En la historia de la música popular, que continúa escribiéndose hasta nuestros días, hay algunas escenas fundamentales que vuelan como mitos. Ritos de iniciación del discípulo ante el maestro.
Por ejemplo los Beatles, presentándole “Love me do”, canción de cosecha propia, a George Martin en los estudios de grabación de EMI. Con osadía y chispas juveniles, Lennon y McCartney convencieron al productor (el traductor de su música hacia el mundo entero) de grabar sus canciones y ya no la de compositores profesionales, como era habitual. George Martin aceptó. Fue el primer single de los Beatles. Y el resto es historia. Otro caso: Ástor Piazzolla en París, interpretando para Nadia Boulanger (la gran pedagoga de los músicos del siglo 20), sus obras más barrocas y de tinte clásico. Aquellas con la que el argentino quería alejarse del tango y acercarse a la música erudita. La profesora le dio una lección: “dedíquese al tango Piazzolla, que es lo suyo”. El resto también es historia y revolución (tanguera).
En la biografía de Aretha Franklin se narra algo similar: en el capítulo “La más grande e importante”, el padre de Aretha, el famoso reverendo C. L. Franklin, en 1960 la llevó a probarse con el gran pianista Phil Moore, que había trabajado para Frank Sinatra, Lena Horne (una favorita de Aretha) y Marilyn Monroe. Luego de escucharla cantar, Moore le dijo: “Reverendo, no puedo ayudarlo. Su hija ya tiene un estilo maduro, desarrollado y único. No hay que modificar nada. Lo único que tiene que buscar es un repertorio adecuado. Y me temo que será un problema: le irá bien cualquier estilo que cante”. Tenía sólo 18 años.
Aretha vuelve. En realidad nunca se fue. 2021 fue el año del 50° aniversario de su ópera prima. Casi al mismo tiempo en que se estrenaron el film Respect (disponible para alquilar en Amazon Prime Video y Flow) y la miniserie de National Geographic, Genius: Aretha Franklin. En algunos meses, para lo que será el 80° aniversario de su nacimiento (25 de marzo de 1942), su sello Atlantic planea editar sorpresas y material inédito.
Y aún hoy, ya tenemos más: su esperada biografía. La escribió David Ritz y se llama Apología y martirologio de la reina del soul – la biografía desautorizada (de Kultrun) y original de 2015, llega por primera vez en castellano. Y en el momento justo, el presente que es siempre el mejor momento para volver a oír a una de las cantantes más poderosas de todos los tiempos.
Aretha fue descubierta por el mítico manager John Hammond (mismos ojos y olfato que dieron con Bob Dylan, Billie Holiday y Bruce Springsteen, entre otros). Con él fueron nueve discos y la ausencia casi total de hits. La cantante que podía cantar todos los géneros no encontraba público ni una colección de canciones para su estilo. Aretha Franklin, una de las artistas más vendedoras del siglo XX y figura fundamental para artistas como Prince, Michael Jackson o Whitney Houston, no encontraba “una voz”. Si su obra y vida son la metáfora del artista buscando el tan mentado “estilo propio”, la moraleja es que éste no llega con facilidad. Ni siquiera en el caso de las más grandes.
Por eso la biografía da en la tecla al poner casi todo el peso de sus casi 500 páginas y cinco capítulos, en los dos titulados “Columbia” y “Atlantic”. Columbia pudo haber contado con un gentleman y aristócrata del buen gusto como Hammond, pero en Atlantic reinaba el melómano sin corona Ahmet Ertegun (homenajeado con justicia en Ray, la biopic de Ray Charles). Y sobre todo el productor Jerry Wexler, que fue quien descubrió el sonido, el acompañamiento y el repertorio perfecto para Aretha.
El padre de la cantante fue pastor, predicador y activista político C. L. Franklin. Como otros notables músicos hijos de pastores -Sam Cooke, Nat King Cole-, la joven Aretha (así como sus hermanas, las también muy talentosas cantantes Erma y Carolyn) se crió al calor de la iglesia bautista de su padre, donde el sermón se oficiaba con el canto evangelizador del góspel y los spirituals. Ritz acierta cuando postula, especie de tesis de todo el libro, que la música moderna del siglo XX es, como el famoso libro del poeta William Blake, un matrimonio del cielo y el infierno. O sea, el pecado satánico del blues, con sus letras apenas veladas sobre sexo y promiscuidad, y la gloria beatífica del góspel, el canto a Dios. De esta unión nacería el “rhythm and blues” (el padre del “rock n roll”). Antes de llamarse así y para diferenciarlo de las listas de los discos más vendidos de la música “blanca”, se los denominaba “race records”. O sea, discos de la raza. Negra, claramente (la historia vale para seguir explicando cómo las palabras pueden cambiar las cosas).
Wexler halló la forma del alma (del soul) para Aretha en su período de expansión y reconocimiento mundial, al hacerla grabar con los Muscle Shoals Rhythm Section. Paradójicamente, en el grupo que motorizaría a la diva negra hacia el estrellato, ningún músico era negro. Y nadie podría decir que a los discos de Aretha les falta “swing”. Ritz no sólo nos describe los discos de esta época de Aretha, sino que, como los mejores críticos culturales, nos enseña a volver a disfrutarlos hoy. Como si se tratara del período clásico de The Beatles, ese que de Please Please me a Help, en esta época de Aretha hay melodías perfectas, ritmo enérgico, un uptempo singular y hasta la sutileza de una casi improvisación en la voz aullada (del ‘yeah, yeah, yeah’ a los gemidos de Aretha). En su discografía esos álbumes van de I Never Loved a Man the Way I Love You, hasta el excelente Spririt in the Dark. Que por supuesto no comienzan ni con “It won’t be long” o “A hard day’s night”, sino con el octanaje inflamable y la ignición rápida de “Respect”, “Chain of Fools” y “Think”, entre otras. Pero la sensación es la misma. Después de todo, The Beatles compusieron “Let it be” para ella.
Fue justamente Aretha la que convirtió una canción clásicamente machista como “Respect”, de Otis Redding (sobre un hombre que vuelve a casa luego de trabajar todo el día y le pide respeto a su mujer), en un doble himno de liberación negra y femenina. Aretha y sus hermanas en los coros deletrean el título “R -E – S – P – E -C – T” y repiten el “re, re, re” (el sobrenombre de Aretha), como esas canciones de porristas, que van sumando una letra hasta formar un nombre. O como explica Wexler, en el libro: “Cuando Aretha canta respeto, lo convierte en exigencia. En el intenso debate feminista del momento y de los derechos civiles, el respeto en la voz de Aretha adquirió un nuevo matiz. De canción soul, pasó a ser himno nacional”.
Al fin y al cabo Aretha, que defendió y pagó parte de la defensa de la luchadora de los derechos civiles Angela Davis, se crió con un predicador progresista al que solían visitar figuras como Duke Ellington, Dinah Washington y Martin Luther King. Si Bob Dylan y Joan Baez acompañaron la era de los derechos civiles, ahora era “Re” la que componía el soundtrack del Black Power.
Aretha tenía celos psicopáticos por estrellas menores o posteriores a ella, como Roberta Flack, Dionne Warwick o Gloria Gaynor. Su pasión por todo lo que hacía Barbra Streisand o la competencia con sus hermanas por los mismos hombres. Aspectos en general bastante conocidos de la Reina del soul.
Los grandes cometen errores gigantes. ¿El caso más notable de “Re”? haber rechazado a Giorgio Moroder, que terminaría conduciendo el expreso de medianoche hacia la reinvención de la música disco con la aún desconocida Donna Summer (y más tarde con David Bowie) para convertirla en una mega estrella.
Su discografía, sobre todo a partir de los 80, se hizo irregular en calidad. Y sin embargo nada nos quita el placer de respetarla. Hoy mejor que ayer. Como dijo la pianista y cantante de jazz Carmen McRae, citada en el libro: “Aretha está a la altura de Ella (Fitzgerald), Billie (Holiday) y Sarah (Vaughan). No canta. Vuela”.
Fuente: Nicolás Pichersky, La Nación