A los doce años Boris Vian está en su cama, tapado y transpirado con un pañuelo mojado en la frente, delirando de la fiebre, haciéndose algunas preguntas existenciales. A los veinte toca la trompeta en un bar de París junto a la orquesta de jazz que formó con sus hermanos. A los veintiuno se besa apasionadamente con la poeta Michelle Léglise mientras sus amigos le tiran arroz bajo un sol imponente. A los veintidós acuna a un bebé recién nacido. A los veintitrés es un ingeniero que, de traje y casco, da instrucciones en una planta ubicada en las afueras de París. A los veinticuatro Jean Paul Sartre le pide que le envíe algunos de sus cuentos para publicarlos en Les Temps Modernes.
A los veinticinco es un escritor negro nacido en Estados Unidos denunciando la criminalización que sufren los afroamericanos. A los treinta se pone en pedo con Charlie Parker. A los treinta y dos se vuelve a casar. A los treinta y tres el Colegio de Patafísica lo nombra “Sátrapa Trascendente”. A los treinta y cinco cruza los pies sobre el escritorio en un despacho de Philips; en la puerta, en imprenta, dice: Boris Vian, director artístico. A los treinta y cinco sube al estrado en el Festival de Cannes a recibir la Palma de Oro. A los treinta y nueve está en el cine viendo una película basada en una de sus novelas cuando la muerte, disfrazada de paro cardíaco, lo abraza y le dice: tenemos que irnos.
“Ingeniero desertor, como Musil o Wilcock, pero también trompetista, pintor y cantante, si hubiera emigrado a la Argentina, Boris Vian podría ser uno de los 7 locos. En cambio, fue una especie de eslabón perdido entre el surrealismo y la Oulipo con un toque existencialista y patafísico. Y a la vez un hermano menor de Queneau, y un doble de riesgo, más jazzero, de Georges Brassens«. El que habla es el escritor argentino Edgardo Scott. Desde su departamento en París, cuando ya es medianoche en la capital francesa, habla con Infobae Cultura sobre aquel polímata que vivió mil vidas en apenas 39 años llamado Boris Vian.
“Lo primero que leí —continúa Scott— por suerte fue, La hierba roja, en esa mítica colección del Club Bruguera. Es uno de esos libros que deberían ser de lectura obligatoria. Cuando se es joven o para intentar ser menos viejo siempre. Él dice eso en un poema, cito de memoria: el problema no es envejecer después de haber vivido, el problema es empezar por ahí. Tratándose de Vian, La hierba roja fue ya una novela tardía, aunque también como Arlt y como Wilcock murió bastante joven, de un ataque al corazón, a los 39. Cuesta imaginar ese ritmo de vida y de creación, digamos, 39 años más”.
Hace cien años, un 10 de marzo de 1920, bajo un cielo pálido y un clima de no más de diez grados, nació Boris Vian. Una casa grande en Ville-d’Avray que disfrutó hasta que la economía familiar se desplomó. No eran ricos; pero vivían de rentas. Su padre era dueño de varias propiedades pero con la crisis del 29 todo se fue al tacho. La cuota artística estaba presente porque era traductor de inglés y alemán, además de poeta aficionado. Su madre tocaba el piano y el arpa con la delicadeza de los ángeles. Podría decirse que creció entre algodones pero no es cierto: además del contexto económico en decadencia, tuvo un ataque de fiebre reumática y tifoidea que le dio, además de fragilidad, una sentencia: la vida es corta y hay que vivirla al palo.
Se recibió de ingeniero, se casó joven y tuvo dos hijos mientras pulía su pluma literaria. Era un entusiasta delirante de cuentos y novelas y poemas y críticas musicales y notas periodísticas. El primer libro que publicó se tituló Escupiré sobre vuestra tumba. Una novela que salió al mundo en 1946 con un seudónimo, el de Vernon Sullivan, un supuesto escritor negro estadounidense. Pero fue más allá: se hizo pasar por su traductor y escribió un prefacio donde decía que “aquí (en Francia) nuestros moralistas de siempre reprocharán algunas de las páginas de esta obra”. Tenía razón: la construcción de ese personaje negro, antiracista y vengador de blancos le costó algunos juicios por “ultraje a las buenas costumbres”. Además, tuvo que visibilizarse como el autor detrás de Sullivan.
“Una cosa que se olvida mucho es que Boris Vian era conocido como músico y como periodista de jazz, y costó muchísimo que el status quo literario de Francia lo reconociera como escritor”, dice del otro lado del teléfono el escritor Eduardo Berti. Camina por París mientras conversa con Infobae Cultura, regresando a su casa luego de la presentación de un particular libro en La Sorbona, la histórica universidad pública, titulado On n’y échappe pas. Con miembros de la escuela literaria Oulipo participó de un interesante trabajo: terminar una novela policial que Vian había dejado inconclusa.
“Una idea que tuvo a finales de 1950 —cuenta Berti— y llegó a escribir cuatro capítulos, que si bien se nota que fueron escritos rápidamente, eso le da un encanto muy grande al texto. Lo que los herederos de Vian le dieron a Oulipo cuando nos propusieron que completáramos esta historia fueron, no sólo esos cuatro capítulos, sino también una sinopsis que dejó escrita Vian. Nosotros trabajamos con una libertad bastante restringida, pero a la vez teníamos un montón de espacio en el que tuvimos que sembrar indicios falsos, ajustar tuercas, agregar algunos personajes, desarrollar escenas. En el fondo fue un trabajo muy oulipiano, ¿viste que Oulipo trabaja mucho con la restricción?”
Además de Vernon Sullivan, usó como seudónimo Boriso Viana, Baron Visi, Brisavion, Navis Orbi, Bison Ravi, muchos de ellos anagramas de su propio nombre; en total fueron treinta y siete. ¿Quién se escudaría hoy, en esta época de narcisismos, detrás de una figura fantasmática para preservarse en el anonimato? Más novelas como Sullivan: Todos los muertos tienen la misma piel, Que se mueran los feos, Con las mujeres no hay manera. Como Boris Vian tiene unos cuantos libros que marcaron a varias generaciones: La espuma de los días, la mencionada La hierba roja y El arrancacorazones.
“Leímos a Vian tardíamente, en los primeros setenta”, le cuenta Jorge Aulicino a Infobae Cultura en una comunicación vía mail. «El absurdo y la ironía burlona de libros como El arrancacorazones nos atrajeron, pero la literatura francesa pre y pos surrealista iba quedando atrás. Las obras que conocíamos de Vian eran las que se conseguían entonces traducidas, porque a los traductores del francés no les importaba mucho Vian, sobre todo su poesía. La novela Escupiré sobre vuestra tumba, un policial raro, escandaloso, prohibido, que Vian ubicó en un ambiente que no conocía directamente, con intención claramente anti racista, no se conseguía entonces, y los poemas, menos.
“La novela es lógico que no se hubiese traducido en la España franquista. Realmente no lamenté no haberla leído en su momento. Ese tipo de escándalos no me interesa. Tampoco el que provocó en esos años La naranja mecánica, de Burgess. Cuando leí los poemas de Vian, quince años después -no todos, algunos que se podían encontrar por ahí- me encontré un Vian siempre irónico, provocativo, pero más cercano, más íntimo a pesar de la ironía, o con ella, no sé”, concluye Aulicino. Hay un poema de Vian que empieza así: “Si los poetas fueran menos tontos / y si fueran menos perezosos / harían a todos felices”.
Desde Ciudad de México, Atzin Nieto lee con pasión las novelas de Boris Vian y todos sus seudónimos. Es un joven escritor que participó de varias antologías literarias y hoy es pasante de la carrera de Lengua y literatura Hispánicas en la UNAM. Desde el país azteca le dice a Infobae Cultura que Vian es, antes que nada, “un escritor incomprendido, desobediente, criticado por ‘escribir como se habla’, pero cuya lectura resulta, como su propia vida, vertiginosa, emocionante y surreal. Un autor que imitó el feeling de los grandes escritores norteamericanos de novela negra y supo imprimirle su propio estilo a pesar de las constantes censuras”.
Para Edgardo Scott, “Vian es uno de esos escritores que desconciertan a todos los críticos, que terminan por asignarle definiciones como ‘multifacético’ o ‘inclasificable’ cuando en realidad parecen absolutamente hechos por y para la literatura. Como si su paso por la vida ‘real’ hubiera sido apenas un pretexto o una justificación -la gran condición- para antes y después no salir nunca más de sus páginas”. Leer sus textos hoy, agrega Atzin Nieto, “nos ayuda a entender cómo fue esa época de jazz y surrealismo después de la posguerra. Además, sus novelas negras resultan ser vigentes en cuanto a los temas que se tocan y nos muestran a un autor que sabía escribir desde diferentes trincheras y lo hacía de manera admirable”.
Boris Vian fue de esos tipos que tajeaban la opinión pública: o lo querían o lo odiaban. “Tuvo gente que lo defendió muchísimo como Raymond Queneau, fundador de Oulipo, pero tuvo muchísima resistencia en la intelligentsia literaria”, cuenta Eduardo Berti. “Y fue años más tarde, ya con el tono de otra épica, Mayo del 68, etcétera, que la obra empezó a funcionar. Y no me parece tal vez tan casual que empezara a funcionar en un momento en que estaban apareciendo escritores como el Cortázar de Rayuela o el boom de Jack Kerouac, es decir, otros escritores que tuvieron que ver con el jazz y que hicieron una literatura donde la oralidad es muy fuerte”.
“A mí me parece que el único modo que él logró hacer un libro que tuviera un poco de repercusión fue cuando se tuvo que disfrazar y ponerse bajo la piel de Vernon Sullivan y publicar una novela policial y fingir que era una traducción suya del francés, lo que reveló, entre otras cosas, que había un prejuicio. Porque cuando él se borra como Boris Vian y aparece la obra sola, pese a que es una obra que juega en otro liga porque parodia el estilo de Chandler, pero hay momentos de escrituras de Vian, tuvo que hacer esa maniobra para que se lo leyera sin prejuicios. Prejuicios que eran mucho más fuertes donde los límites entre lo que era el mundo literario y la cultura popular”, concluye Berti.
Fue ese mismo libro, Escupiré sobre vuestra tumba, el que toda la curva hasta su último día. Cedió los derechos para que la llevaran al cine pero las negociaciones lo dejaron fueron de la adaptación y terminó peleado con todo el equipo de filmación. No tenía idea qué estaban haciendo con su gran novela. El día de su estreno se subió el cuello del sobretodo hasta las orejas, tapó su rostro con una bufanda, bajó el sobrero hasta las cejas y entró al cine Le Petit Marbeuf. Algo en la película —nunca sabremos si emoción, tristeza, bronca o simplemente aburrimiento— aceleró lo inevitable: su frágil salud pisó el acelerador y se estampó contra la muerte. Vivió al palo, como corresponde.
Fuente: Infobae