Cada pieza que conforma la panorámica de Costa Bonita, a 13 kilómetros de Necochea, es un plano gigantesco que sugiere un lugar destinado a aventureros solitarios. El mar, el cielo y el desierto de dunas que enmarcan la playa de arena y rocas son flashes de colores fuertes que perturban ante el primer vistazo.
Desde mucho antes de su creación en 1948, cuando el empresario porteño Mario Corte estableció el paraje, este impactante cuadro natural –como todo sitio que escapa a los cánones más transitados- dio lugar a una infinidad de creencias y relatos.
Ese halo misterioso y, a la vez, cautivante atrajo a los músicos de Arco Iris, una de las bandas clave del génesis del rock nacional, a fines de los años 60. Gustavo Santaolalla, Ara Tokatlian, Guillermo Bordarampé y Horacio Gianello definieron su camino colectivo en Ciudad Jardín, un barrio de casas bajas de El Palomar, partido de Morón.
Colores en el cielo, Costa Bonita. Foto: Secretaría de Turismo de Necochea
Pero fue a más de 500 kilómetros del conurbano, en la atmósfera agreste de Costa Bonita, donde encontrarían la fuente de inspiración de buena parte de su legado creativo. A partir de 1970 se les sumaría la musa Danays “Dana” Wynnycka, nacida en Polonia.
La cautivante melodía de “Dunas” remite inequívocamente a ese refugio costero de vientos enfurecidos, mar frecuentemente inquieto y arena revuelta que enturbia el agua turquesa.
Pero el influjo de Costa Bonita también se puede entrever en las delicadas poesías de “Nuestro amanecer”, “Los nacidos del viento”, “Garza celeste”, “Busca la estrella elegida”, “Soy un pedazo de sol”, “Elevando una plegaria al sol”, “Vientos celestiales” y “Tiempo de resurrección”. Hasta el más conocido tema “Mañana campestre” también parece haber salido al mundo desde ese rincón selecto, que la naturaleza guarda a prudente distancia de las aglomeraciones.
BIenvenidos a Costa Bonita. Foto: Javier Reyes
Lejanas siluetas urbanas
Así como pudieron apreciar hace medio siglo esos músicos dispuestos a plasmar en sus letras el paisaje que los había deslumbrado, la eterna serenidad de Costa Bonita sigue regalando las imágenes de Quequén y Necochea, desdibujadas por la cortina de arena suelta.
Más cerca, la lengua intimidante del mar golpea la orilla y se retira, para descubrir los cangrejales salpicados sobre la restinga.
La primera formación de Arco Iris: Guillermo Bordarampé, Gustavo Santaolalla, Ara Tokatlian y Horacio Gianello.
“Es un lugar de mar y dunas como no hay otro en el mundo. Nos trae muchos recuerdos de cuando éramos chicos y nos refugiábamos ahí, en un departamento prestado, para componer”, recuerda con nostalgia Ara Tokatlian, nacido en Egipto e instalado en San Bernardino –California, Estados Unidos- desde 1977.
La postal saturada de luz de Costa Bonita refleja un universo quieto. Pero entre los enormes pliegues de los cerros de arena florecen pequeños microclimas, agitados por plantas, aves, roedores, plumeros y arroyos de trayecto intermitente.
Después de un vendaval, cualquier caminata por la playa es un placer único, una invitación a una muestra espontánea de fósiles de megaterios y gliptodontes incrustados en las rocas hace un millón de años, peces confundidos con las piedras de colores de los piletones que la restinga forma con el agua transparente y múltiples variedades de fauna y flora marina.
Costa Bonita se caracteriza por su ambiente calmo. Foto: Secretaría de Turismo de Necochea
Cuevas misteriosas
La acción sin pausas del mar socavó el acantilado y generó una secuencia de cuevas sombrías, el campo fértil para el surgimiento de los misterios y las leyendas más inquietantes. Algunos de esos relatos instalados en el imaginario popular rescatan la silueta oscura del barco Pesuarsa II, que encalló en 1980 en Bahía de los Vientos –a pasos de Costa Bonita- y se mantuvo a flote hasta hace una década.
Sobre ese esqueleto oxidado que se balanceaba a expensas de las tempestades y el mar solían posarse lobos marinos, petreles y albatros, para ofrecer un espectáculo reservado para los turistas y los pescadores, habituados a clavar la caña en la orilla a la espera de un buen pique de pescadilla, brótola, corvina y burriqueta.
Bahía de los Vientos, cuando el barco encallado Persuarsa III se mantenía a flote.
Ahora, a falta de esa referencia imposible de soslayar, todo aquel que se decide a soltar la mirada hacia el mar interminable es premiado por los vuelos bajos que dispensan nutridas bandadas de biguá, macá, gaviota, ostrero y chingolo.
“Costa Bonita me atrapó para siempre con el sonido del viento y los colores del atardecer y la madrugada. Después de disfrutar con amigos alrededor de las fogatas pasaba horas tocando el saxo, a la espera de la salida del sol”, recuerda Tokatlian el glorioso Edén que tuvo la fortuna de descubrir alguna vez.
Fuente: Clarín