Borges, que escribió un breve texto “a manera de prólogo”, también tenía 16 años cuando conoció a Borges. Avala este libro porque, destaca, “discuten y preguntan de una manera que solo un adolescente lo hace”.
En otro encuentro, Jorge le pregunta: “Borges, ¿por qué jamás escribió novelas?” Sin reparos, con la tranquilidad de estar frente a dos lectores “puros” o, al menos, sin los prejuicios académicos, responde: “Bueno, porque ni siquiera soy un gran lector de novelas, prefiero los cuentos, que siempre se seguirán contando, ¿no? La novela es algo artificial, puede crearse con un poco de paciencia y trabajo. El cuento, no. Tampoco la poesía. Claro que he iniciado textos que después han ido a parar a la basura, pero nunca he tenido que contar algo de tal magnitud como para querer usar esa extensión”.
Preguntan cosas como cuándo se quedó ciego —”comencé a perder la vista en el mismo momento que abrí los ojos en 1899, pero no está mal fechar la pérdida de mi visión en 1955”—, si le gusta más que se rotule su estilo como borgesiano, borgiano o borgeano —aclara que prefiere el tercero— o si alguna vez en su vida, tendiendo en cuenta su carácter apacible, se enojó: “Me he enojado, claro, como todo el mundo, pero no más allá del fastidio. Me parece que exteriorizar ese tipo de sentimientos es inútil, ¿para qué soy poeta entonces si malgasto mis emociones más allá de las letras? Me temo que no soy bueno en eso, no conozco el odio ni la ira”.
Alejandro y Jorge, Mar del Plata, 2018 (Foto de «Borges in Situ»)
La franqueza de Borges no se quedaba atrás. Cuando le dicen de dónde son, él acota: “Mar del Plata. Una fea ciudad de la que tengo muchos recuerdos”. Se olfatea en la atmósfera de estos encuentros cierta distención, una distención mucho mayor a la habitual. ¿Lovecraft? “Nunca sistematizó sus ideas”, “admiraba mucho su mitología”, “no me parece gran escritor”. Una alternativa: “Mejor lea a Poe. Es superior en muchos aspectos, sobre todo como cuentista, ya que como poeta era bastante mediocre”. Además dice que Lovecraft, con “Aire fresco”, copió “Valdemar” de Poe. Distención e intimidad.
Comentarios sumamente lúcidos y profundos, pero también chistes ideales para hacerle a dos adolescentes que, por su edad, aún tienen un pie en la infancia: estaban hablando de literatura de terror y Borges hace silencio. Un largo silencio. Luego dice: “Siento la presencia de otra persona en la sala”. Cambiaron de tema para siempre. Aparecen también ciertas definiciones que siempre son interesantes: “No me recuerdo no sabiendo leer y escribir. Si me hubieran dicho que algo así es innato, yo lo habría creído sin dudarlo”, sostiene. Y más tarde: “Al fin y al cabo la épica es la madre de la literatura”.
—¿Cuándo surgió la idea de hacer de aquellos encuentros un libro?
—Creo que era el 2000 —dice Alejandro Daniel Pose Mayayo en diálogo con Infobae Cultura—, yo estaba caminado por Callao y Las Heras un sábado por la noche y vi a María Kodama parada a mitad de cuadra tocando el timbre de un portero eléctrico. Se me ocurrió acercarme y saludarla, para contarle muy brevemente que yo había visitado a Borges en 1980. ¿Por qué? No sé. Sencillamente para conocerla. Después de pegarse un terrible susto (mido 1,90 y estaba bastante oscuro), charlamos unos minutos y al decirle que yo era escritor, me dijo: “¿y por qué no escribe acerca de esas conversaciones?” Sonreímos cortésmente y chau. Eso fue todo. En el 2015 ordenando la biblioteca, desempolvé el viejo cuaderno Arte que había llevado en aquellas visitas y recordé aquella propuesta. Lo leí y releí y, después de quince años, decidí hacerle caso a María.
Alejandro y María Kodama (Foto de «Borges in Situ»)
—Entiendo que no hubo grabaciones ni fotos, ¿cómo fue el registro y la reconstrucción de esos encuentros?
—Durante todas las charlas había tomado notas como si fuese un taquígrafo profesional, o al menos eso intenté con mis propios signos, trazos y abreviaturas. Cuando Borges citaba en otro idioma, trataba de escribirlo fonéticamente. Lo gracioso es que algunas de esas anotaciones pude descifrarlas cuando internet se hizo cosa de todos los días. Por citar un ejemplo: cuando hablamos de fútbol, recita las palabras de Dromio de Éfeso en La comedia de las Equivocaciones y yo anoté: “Amai raun with you with me Datlaic futbol spurme”. Un cocoliche indescifrable que pude desanudar al escribirlo en Google y buscar coincidencias… También podríamos haber llevado un grabador, pero tuvimos miedo de incomodar a Borges y quitarle espontaneidad a las charlas. Lo mismo con las fotografías: mi padre tenía una cámara Olimpus que utilizaba solo él y en vacaciones. Jorge tenía una Kodak Fiesta, pero los que la han conocido recordarán el ruido que hacía cada vez que sacaba una foto. Mi amigo tuvo temor que Borges se molestara. Además, no fuimos a verlo para escribir sobre ello ni para hacer un documental. Sólo éramos dos adolescentes curiosos por conocer a Borges.
—¿Y el proceso de publicación? ¿Cuándo decidiste transformar esos encuentros en un libro?
—En el 2017 terminé en líneas generales el manuscrito y se me hizo obvio que debía llevárselo a María Kodama. Sin conocerla más allá de aquel encuentro del 2000, pensé que su devolución iba a ser una carta documento con una piara judicial encolumnada detrás de ella (así de insidiosos son algunos medios…). Nada más alejado de eso. Me invitó a desayunar unos meses después y me entregó el manuscrito con muchas anotaciones y marcas. Pero no eran correcciones ni nada parecido, eran acotaciones acerca de lo que Borges le había dicho a ella sobre distintos temas que yo había abordado. Un lujo que yo no incluí porque no tenía sentido, pero no descarto algún día adosarlas si es que hay una segunda o tercera edición. ¡Quién sabe! Brevemente: cuando acerqué el manuscrito a las editoriales vernáculas, a todas les encantó, pero en gatera tenían libros de política, autoayuda y chismes. Borges podía esperar. Me contacté con una editorial española y también les encantó el manuscrito, pero ellos estaban dispuestos a publicarlo
Borges tomando un té en 1975
“Si mal no recuerdo, su número era 32-2801″, escribe Pose Mayayo y juega desdoblado: la presencia invisible del lector en esos encuentros de 1980, pero también en la mirada del autor que narra sus recuerdos desde este presente. “Conocimos un Borges risueño, meditabundo, melancólico, banal, misterioso, profundo y por sobre todas las cosas, paciente. Extremadamente paciente para con dos adolescentes que saltaban de tema en tema sin mucho sentido y eran lo suficiente jóvenes como para saberlo todo”, escribe desde la adultez, pero más adelante vuelve a ser ese adolescente: “¡El escritor más grande del mundo nos invitaba a visitarlo en su propia casa!”
Hoy, ahora, en diálogo con Infobae Cultura, el autor asegura que no cambió nada su mirada de Borges, al menos como escritor, con el paso de los años. “En 1980 me parecía un monstruo literario y en el 2022 lo sigue siendo. Pero la diferencia es que visitarlo me humanizó sus escritos. No puedo leer nada de él sin recordar algo de lo que charlamos. Recostado en su sillón, con la pierna izquierda sobre el apoyabrazos, saltábamos de tema en tema: de Joyce a Quevedo, de Lovecraft a Macedonio Fernández, de la amistad a los militares, de Perón a Sábato… No hay poesía o cuento de él que no esté teñido por aquellas charlas”.
Son encuentros sin egos. Dos fans fascinados frente a su ídolo. Cuando Jorge le dice, aún atónito, que no puede creer estar frente a él, frente a Borges, un hombre “solo ayudado por su biblioteca”, Borges sonríe —o uno lo imagina sonriendo—, agradece y suelta alguna ironía: “Bueno, muchas gracias. Y sí, tiene razón. Mi obra es realmente original y profunda”. Luego de una pausa, esta vez en serio, retoma: “Tal vez no sea un buen escritor, pero me gustaría pensar que mis cuentos y poemas harán que otros adquieran el hábito de la lectura, el amor por los libros, que es en definitiva lo que más me importa y lo que sí me gustaría dejar como legado”.
¿Qué lugar ocupa Borges hoy? En mi modesta opinión —concluye Alejandro Daniel Pose Mayayo—, si hubiese que hacer una lista de los cinco mejores escritores de Argentina, Borges estaría muy por encima del segundo. Y a nivel mundial, sin duda entre los diez mejores. Basta repasar la lista de los premios Nobel de literatura para darse cuenta de cuanto mamarracho sobrevalorado se llevó ese galardón. Y te agrego algo de color para cerrar el tema: cuando le dije que el premio Nobel de 1979 había sido para el poeta Odysséas Elýtis, Borges dijo: ‘No sé quién es… ¿Está seguro que es escritor?’ y empezamos a reírnos”.
Fuente: Infobae