El célebre psicoanalista acaba de editar «El precio de la pasión (Mitos e historias al filo de la vida)»
Solos… espantosamente solos
Suele decirse que los griegos inventaron la tragedia, pero esta afirmación es cierta sólo desde el punto de vista del arte. La verdadera tragedia nació mucho antes, con el aliento del primer ser humano que llegó a la vida, este lapso que va de una inexistencia a la otra. Nada éramos antes de nacer y nada seremos después de morir, al menos desde el punto de vista psicológico. Eso que llamamos «Yo» cada vez que hablamos de nosotros, contiene nuestra memoria consciente e inconsciente, las herencias emocionales que nos aguardaban aún antes de que naciéramos, las huellas que nos ha dejado la infancia, y los miedos y deseos que hoy nos condicionan, alientan y definen.
Nos ha tocado habitar un tiempo breve y complejo que al universo parece importarle bien poco, y sin embargo es lo único que tenemos.
La vida sólo es tiempo. Por eso, quien juega con nuestro tiempo juega con nuestra vida.
Es indispensable, entonces, darle valor a cada instante.
Hace muchos años, cuando trabajaba en un geriátrico, me ocurrió algo que no pude olvidar nunca. Una mujer de noventa y cinco años agonizaba en su cama. Sentado a su lado, yo sostenía su mano entre las mías en silencio. En un momento giró la cabeza para hablar. Me acerqué.
—¿Quiere decir algo? —la interrogué.
Mirándome a los ojos murmuró:
—¿Esto fue todo?
Sus palabras me golpearon. Sentí la carga que llevaban y, aun así, respondí con la verdad.
—Sí, esto fue todo. Pero le juro que mientras le quede un segundo de vida y quiera hablar voy a estar aquí para escucharla.
A los pocos días falleció.
Ha pasado el tiempo, y todavía su pregunta me recorre como una advertencia. Desde aquel instante, hice lo que pude para evitar ese destino. Quiero que, cuando llegue el momento, quien esté conmigo guarde una imagen distinta. Quizás una sonrisa, y una frase:
—Tranquilo, valió la pena… no estuvo tan mal.
Hegel dijo que era posible que la Tierra no fuera más que un enorme cascote que gira alrededor del sol. Pero lo cierto es que en ese cascote habita un ser que se pregunta por el sentido de la vida: nosotros. Y aquí estamos, condenados a encontrarle un significado a nuestra existencia, e invitados a enfrentar el desafío de vivir siendo conscientes de nuestra finitud.
No somos hombres y mujeres porque vivimos. Somos hombres y mujeres porque sabemos que vamos a morir.
Parafraseando a don Miguel de Unamuno, ése es el sentimiento trágico que recorre nuestras vidas. ¿Cómo hacemos para no vivir angustiados siendo conscientes del fin que nos espera? La respuesta es clara: jugando nuestros sueños, construyendo proyectos que se interpongan entre la muerte y nosotros. Y para que esos proyectos no se derrumben, es necesario que estén sostenidos por una fuerza que resista el embate de las adversidades. A esa fuerza la llamo deseo.
El deseo es enemigo de la muerte.
Al igual que Hegel, Nietzsche imaginó que la Tierra era sólo un astro entre muchos otros, olvidado en algún rincón del universo, habitado por animales inteligentes que desarrollaron la cultura, el arte, la ciencia y el conocimiento. Hasta que un día ese astro se enfrió tanto que todos los seres que vivían ahí sucumbieron a la catástrofe.
El escritor y filósofo Gustavo Varela extrae un pensamiento perturbador de este párrafo: “A pesar del esfuerzo, a pesar de la inteligencia y el tiempo dedicado […], aunque hayan escrito miles de libros y fundado universidades […] una vez que los habitantes (de ese astro) murieron, no pasó absolutamente nada. A pesar de tanto esfuerzo y de tanta verdad […] una vez que la Tierra se heló es como si nada hubiera sucedido”.
Esto es así porque al universo poco le importa lo que nos pase. ¿Cuántos milímetros creen que se modificará el eje terrestre el día que muramos?
Ni siquiera uno.
Sin embargo, como aquellos guerreros que se entrenaban toda la vida en el arte de matar dragones aun sabiendo que los dragones no existen, aspiramos a comprender el misterio que encierra ese universo que permanece indiferente a nuestras pasiones.
Nace el hombre. Muere Dios
Durante toda la Edad Media, la religión fue la única herramienta para intentar desentrañar el misterio de la vida. Hasta que, en el siglo XVII, René Descartes conmocionó al mundo con una conclusión subversiva: cogito ergo sum (pienso, luego existo).
Ese postulado desafió una cosmovisión que se había sostenido por más de mil años en los que el ser humano había estado relegado ante la figura de Dios. Toda esa época estuvo teñida de religiosidad, y la existencia era considerada apenas un trámite, un valle de lágrimas que debía atravesarse para obtener luego el premio en el reino de los cielos. Guiadas por esta premisa, las personas cedieron sus anhelos en esta vida a la espera de la recompensa divina que vendría luego de la muerte. No hubo revoluciones, lucha en contra de la injusticia, huelgas ni protestas y, hombres y mujeres, soportaron hasta lo insoportable.
Pienso en lo que se conoció como «derecho de pernada». Una ley que autorizaba a los señores feudales a mantener relaciones sexuales con las doncellas que fueran a casarse con cualquiera de sus siervos. Imaginen lo que sentirían esa mujer obligada a tener sexo sin desearlo, y su futuro esposo que debía esperar en la puerta de la cabaña a que «el Señor» terminara su tarea. Ninguno de los dos podía decir nada. Tenían que controlar su angustia, su rabia y su vergüenza, es decir, sus pasiones, porque así sucedían las cosas en aquel tiempo. Era lo que les había tocado, y creían que si lo soportaban con sumisión encontrarían consuelo en la otra vida.
Pero, como dijimos, llegó Descartes y se permitió dudar de todo, incluso de Dios.
No fue un acto gratuito. En aquellos tiempos, negar a Dios equivalía a ser condenado a muerte por herejía. Por eso, el pensador francés marchó a Ámsterdam, ciudad alejada del poder de la iglesia, y desde allí sostuvo que todo lo que creíamos podía no ser cierto, incluso la idea misma de Dios. Sin embargo, había algo de lo que él no podía dudar: de que estaba dudando, y eso le daba la certeza de existir. Es decir, sabía que existía porque dudaba, porque pensaba. De allí su máxima: «Pienso, luego existo».
A partir de ese momento, la religión fue cediendo terreno y comenzó el imperio de la razón que puso fin a años de oscurantismo.
Quizá pueda parecer inverosímil que una idea sea capaz de impactar tanto sobre la realidad como para llegar a modificarla. Pero ése es el poder de la palabra. Imaginemos la situación.
Un hombre reflexiona en soledad sobre el momento en que le toca vivir y cuestiona el orden existente. Luego comunica su pensamiento a los demás y, así como en mil años no había cambiado nada, ese pensamiento golpea las estructuras y lleva a una conclusión: si no hay Dios nadie gobierna por derecho divino. Un siglo y medio después rueda la cabeza de Luis XVI y cae la monarquía.
Pero no seamos ingenuos. Tampoco fue tan sencillo. Aunque, como analista experimenté en carne propia el poder que tiene la palabra. He visto a pacientes derrumbar universos de dolor para alzarse con ideales nuevos.
Laura era una médica brillante de cuarenta y cinco años que, luego de un tiempo de análisis, narró un suceso ocurrido en su pubertad.
En aquella época vivía sólo con su mamá y su hermano, porque el padre los había abandonado. Producto de ese desgarro, la madre había caído en una fuerte depresión y no pudo hacerse cargo de los hijos. Por esa razón, desde que tenía siete años, Laura era la responsable de la familia.
A los catorce comenzó a salir con un muchacho del barrio y poco después quedó embarazada. Al comunicárselo, él respondió que no tenía nada que ver con eso, porque era probable que para mantener a su familia ella tuviera sexo con otros por dinero y que, por ende, no pensaba hacerse cargo.
En sesión, Laura liberó un llanto mudo retenido durante casi treinta años.
—¿Te das cuenta? Me trató como a una puta.
Me contó que no tuvo otra alternativa más que abortar y que jamás había hablado del tema hasta ese día.
—Es injusto —repetía con voz entrecortada.
Su llanto y su angustia tenían una intensidad que no se condecía con un recuerdo. No se trataba del dolor moderado de la reminiscencia sino del tormento apasionado de la repetición, porque en transferencia ella no estaba recordando, sino reviviendo aquella escena. En ese momento, delante de mí tenía a una adolescente asustada y desvalida, y a ella le hablé. Le dije que tenía derecho a estar enojada y que no debía sentir culpa por la decisión que había tomado.
—Mirame, Laura —le indiqué— . Eras una nena muerta de miedo que estaba sola. Vos sabés el infierno que pasaste y nadie tiene derecho a juzgarte. Ahora es momento de que te perdones. Además, ya no estás sola. Yo estoy acá para ayudarte.
Ella agradeció con la mirada y, en ese gesto, la niña dejó paso a la mujer. Una mujer que ahora podía hablar. Y esa palabra posible desgastaba una angustia de años y abría la puerta a un destino diferente.
Con la razón no alcanza
Años después de Descartes, Immanuel Kant planteó que sólo podemos conocer el mundo a partir de nuestros sentidos. Es decir, accedemos a las cosas por lo que podemos tocar, ver, degustar, oler o escuchar. Así, todo nuestro conocimiento arranca por los sentidos, pasa de ellos al entendimiento y termina por último en la razón.
Pero no podemos engañarnos: no basta con la razón para entenderlo todo. Lo sabemos. Lo sentimos a diario cuando alguna de nuestras emociones derrumba cualquier argumento. ¿Qué otra cosa es la pasión, sino una fuerza que se lleva todo por delante, incluso la razón?
El mismo Kant lo reconoce. En su obra más importante, Crítica de la razón pura, el filósofo sostiene que apenas obtenemos un conocimiento limitado de las cosas a partir de lo que percibimos de ellas, y que esa realidad fenoménica (fenómenos), es la única experiencia posible. Además, admite que nunca podremos conocer la esencia de esas cosas (noúmeno).
Si leemos entre líneas, si hay una experiencia posible deducimos que hay otra imposible. ¿Cuál? Justamente la que escapa a los sentidos y remite a los temas existenciales: Dios, el origen, la existencia del alma, la sexualidad o la muerte. Esas cuestiones sobre las que no hay un saber. Ese mundo que no abarcan las palabras. Ese continente estremecedor al que el Psicoanálisis, a partir de Jacques Lacan, llama Lo Real. Todos, en algún momento, nos hemos abismado a él.
Nadie puede comprenderlo todo. Por lo tanto, debemos aprender a vivir con una falta de saber acerca de muchas de las cosas más importantes de la vida.
Algunos autores de tango han plasmado en su poesía esta sensación de angustia ante lo imposible de aprehender: «¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?…» «¿Quién se robó mi niñez?…» «Sus ojos se cerraron y el mundo sigue andando…» «Uno está tan solo en su dolor…» «Los años han pasado, terribles, malvados…» «La vida es una herida absurda…»
El querido poeta Horacio Ferrer dijo que el tango era «poesía vuelta pregunta constante que habita en el territorio del misterio», de lo que no tiene respuesta. Una especie de duelo o batalla (o una armonía) con la existencia.
El arte es un intento de acceder a lo innombrable. Con un movimiento, un trazo, una melodía o una metáfora rasguñan la piel de lo imposible y calman, al menos un poco, la desazón ante el vacío.
Un siglo después de la muerte de Kant, Karl Jaspers postuló que, a medida que avanzamos en el intento de entender el mundo, más tarde o más temprano, vamos a toparnos con un límite infranqueable. Por mucho que lo intentemos, hay un paso que no podremos dar de la mano de la razón. Llegado ese momento, tendremos que tomar una decisión: o nos resignamos o abandonamos la razón y damos un salto al vacío. A ese salto, Jaspers lo llama fe. La razón no alcanza para demostrar la existencia de Dios, pero la fe posibilita la aceptación de la presencia divina sin necesidad de pruebas ni cuestionamientos.
Más allá de la postura que se tenga ante la fe, debemos admitir que no es suficiente la razón para comprender, ya no sólo el cosmos o Dios, sino nuestra propia vida. Somos para nosotros un enigma tan grande como el universo mismo.
Ni especiales, ni divinos
En su artículo «Una dificultad del Psicoanálisis», Sigmund Freud señaló que, a lo largo de la historia, la humanidad ha sufrido tres grandes heridas narcisistas.
La primera de ellas fue la revolución copernicana.
En pleno Renacimento, Nicolás Copérnico demostró que la Tierra no era el centro del universo. Ése fue el primer gran cachetazo a nuestro orgullo. Tuvimos que admitir que no vivimos en un lugar privilegiado, sino que, como luego dirá Nietzsche, nuestro planeta es sólo uno más de los astros que deambulan por el cielo.
La segunda herida narcisista la produjo Darwin al negar que el ser humano sea una creación divina hecho a imagen y semejanza de Dios. Según él, no somos sino un eslabón más en la escala evolutiva.
Sin embargo, nos quedaba todavía un motivo para sentirnos distintos: éramos los únicos seres racionales y conscientes capaces de tomar decisiones que armonizaran sus actos y deseos. Entonces llegó Freud y produjo la tercera y más profunda de las heridas a nuestro ego al develar la existencia del Inconsciente. Con este descubrimiento señaló la ambivalencia que nos recorre y denunció que nadie puede decir con exactitud qué desea, porque es posible que, mientras una parte de nosotros quiera una cosa, otra desee exactamente lo contrario y, aunque creamos buscar la felicidad, llevamos una fuerza que nos empuja a sufrir. A esa fuerza, los analistas la llamamos pulsión de muerte.
Por ejemplo, ¿qué hace la persona que ha sido abandonado por quien ama? Llega a su casa, enciende una luz tenue, se sirve una copa de vino, mira si su ex está en línea e imagina con quien estará chateando, relee los mails antiguos, esos que fueron escritos por alguien que ya no existe, llora, se entrega a un goce masoquista y, de esa manera, complace a esa parte que busca el sufrimiento como modo de satisfacción. Ojalá pudiéramos circunscribir la pulsión de muerte a un momento tan acotado, sería mucho más sencillo. Pero la pulsión de muerte no se detiene ahí, va por todo y, en ocasiones, contamina las relaciones de pareja, familia o trabajo, dificulta el estudio y destruye cada una de nuestras actividades.
Lo sabemos. A diario vemos cómo la pulsión de muerte se adueña de nuestras pasiones y, cuando eso ocurre, los celos, la necesidad de posesión, el miedo, la desconfianza, o la violencia, aparecen y se llevan por delante la vida.
El concepto de pulsión de muerte revela que tampoco es cierto que hayamos nacido para ser felices. Como sentenció Freud: «No hay nada en el plan del universo que contemple la felicidad humana». Por el contrario, alcanzar la felicidad es todo un reto y, para lograrlo, muchas veces debemos ir en contra de nuestra propia naturaleza.
¿Por qué, tantas veces, arruinamos todo sin darnos cuenta? Porque hay motivaciones ocultas que condicionan nuestro comportamiento. Con el descubrimiento del Inconsciente cae una creencia tan ingenua como errada: no es verdad que seamos dueños de nuestra voluntad y nuestros deseos.
Experimentamos el Inconsciente como si fuera algo extraño a nosotros. Por eso, cuando aparece bajo alguna de sus formas (sueños, lapsus, actos fallidos, chistes o síntomas) nos invade una sensación de asombro. Si eso ocurre, miramos lo que hemos hecho y, como escribió Serrat, «nos despertamos sin saber qué pasa».
A fines del siglo XIX, Robert Stevenson publica una nouvelle, una novela breve, en la que relata el extraño caso de Jekyll y Hyde.
El doctor Jekyll era un hombre educado y correcto que se había ganado la amistad y el respeto de todos quienes lo conocían. Sin embargo, en lo profundo, era consciente de que a veces lo asaltaban pensamientos agresivos y emociones violentas. Fue así que descubrió que contenía dos naturalezas opuestas: una bondadosa y otra maligna, y decidió que debía encontrar la forma de separarlas. Necesitaba romper los lazos que lo ataban a esas pasiones bajas y destructivas.
Trabajó durante mucho tiempo en su laboratorio, hasta que descubrió una fórmula que le permitió concretar su anhelo. Al probar la poción, apareció ese costado oscuro que lo habitaba y se convirtió en otra persona. Un ser malévolo y repugnante: Mr. Hyde. Alguien despreciable y sin conciencia moral que cometía todo tipo de delitos, incluso asesinatos. Enterado de esto, Jekyll comprendió que no podía permitir que Hyde reapareciera y decidió dejar de tomar la fórmula. Pero no dio resultado, porque esa otra personalidad, Mr. Hyde, comenzó a aparecer en los momentos más inesperados y sin necesidad de que él bebiera la poción.
Desesperado, tomó la decisión de dejar a un amigo una carta explicando todo y suicidarse. Aunque, en realidad, ese suicidio, es decir, la muerte del doctor Jekyll, no fue sino uno más de los asesinatos de Mr. Hyde.
Como vemos, al mismo tiempo que Freud investigaba acerca de las motivaciones psicológicas que producen el dolor emocional, también la literatura lo hacía a su manera.
No deja de ser una rima interesante que la palabra «hide» — con «i»— signifique «esconder». Entonces, si «hidden» es «escondido» u «oculto», poco cuesta deducir que Mr. Hyde es la metáfora que Stevenson encontró para nombrar los impulsos destructivos que, secretamente, recorren a todo ser humano: la pulsión de muerte.
También Mark Twain se sintió perturbado por el tema. Periodista y escritor, conocido especialmente por Príncipe y mendigo y Las aventuras de Tom Sawyer, Twain fue un hombre atormentado. No era para menos. Su hija Susy falleció a los veinticuatro años de edad producto de una meningitis. Ocho años después murió su esposa, Olivia. Al poco tiempo, durante una nochebuena, su hija Jean sufrió un ataque de epilepsia que le produjo la muerte.
Se entiende que, después de todo eso, Twain haya renegado del mundo, de la vida y hasta del mismo Dios. Es probable que ese vacío existencial lo haya llevado a la introspección más profunda. Así lo escribió en sus diarios: “Hay dos personas en nuestro interior: el que está despierto y el que aparece cuando dormimos, que se separa de nosotros y puede vagar por donde quiera, haciendo lo que no nos atrevemos a hacer despiertos. Los actos y las palabras de una persona son sólo una ínfima parte de su vida. Su vida verdadera se da en su cabeza y ni siquiera esa persona la conoce. Todos los días, durante todo el día, el molino de su mente muele y tritura esa masa que bulle sin descanso mientras duerme”.
Una manera precisa de sugerir la existencia del Inconsciente. Pero hay un detalle mucho más escalofriante. Twain había nacido en 1835, durante una de las visitas del famoso cometa Halley. Al respecto, dijo: “Vine al mundo con el cometa Halley, en 1835. Vuelve de nuevo el próximo año, y espero marcharme con él. Será la mayor desilusión de mi vida si no me voy con el cometa Halley. El todopoderoso ha dicho, sin duda: «Ahora están aquí estos dos fenómenos inexplicables; vinieron juntos, juntos deben partir». ¡Ah! Lo espero con impaciencia”.
Mark Twain murió cuando tenía setenta años, a las seis de la tarde del 21 de abril de 1910, un día antes de que el cometa Halley tocara en su recorrido el punto más cercano a la tierra.
De esa manera brutal actúa la pulsión de muerte.
Lo que está de más, lastima
Los griegos acuñaron la noción de hibris para señalar algo que temían y despreciaban: la desmesura. Esos momentos en que las emociones nos avasallan y hacen que perdamos el control.
Al parecer, los dioses aceptaban sólo una cierta cantidad de placer o dolor en el ser humano, y toda sensación que escapara de esos límites era vista como una transgresión que debía ser sancionada.
Como es sabido, los Juegos Olímpicos eran algo muy serio en aquellos tiempos. Los vencedores eran distinguidos con todo tipo de homenajes: se realizaban fiestas, se erguían monumentos en su honor y se construían leyendas que los sobrevivían por siglos. Muchas ciudades encontraron su fama a partir de sus campeones.
Se cuenta que Filipo II de Macedonia recibió el mismo día tres noticias importantes: el nacimiento de Alejandro, su heredero, el triunfo en Olimpia de uno de sus caballos y la victoria de su ejército en uno de los frentes de batalla. Abrumado, rogó a Tique, diosa del destino, que por favor le enviara una desgracia pequeña porque, como todos en ese tiempo, temía a la desmesura. Creía que los dioses exigían una cierta simetría en la vida de los seres humanos, y él había tenido una suerte tan grande que tuvo miedo de ser castigado por esa fortuna excesiva. Algo que ocurría a menudo.
Cuando el héroe Áyax marchó a la guerra, su padre, Telamón, le dijo que siempre aspirara a vencer con la ayuda de los dioses. Pero Áyax, lleno de soberbia, contestó: «Con tal ayuda de los dioses puede adquirir fuerza incluso uno que no valga; yo me creo capaz de adquirir fama aun sin ellos». Los habitantes del Olimpo no se caracterizaban por su tolerancia, y esos dichos provocaron el encono de Atenea, diosa de la sabiduría y de la guerra. Cuando Áyax rehusó una vez más su ayuda jactándose de que el enemigo no podía pasar por donde él estaba, la diosa montó en cólera y lo condenó a la locura, llevándolo a realizar actos indignos para alguien como él. Al despertar de su delirio, Áyax descubrió que había mancillado su espada de guerrero y, deshonrado, prefirió quitarse la vida antes que vivir en la vergüenza.
Áyax había incurrido en la desmesura de la soberbia y, como dijimos, en la Grecia clásica todo exceso era mal visto. De allí la frase que recibía a los consultantes en la entrada del oráculo de Delfos: «Nada en demasía».
También Dante, en La Divina Comedia, suscribe esta idea. Al describir el purgatorio, lo divide en siete giros, en cada uno de los cuales el alma debe expiar los siete pecados capitales: la soberbia (desmesura del amor propio), la envidia (desmesura en el afán de tener una posesión o virtud ajena), la ira (desmesura del enojo), la pereza (desmesura del descanso), la avaricia (desmesura del anhelo de posesión), la gula, (desmesura del hambre) y la lujuria (desmesura del deseo sexual).
Esta mirada acerca de la desmesura no es ajena al Psicoanálisis.
La teoría psicoanalítica diferencia dos conceptos que en el uso cotidiano solemos utilizar como si fueran sinónimos, pero no lo son.
El placer. El goce.
Los estímulos que recibimos, tanto internos como externos, producen un aumento de la excitación psíquica. El placer aparece cuando logramos que esa excitación disminuya. Por el contrario, cuando esa tensión aumenta y atraviesa el límite de lo tolerable, surge una sensación de malestar extremo que denominamos goce. Por lo tanto, el goce no es placentero, es doloroso, porque es desmesura. Es el disfrute que se experimenta, por ejemplo, en los momentos de padecimiento. Instantes en los que nos aferramos al dolor de modo pasional.
Es decir que, lejos de ser sinónimos, placer y goce se excluyen. Son conceptos irreconciliables. Donde hay placer no hay goce. Donde hay goce no hay placer.
Comer, por ejemplo, disminuye la tensión que produce el hambre y genera un estado placentero. Pero si comemos hasta más no poder, lejos de experimentar la calma de la saciedad, tendremos una sensación de molestia. En esos casos no decimos que nos encontramos satisfechos, sino que estamos llenos. ¿Llenos de qué? De goce.
El placer va de la mano del deseo y el goce, en cambio, de la pulsión de muerte.
¿De qué lado se encuentra la pasión?
Por ahora, diré que la pasión es una energía que nos impulsa a ir en busca de algo que deseamos: un ideal, un amor, o una vocación. Pero también es posible que nos arrastre hacia la búsqueda desmedida del poder, la lujuria, o, como al Quijote, nos lleve a enfrentar desafíos delirantes. En esos casos, alentados por la pasión, arremetemos incluso contra las barreras que marcan los límites de la sanidad. Es decir que la pasión puede llevarnos tanto al ápice febril del encuentro amoroso, o a ese punto descontrolado de dolor al que denominamos goce.
Teniendo en cuenta esto, llamaré pasión a aquellos momentos límites del placer y del dolor que nos ponen ante el desconocimiento de lo más profundo de nosotros. Situaciones en que la razón pierde el control, ya sea porque el dolor es tan fuerte que no se encuentra la manera de ponerle coto, o porque la promesa del placer absoluto brilla de tal forma que ciega.
Una de las dificultades que aparecen al intentar comprender las cuestiones afectivas es que debemos hacerlo utilizando la razón y, como afirmó Blaise Pascal: «El corazón tiene razones que la razón no entiende». ¿Y por qué no las entiende? Porque el razonamiento se construye con palabras y, técnicamente hablando, las razones del corazón (las emociones), son pensamientos sin palabras.
Por eso, somos incapaces de responder con exactitud una pregunta tan simple como: «¿qué sentís por mí?». Y, en la pretensión de hacerlo, decimos «te quiero», o «te amo», sin lograr abarcar la verdad de nuestros sentimientos, porque los sentimientos no se dejan definir por completo. Apenas si podemos rodearlos, caminar por su borde con frases que no terminan de expresar nuestra realidad afectiva.
¿Cómo poner palabras en un terreno que, por definición, es mudo? No es fácil, pero vamos a intentarlo. Para hacerlo echaremos mano de la literatura, la filosofía, el cine y, como ya se ha visto, de la mitología. ¿Por qué mitos? Porque los mythos (historias) también postulan el enfrentamiento entre contrarios irreconciliables: el bien contra el mal, lo divino versus lo humano, la (pulsión de) vida batallando con la (pulsión de) muerte. No sólo intentan dar respuestas a preguntas existenciales (¿cómo se creó el mundo? ¿Para qué vivimos? ¿Qué hay después de la muerte?), sino que, además, ensayan metáforas que abordan cuestiones psicológicas: el porqué del amor, la tortura de un duelo, las causas que generan que alguien lleve a cabo una venganza o las motivaciones ocultas que alientan el camino del héroe.
Pero, antes de continuar, una última historia y una advertencia final.
En 1824, don José de San Martín se fue para siempre de Buenos Aires. Su esposa había muerto hacía poco y su hija Merceditas era una niña de apenas ocho años.
En 1827, la caída de su gran enemigo, Bernardino Rivadavia, lo alentó a volver, pero no bajó del barco que lo traía porque el país estaba envuelto en una guerra fratricida de la que se negó a participar. No estaba dispuesto a levantar su sable para pelear contra hermanos y, luego de una breve estancia en Montevideo, partió rumbo a Europa.
Aquello fue un verdadero exilio para el Libertador. Un exilio en el que, a pesar de contar con su hija y sus nietas, se sentía profundamente solo. Él mismo lo confiesa en una carta que envía a su amigo Pedro Molina: «Hace más de tres años que vivo retirado en este desierto».
El Libertador deseaba regresar a su Patria y vivir en su chacra mendocina. Por eso dijo que, cuando la tranquilidad política de la Argentina se lo permitiera, volvería para pasar aquí su vejez, «pues no deseo otra cosa que morir en su seno». Un deseo que no pudo alcanzar jamás.
Desde su casa de Grand Bourg (Francia) le escribe a Tomás Guido una carta para contarle cómo vive: “Ocupo mis mañanas en la cultura de un pequeño jardín y mi pequeño taller de carpintería; por la tarde salgo a paseo y en las noches, en la lectura de algunos libros; he aquí mi vida. Usted dirá que soy feliz; sí, mi amigo. Verdaderamente lo soy. A pesar de esto, ¿ creerá usted si le aseguro que mi alma encuentra un vacío que existe en la misma felicidad?”.
San Martín era feliz. Sin embargo, no lograba evitar el vacío que lo recorría. Producto, quizá, de no poder descansar en su chacra de Mendoza, ganada luego de luchar por nuestras libertades. Tal vez, la pena por el sueño perdido de la Patria Grande. A lo mejor, la ingratitud de una tierra por la que arriesgó su vida.
Fue un hombre apasionado. Pasión que lo llevó a realizar la gesta de los Andes, a renunciar a los honores por mantener sus ideales, a ofrecer a Rosas, siendo ya un anciano, sus servicios de soldado para defender la Patria ante la invasión de Inglaterra y Francia, arriesgando incluso su residencia en ese país.
Llevó al extremo la pasión por la valentía, el honor y la dignidad.
Pero esa pregunta, «¿creerá usted si le aseguro que mi alma encuentra un vacío que existe en la misma felicidad?», desnuda la inteligencia con la que advirtió una verdad tan dura como inevitable: en la vida todo no se puede, todo tiene un precio. Y la pasión no escapa a esta ley.
Fuente: Infobae