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La pequeña París. Así llamaban a Mondovi, una ciudad de Argelia en los tiempos de la colonia francesa. Luego, con la independencia de 1962 —tras una guerra que duró ocho años— se la nombró Dréan. Allí nació Albert Camus, el 7 de noviembre de 1913 con la miseria del tercer mundo de fondo. Su padres eran agricultores. Se los llamaba pieds-noirs, pies negros, un término despectivo creado por la Francia colonial para los franceses que trabajaban en las colonias.
Su madre, Catalina Elena Sintes, analfabeta y sordomuda, nació en la ciudad argelina de Birkhadem, pero su familia provenía de Menorca, la isla de España. Su padre, Lucien Camus, cuya familia huyó de Alsacia tras la guerra franco-prusiana, fue a combatir a la Primera Guerra Mundial. Allí, en la Batalla del Marne, Francia, lo hieren y, tras ser trasladado al hospital de Saint-Brieuc, finalmente muere. Albert Camus todavía no había cumplido un año.
Cuando muere el padre, la familia se instala en la casa de su abuela materna en Argel, la capital del país africano. Su infancia transcurre en uno de los barrios más pobres de la ciudad. No hay mucho que decir al respecto. Simplemente sobrevive. Hasta que llegan los libros. Fue a partir de un subsidio para los hijos de las víctimas de la guerra que empezó a estudiar: primero la primaria, después el bachillerato y finalmente Filosofía y Letras.
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Mientras tanto, como la mayoría de sus compañeros del barrio, jugaba al fútbol. Hizo natación y boxeo pero el fútbol le encantaba. Era 9, delantero central, pero tenía tuberculosis y sus pulmones no funcionaban muy bien —se agitaba todo el tiempo—, entonces decidió ir al arco. Esa es una versión; otra es que era tan pobre que no quería gastar su único par de zapatos, entonces prefirió ir al arco.
Hay un relato titulado “Lo que le debo al fútbol” que no llega a ser cuento; se trata, más bien, de la narración de un recuerdo. Se publicó en la revista France Football en 1957. “Sí, lo jugué varios años en la Universidad de Argel. Me parece que fue ayer. Pero cuando, en 1940, volví a calzarme los zapatos, me di cuenta de que no había sido ayer”, comienza, y luego: “Aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida”.
Camus jugó en el Montpensier y en el Racing Universitario de Argel (RAU). El texto mencionado termina así: “Porque, después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol, lo que aprendí con el RUA no puede morir. Preservémoslo. Preservemos esta gran y digna imagen de nuestra juventud. También estará vigilándolos a ustedes”.
Camus “fue uno de los primeros, si no es el primero, que rompió un poquito esa barrera entre los intelectuales y el deporte”, dijo en en entrevista con Infobae el actor Gustavo Farías, cuando escribió y protagonizó la obra de teatro Camus, le philosophe du solei. “Porque él reivindicó el deporte de una forma orgánica y siempre tuvo al fútbol como una escuela de vida. Esa también creo que fue una de las razones por las cuales se distanció mucho de Sartre”.
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Como la docencia le fue negada, se dedicó al periodismo. Ya en 1932, a los 19 años, publicó sus primeros artículos. Poco a poco se convirtió en una voz importante en Argelia, donde vivió hasta 1940, agitando la vida cultural e inclinándola hacia la clase trabajadora: realizó investigaciones sobre la miseria en Kabylia, fundó el Teatro del Trabajo y escribió meditaciones líricas dirigidas directamente a los campesinos y obreros.
También cuestionó la política soviética tras el tratado de no agresión entre la URSS y los nazis, conocido como Pacto Ribbentrop-Mólotov, y se distanció del Partido Comunista francés —no del PC argelino que estaba con la mirada en la independencia— por su obsecuencia con el estalinismo. En 1940, tras las presiones del gobierno para que no pueda trabajar en ningún lado, decidió emigrar a París. Siguió siendo periodista, pero empezó a apostar por la literatura.
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“Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias». Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer”. Así comienza su primera novela, El extranjero, publicada en 1942. Con este libro inaugura su gran obra, un movimiento estético e intelectual, una especie de ficción filosófica, lo que la crítica literaria llamó existencialismo primero, absurdismo después, aunque él siempre escapó de las etiquetas.
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Amor: breve capítulo aparte. Camus tuvo muchos romances —Blanche Balain, María Casares, Mamaine Koestler, María Casares, Catherine Sellers y Mette Ivers— y dos casamientos: Simone Hié y Francine Faure. Con la última tuvo dos hijos, Catherine y Jean, gemelos. “Es difícil decir quién fue la mujer más importante. Todas lo eran. Mujeres de una personalidad muy fuerte”, dijo en una entrevista de 2012 Catherine Camus, abogada y albacea de la obra de su padre.
De todos esos amoríos —muchos furtivos, la mayoría clandestinos— están las cartas. Por ejemplo las que le envió a la actriz María Casares, hija del entonces jefe de gobierno español Santiago Casares Quiroga, con quien tuvo una relación durante 16 años. En palabras del historiador Francisco Martínez Hoyos, esa correspondencia es de un “romanticismo desaforado”. Le escribió, por ejemplo: “Hace seis días que estoy aquí y todavía no me he acostumbrado a tu ausencia”.
Se conocieron el 19 de marzo de 1944 en la casa del escritor Michel Leiris. Camus estaba en Francia; su mujer, Francine Faure, en Argelia. Fueron dos años intensos, sobre todo políticamente, por la ocupación nazi y la Resistencia Francesa en la que ambos participaron. Dos años después, Francine viaja a Francia, nacen los gemelos y la relación entre María Casares y Albert Camus se disuelve. Pero el amor hizo lo suyo: a los dos años se reencontraron.
“Nada es más hermoso, más soberbio y más tierno que el deseo que tengo de ti”, le escribió Camus en 1948. “Yo espero el milagro siempre renovado de tu presencia”, respondió ella. El romance terminó con la muerte del escritor. En esos años últimos —nadie sabía que serían los últimos—, precisamente el 17 de octubre de 1956, la actriz le escribió: “Hace mucho tiempo que no lucho contra ti; pero sé que, cualquier cosa que acontezca, viviremos y moriremos juntos”.
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El sinsentido de la vida está en su final. Nadie volvió de la muerte para contar qué había del otro lado ni para explicar porqué transitamos todo este camino. En 1942 Camus publicó un ensayo que abordó esta cuestión, pero fue aún más allá: se tituló El mito de Sísifo y reflexionó sobre el suicidio. “Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”, escribe en la primera página, y más adelante: “¿Cuál es, pues, ese sentimiento incalculable que priva al espíritu del sueño necesario a la vida?”
En la mitología griega, la astucia de Sísifo es castigada por los dioses condenándolo a empujar hacia la cima de una montaña una piedra gigante. Al llegar, la piedra cae rodando hasta el valle y hay que empujarla nuevamente. Así hasta el fin de los días. En este libro —en 1942 también publicó la novela El extranjero: dos textos que se retroalimentan— da cuenta de lo absurdo de la vida y de cómo el suicidio no es otra cosa que una posible respuesta al sinsentido.
En El mito de Sísifo, entre de citas y reflexiones en torno al “clima asfixiante”, escribe: “Frente a la contradicción esencial defiendo mi contradicción humana. Instalo mi lucidez en medio de lo que la niega. Exalto al hombre ante lo que lo aplasta y mi libertad, mi rebelión y mi pasión se unen en esa tensión, esa clarividencia y esa repetición desmesurada. Sí, el hombre es su propio fin. Y es su único fin. Si quiere ser algo, tiene que serlo en esta vida. Ahora lo sé de sobra”.
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“Hay una paz, provisoria, en esta casa”, escribe Camus en un cuaderno mientras el sol se filtra por la ventana. Está en una cama matrimonial con un cigarrillo en la boca, los pies cruzados, la espalda y la cabeza sobre una almohada, la mano presionando un lápiz sobre el papel. Es la mansión de Victoria Ocampo en Béccar, San Isidro, año 1949, 13 de agosto, primera mañana en Argentina.
“Debería quedarme aquí hasta el día de mi regreso”, escribió en sus diarios de viaje. Estaba maravillado con la Villa Ocampo (“una casa grande y agradable, en el estilo de Lo que el viento se llevó. Gran lujo antiguo. Tengo ganas de acostarme y de dormir hasta el fin del mundo”), pasó dos noches allí y el 14 de agosto partió a Santiago de Chile.
En Argentina mantuvo el perfil bajo: su obra El malentendido había sido prohibida. No tuvo grandes actividades durante aquellos tres días. La más importante, una reunión con unos cuarenta intelectuales argentinos que le organizó Victoria en su casa. Todo esto lo cuenta Eduardo Paz Leston en el prólogo de la correspondencia entre Camus y Ocampo publicado por Sudamericana.
La última noche cenó con la anfitriona —ya se conocían: habían pasado varios veladas juntos en París—, hablaron de política, afirmaron su férrea convicción de oponerse a los totalitarismos —para ambos, el peronismo lo era—, escucharon una ópera de Britten, también algunos poemas de Charles Baudelaire grabados por Victoria y bebieron y fumaron y rieron. De lo demás, no hay registros.
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Durante la ocupación nazi en Francia y la posguerra, Camus editó y escribió en muchísimas revistas obreras. En esa praxis acentuó su posición anti totalitaria y la especificó escribiendo sobre diversos conflictos sociales y políticos alrededor del mundo. Fue para 1951, con su famoso ensayo El hombre rebelde, que se distanció definitivamente del comunismo soviético dejando claras sus diferencias con Jean Paul Sartre, catalogando de falsa la dicotomía capitalismo-comunismo.
Ese es libro, que es una declaración de principios, un manifiesto utópico, una necesaria apología a la rebelión y al espíritu crítico, empieza así: “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no. Pero si se niega, no renuncia: es además un hombre que dice que sí desde su primer movimiento. Un esclavo, que ha recibido órdenes durante toda su vida, juzga de pronto inaceptable una nueva orden. ¿Cuál es el contenido de ese ‘no’?”
“El esclavo, en el instante en que rechaza la orden humillante de su superior, rechaza al mismo tiempo el estado de esclavo. El movimiento de rebelión lo lleva más allá de donde estaba en la simple negación. Inclusive rebasa el límite que fijaba a su adversario, y ahora pide que se le trate como igual (…) Instalado anteriormente en un convenio, el esclavo se arroja de un golpe al Todo o Nada. La conciencia nace con la rebelión”.
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Tenía 44 años Albert Camus cuando recibió el Premio Nobel de Literatura. En su discurso dijo: “¿Cómo un hombre, casi joven todavía, rico sólo por sus dudas, con una obra apenas desarrollada, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin una especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, a plena luz? ¿Con qué ánimo podía recibir ese honor al tiempo que, en tantos sitios, otros escritores, algunos de los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natal conoce una desdicha incesante?”
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Camus, como todo ser humano, estaba condenado a muerte. La razón más probable era su tuberculosis, que desde niño lo venía limitando constantemente; ya había tenido algunas crisis importantes que fueron mucho más que un alerta. Desde adolescente empezó a sospechar que moriría por un ataque respiratorio o algo por el estilo.
La tuberculosis, una suerte de fantasma que lo acompañó siempre y le marcó los límites de sus movimientos. No sólo en el deporte, también cuando quiso ser docente o cuando se presentó al ejército como voluntario: lo rechazaron por su delicada salud. Él suponía, teniendo en cuenta el azar de la vida, que su fin podría llegar como desencadenante de esta enfermedad pulmonar.
Pero no fue así. Lo que pasó fue esto: hace exactamente sesenta años, cuando se encontraba en la cumbre de su carrera literaria e intelectual, Albert Camus murió en un accidente de tránsito. O al menos eso dice el consenso, pese a que estén los que crean que detrás de todo estuvo la KGB. Iba en un vehículo por la ruta número 5, en Villeblevin, Francia. Tenía apenas 46 años.
Manejaba Michel Gallimard, sobrino del editor de Camus. En el asiento trasero, la esposa y la hija de Gallimard. Camus viajaba adelante, del lado derecho. Una rueda reventó intempestivamente y el auto perdió el control. Un par de microsegundos después el vehículo impactó contra un árbol a la vera del asfalto. Todos se salvaron. Todos menos el escritor francés, que perdió la vida de inmediato.
Ese día, los periodistas estaban de huelga. La noticia tardó en hacerse pública. El corresponsal del diario español ABC, Federico García-Requena, describió aquel día así: “Una tarde de invierno, de cielo entoldado y sin crepúsculo, que fue noche casi instantáneamente, como si de pronto hubiera sido cubierta por crespones de duelo”.
Fuente: Infobae