«Lo que quise hacer es más o menos una buena crónica donde nada es cierto. Estaba un poco cansado de toda esa gente que se cree algo porque dice que es cronista». Eso cuenta el escritor Martín Caparrós en una entrevista que publicará revista Ñ esta semana sobre su nueva novela, Sinfín (Literatura Random House), un género al que vuelve siendo considerado, él mismo, uno de los mayores cronistas del continente y bajo la certeza de que el género está en parte sobrevaluado.
Tapa de «Sinfín», de Martín Caparrós
Ahora, se mete a imaginar un futuro posible (o no), a partir del fracaso de unos médicos y tecnólogos que están tratando de encontrar una manera de transferir los cerebros humanos a computadoras: a una mujer se le ocurre utilizar esa transferencia de cerebros para inventar una forma posible de vida eterna.
A continuación se reproduce el comienzo de su nuevo libro:
1. Selva, la selva
Dice que quiere que se acabe. Yo lo que quiero es que se acabe, dice, y no me atrevo a preguntarle si quiere que se acabe su zozobra o que se acabe todo.
–Que se acabe de una buena vez.
Dice de nuevo el hombre, y otra vez no me animo. De eso sé.
No los vemos, creemos que no están. O ni siquiera nos tomamos el trabajo de creerlo.
No los vemos. Aquí nadie diría que pasó todo eso.
Aquí pasa una mujer con una cabra en brazos y un chico agarrado a su rodilla, descalzo, la cara sucia de alguna fruta rosa, la cabeza rapada; aquí un hombre corre y tres hombres le gritan algo que no entiendo; aquí lloran bebés, madres les cantan; aquí dos muchachos se intercambian unas pantallas chicas, casi rígidas; aquí una chica de tetas como mares les pasa por delante y no la miran; aquí hay perros de carne, más mujeres sentadas a la puerta de sus casas o chozas o casillas: trozos de plástico ensamblados con tornillos, los techos de palma, los suelos de tierra vuelta barro; aquí el calor es bruto, los olores; aquí hay personas viejas –hombres viejos y mujeres viejas–, sus caras arrugadas, sus espaldas arqueadas, sus pies chatos: personas como no suelen verse. Aquí, un hombre me dice que se llama Juliano, que tiene como setenta años –«como unos setenta», dice, «o quién sabe noventa» y sonríe sin sus dientes– y que él siempre vivió acá, que dónde más.
–No, yo siempre viví acá. Me acuerdo que en esos años llegué a pensar en irme, esos tiempos cuando se iban, no sé si usted se acuerda, si se puede acordar. Pero a mí me faltaron agallas, o como quiera que se llamen. ¿Usted cómo las llama? Mire si tuve suerte, que de puro cobarde me salvé… Dice, y sonríe otra vez: brillo de babas en la encía. Juliano está sentado en una silla de plástico de dos patas, apoyada contra la pared de trozos de plástico para que no se caiga: la luz es poca, entra por un agujero en la pared. En un estante tiene un microondas: unos hornos que usaban mis abuelos, o quién sabe sus padres.
–Todos se fueron, pobres. Todos los que pudieron.
Después dice que pobres los pobres que se fueron, que nunca se imaginaron lo que les pasaría, que se fueron buscando una vida mejor y terminaron como terminaron. Pero que quién lo habría imaginado; que él sabe, porque alguno de ellos se escapó, pudo volver y les contó las cosas.
–Ahora parece que la gente de allá se volvió loca.
Dice, y yo le pregunto si realmente le parece de locos lo que hicimos y él insiste en que sí, que a quién se le ocurre, que cómo se les pudo ocurrir, y yo le pregunto –aunque ya sé– si está hablando de 天.
–Claro, de qué le voy a estar hablando.
–¿Y usted no querría tenerla? –¿Yo? ¿Yo para qué la quiero? Yo ya viví como tenía que vivir. Yo no voy a meter mi cabeza en esas máquinas del diablo. Dice Juliano y escupe en el suelo –un gargajo azul eléctrico, opulento, brillante, bamboleante– y dice que esas son locuras de ricos, de los que tienen tanto que tienen tanto miedo.
–Nosotros vivimos acá, tranquilos, no vamos a meternos en esas zapateras. Nosotros tenemos nuestros problemas que son nuestros, no queremos los de ellos. Esas cosas no son para nosotros.
Caparrós. «Estaba un poco cansado de toda esa gente que se cree algo porque dice que es cronista», dice.
Me dice, y yo no termino de creerle. Entonces le pregunto si es mejor vivir setenta años que todos los años y él me mira: y eso cómo vamos a saberlo, me pregunta. Después pega un grito y la mujer de la cabra aparece en la choza; el chico no. Juliano le pregunta si quiere o no una 天.
–¿Una qué?
–Una 天, nena, eso que se hacen allá arriba.
–Yo lo que quiero es comer, padre. Eso es lo que quiero. Afuera ladra un perro y varios le contestan. Aquí el mundo es otro mundo. Aquí todo parece igual a lo que era antes de 2061. O, incluso, de 2039. Aquí el mundo es lo que es, más allá de lo que a muchos les parece No los vemos, creemos un mundo que no es.
Nos creemos que todos son nosotros. Por eso hablamos de este tiempo como el tiempo de 天.
Es fácil y es difícil tan difícil tan n necio tan difícil.
En Darwin, el pueblo de Juliano, en plena Selva Patagónica, tan cerca del mar y tan lejos de todo, dos o tres mil viven de los animales que pueden cazar –monos pequeños, vaquitas retobadas, pingüinos adaptados a la tierra– y del agua de los ríos barrosos y de la espera que no espera nada. Muchos se mueren pronto de sus infecciones, de sus cruces, de algún ataque o reyerta o confusión; otros llegan a viejos: es una visión tan extraña, un hombre o una mujer con sus ochenta años. No es que no los hayamos visto en tiras, en holos, en todo tipo de representaciones, pero verlos así, en vivo, con su respiración y sus olores es una experiencia que todos deberían tener. Un viejo es un ser que parece tan frágil –cuya fortaleza a lo largo de los años lo ha llevado a parecer tan frágil–, un ser que se ve gastado por adentro, con un deterioro que, de adentro, hace fuerza por salir y apoderarse. Un viejo es un ser confundido, que hace sonidos cuando respira y no siempre los hace cuando habla, que se mueve sin querer cuando quiere estar quieto y se queda quieto cuando quiere moverse, que fija la vista porque no ve nada, que se agarra de cualquier tronco firme porque nunca está firme, que piensa en el futuro porque no tiene uno.
Fuente: Clarín .