Van Der Nüll había nacido el 9 de enero de 1812, en Viena, que hoy es capital de Austria y que en ese momento la capital del poderoso imperio Austríaco. Apasionado por la arquitectura y la decoración, estudió en el Instituto Politécnico de Viena.
Al finalizar sus estudios, emprendió junto con su amigo de toda la vida, Augusto Sicardsburg, extensos viajes por toda Europa Occidental, con el propósito de perfeccionarse en lo que los apasionaba y adquirir nuevas técnicas.
Al regresar a Viena, en 1844, se convirtió en profesor de la Academia en una nueva materia creada exclusivamente para él: Perspectiva y Ornamentación. Al mismo tiempo, ganaba renombre como arquitecto y era contratado para importantes obras.
Fabio Grementieri, vocal de la Comisión Nacional de Monumentos Históricos de la Argentina y profesor de grado y posgrado en la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT), explica que el estilo de Van der Nüll era el reino del eclecticismo, acorde a lo que imponía su época. «En el imperio Austríaco, como en muchos otros, había una cofradía de arquitectos, donde estaba el maestro y jóvenes arquitectos que se empezaban a desarrollar», comenta.
Según cuenta Grementieri, en la segunda mitad del siglo XIX se produce un apogeo de los concursos, en los que arquitectos que estaban «tapados», pasan a consagrarse. «Hizo muchas obras destacadas en el Ring (un polígono en el que estaban las fortificaciones), donde cada cinco cuadras se levantaron diferentes edificios públicos, de diversos estilos.
Siempre asociado con Sicardsburg, con quien tenía una simbiosis profesional y artística, Van der Null se encumbró como arquitecto de elite en una Viena de mediados del siglo XIX. En la década de 1850, cuando el imperio Austríaco ya se había convertido en el Imperio AustroHúngaro, continuó acaparando trabajos de gran envergadura.
Pero fue en 1858 cuando le llegó la oportunidad de su vida: se abrió un concurso para construir el edificio de la Ópera de Viena, él se presentó junto con su amigo y lo ganó. Este proyecto se convirtió así en la razón de su vida, por lo que entre 1861 y 1868 se enfrascó en esa construcción, a la que imprimiría un estilo neorrenacentista.
Tal como cuenta Grementieri, a Van der Nüll le toca trabajar justo en el momento en el que se produce en Viena una gran afán por la construcción de monumentos públicos. «A él le asignan la Ópera, que era el edificio más complejo, el de más prestigio y considerado un emblema estatal. En esa época, las ciudades rivalizaban para ver quién tenía el mejor teatro; por eso, para un arquitecto era la consagración que te encargaran esa obra», señala el especialista.
Luego de casi una década dedicado a esta monumental obra, por fin Van der Nüll pudo respirar tranquilo: había terminado lo que sería el centro neurálgico de la música en Europa y que se conocería hasta la caída de los Habsburgo como la Ópera de la Corte de Viena. Ahora, solo le esperaban los honores.
Aquel hombre apasionado por la arquitectura, era ahora el creador de un edificio emblemático para Viena, su fama recorría el continente y lo aguardaba una vida de grandes lujos. Estaba en su mejor momento. Tocando el Cielo con las manos. Pero… siempre hay un «pincelazo» que lo arruina todo.
A los vieneses no les gustó para nada el edificio y empezaron a decir que no era lo suficientemente grande, una impresión que se debía a que el nivel de la calle del frente se había elevado un metro delante de la ópera y la hacía aparecer como una «caja hundida». No solo eso. También el emperador Francisco José I se mostró disgustado con la obra y se lo hizo saber a Van der Nüll, al tiempo que la prensa difundía su fracaso.
«No convenció a nadie, se le criticaron las proporciones del exterior, que no tenía un buen basamento y que parecía hundido. En esa época ya habían empezado a elaborarse rankings y este no aparecía entre los primeros, por lo que se le atribuyó toda la responsabilidad a Van der Nüll», destaca Grementieri.
Semejante rechazo turbó por completo a Van der Nüll, que a los pocos días tomó una decisión fatal: el 4 de abril de 1868 se suicidó colgándose de una soga. Se dice que el emperador quedó tan conmocionado con este suicidio, que de ahí en adelante empezó a responder ante todo fenómeno de arte con la frase estándar: «Es muy bonito, me gustó mucho».
Fuente: La Nación