“Nací en el ‘63. Con Kennedy a la cabeza”. Como si tuviera claro lo que iba a pasar en las próximas cuatro décadas, Fito Páez abría su primer disco solista con una canción expresamente autobiográfica, un informe breve y conciso de sus hasta entonces “casi veinte años de historia”. En una lírica urgente y al mismo tiempo profunda, repasa hitos generacionales como la guerra de Vietnam, el alunizaje televisado y el asesinato de John Lennon, entrecruzados con la Argentina de las dictaduras y los esbozos de sus primeras travesuras adolescentes.
Con esta carta de presentación Páez estaba sentando también las bases de su producción musical y las piedras fundamentales de su obra. Esa autorreferencialidad a flor de piel, un diario íntimo de libre acceso, la épica musical con el pulso justo para conmover, una amalgama inquietante entre la academia y la calle constituyeron un artista vigente, vanguardista, nostálgico, indescifrable, esencial.
El álbum Del 63 se publicó en 1984 y para ese entonces Fito ya se había hecho un nombre en la escena de la música, en plena efervescencia democrática. Juan Carlos Baglietto capitaneaba la avanzada rosarina y el flaco de rulos y anteojos sostenía desde sus teclados y con sus canciones parte de ese engranaje, cruza de rock, folklore y música popular, con estirpe juglaresca que convocaba multitudes. No tardó en brillar con luz propia, con aquel primer disco como trampolín. De tocar con uno de sus ídolos, Charly García, a registrar un disco doble con otro, Luis Alberto Spinetta. De hacer catarsis de las tragedias más grandes -la muerte de su madre de cáncer cuando era un bebé de meses, el salvaje asesinato de sus tías en la ciudad de pobres corazones- a ofrecer su propio corazón en forma de canciones.
La trova rosarina, con Baglietto al frente y Fito a la izquierda (Wikipedia)
Aquel joven clase 63 hoy se encuentra en plena vigencia. Activo, inquieto, prolífico, siempre interesante. Ganador en los premios Grammy gracias a su trabajo Los años salvajes y paseando por el mundo El amor después del amor, su obra máxima, adornándola con algunas de las mejores canciones de su cosecha.
Pocos artistas le brindaron el cuerpo a su obra como Fito Páez, quien puso las canciones en los walkman y en las playlist y abrió su intimidad para que se pudiera reflejar una generación. Esta cuestión autorreferencial y desgarrada tiene su cenit en El amor después del amor, su trabajo publicado en 1992 y que partió en dos su carrera. El álbum que lleva casi como subtítulo aquello de ser el disco más vendido del rock nacional, pero que es mucho más que eso. El que alberga invitados como Mercedes Sosa, Charly García o Luis Alberto Spinetta. El que significó su ascenso definitivo al olimpo de la música popular argentina. El de melodías imbatibles, letras certeras y canciones eternas como “La rueda mágica”, “Un vestido y un amor”, “Tumbas de la gloria” o “Brillante sobre el mic”. El que decidió homenajear 30 años después, para que los hijos de sus fans puedan aproximarse a la magnitud del fenómeno.
Fito Páez, a treinta años de sus treinta
La escena puede suceder en Buenos Aires, Rosario, Los Ángeles o Madrid. Al frente de una banda impecable, Fito Páez dirige un coro de miles de gargantas y es un instante en el que el tiempo se congela. Es iniciático y nostálgico, introspectivo y comunitario. Las canciones suenan de memoria y en orden, viscerales, como una ráfaga de diapositivas de esas películas que vimos mil veces y aun así encontramos resquicio para la emoción. El rosarino lo hizo durante 23 noches, a lleno total y a corazón abierto en la primera etapa el tour El amor 30 años después del amor, que prepara para coronar con dos funciones en el estadio de Vélez, así como ocurrió aquella vez.
Más allá de datos socio culturales que acerquen una explicación a la magnitud de las más de 1.2 millones de copias vendidas –primeros años de la convertibilidad, plena explosión del formato Compact Disc, masificación definitiva y apta para todo público del rock argentino-, el álbum se sostuvo a lo largo del tiempo por el peso de sus canciones y por una variable emocional intangible a cualquier mercadotecnia. Porque por fuera de lo que prestidigite la industria, ordene la academia o impongan las modas, las emociones sostienen en su espíritu rebelde y espontáneo su propio esquema de prioridades.
Después de pintar las aldeas marginales en Tercer Mundo y antes de meterse con el relato de su patria chica con Circo Beat, Páez pergeñó este álbum tan crudamente personal que nos interpeló a fondo. La historia del nudo central es remanida porque él se encargó de que así fuera –su separación de Fabiana Cantilo, su incipiente relación con Cecilia Roth– pero va mucho más allá. El cine, la infancia, la muerte, los amigos, los libros, los demonios, configuran un Páez auténtico que 30 años después creyó necesario visitar.
Fito Páez y dos de sus grandes musas, Cecilia Roth y Fabiana Cantilo
Esta nueva reinvención de su obra magna continuó durante el primer semestre de 2023, con pasaje por los festivales de Viña del Mar y Cosquín Rock y después de Vélez seguirá camino por el mundo. Es una invitación formal y explícita a viajar a aquellos años de escampe después de la tormenta. A volver a escuchar en vivo y en directo ese compact que descansa en las bateas de los coleccionistas, o que se perdió en alguna mudanza, o que fue abiertamente despreciado por la era del formato comprimido. A demostrar que nadie podrá con esas canciones que sabemos todos, que cantamos hasta el hartazgo, pero que ignorábamos cuánto podían emocionarnos y resignificarnos treinta años después.
En cada cita, el escenario devolvió a un Páez en estado de gracia, a una banda fresca y potente, a una escenografía post apocalíptica, a las 14 canciones en el mismo orden que en el álbum y a un bonus track de grandes éxitos de diferentes momentos de su profusa cosecha. Un espectáculo integral que se terminaba de configurar en lo que sentíamos cada uno de los espectadores al escuchar aquellas canciones. Y al darnos cuenta de que lo que íbamos a buscar era una vuelta por aquel pasado de infancia, adolescencia o juventud y en cada grito de garganta enrojecida dejábamos ir un pedacito de nuestras vidas. Ver a Fito Páez en cualquiera de estos conciertos es vernos a nosotros mismos a través del tiempo, una mirada caleidoscópica a los amores y a las andadas, porque todos nos fuimos de casa, atesoramos recuerdos inolvidables y nos encontramos sin saber que nos buscábamos. Fue creer que el amor después de los amores sigue siendo posible.
Fito Páez en el Movistar Arena (Gustavo Gavotti)
Pero la felicidad es total solo si es compartida y los conciertos de Páez mostraron un ensamble familiar espontáneo y multitarget conectado por un puñado de canciones, guiado por un maestro de ceremonias de trajes de colores y mil mohines. Y cuando los sonidos urbanos parecen marcar un quiebre definitivo entre las generaciones, acaso la más fuerte desde la irrupción del rock and roll allá por los años 50, el capitán nos avisó que en su arca mágica había lugar para todos. Como ocurrió en aquel Vélez de 1993, muchos chicos y chicas tuvieron uno de Fito como el primer concierto de sus vidas. Y esa es una marca que permanece inalterable a lo largo del tiempo.
Mientras alista los trajes para salir una vez más a la carretera, Fito celebra sus 60 como vivió su vida. Con un catálogo que le permitiría descansar en su colchón de grandes éxitos, visitar álbumes propios o bucear en catálogos ajenos, grabar con quienes quisiera y de hecho lo hace. Pero además, trabaja en los siguientes tomos de su autobiografía, los que seguirán a Infancia y juventud, y viene de ganar el Grammy Latino por Los años salvajes, el disco potente, visceral y ambicioso que abre la trilogía conceptual que continuaron dos trabajos tan distintos entre sí, pero que son tan Páez uno como el otro: The Golden Light, de piano solo y Futurología Arlt, una ópera rock basada en Los Siete Locos.
El capitán Fito cambia de década con el atrás como base sólida, pero siempre atento a lo que ocurre a los costados y la mirada fija hacia adelante, con el arte como bandera y condición inclaudicable. Los sonidos que lo cautivaron en la infancia, entre el tango de Ástor Piazzolla y la música de grillos del Paraná, que entró en combustión con el rock cuando vio a Charly García al frente de La Máquina de Hacer Pájaros, y al que le aportó unas cuantas piezas de su autoría. Y así transita sus 60, enamorado de su compañera Eugenia, padrazo de Martín y Margarita, viajando de escenario en escenario girando la rueda de nuestras vidas.
Fuente: Infobae