No es raro llamar a la casa de Antonio Gasalla y escuchar su voz convincente: «Equivocado».
Cinco, diez, doce llamados y se da por vencido. «¿Quieren saber si vivo?».
Pasaron 570 días desde la última vez que pisó un escenario, en el Radio City de Mar del Plata. El dolor de rodilla terminó venciéndolo y a fines de enero de 2020 dio por terminada la obra que llevaba a secas su apellido. Desde entonces, la pandemia, el ASPO (aislamiento social, preventivo y obligatorio ), el DISPO (distanciamiento social, preventivo y obligatorio), el manual implícito de una vida nueva, los tapabocas. Silencio y encierro para ese ser construido en los sótanos y al que nunca nadie le tapó la boca.
Sabe de encierros. Cada vez que entraba a la Escuela de Arte Dramático lo cerraban con llave. Cinco minutos tarde y el alumno no ingresaba. Ensayaba, por ejemplo, arrancarse los ojos como Edipo Rey mortificado por la noticia de que se había acostado con su propia madre. Intentar ser actor era entregarse a un tribunal, a la mirada censora, por ejemplo, de la profesora María Rosa Gallo. Educación prusiana y confinamiento hasta haberse tragado el libreto.
Con esa misma disciplina vive en Recoleta, sobre una calle con nombre de ex Presidente argentino, en una suerte de petit hotel al que ninguna revista consiguió mostrar. En su guarida no fotografiada hay ama de llaves, un museo del traje (sus propios trajes usados en más de medio siglo de escenarios, sombreros, zapatos, pelucas) y hasta una butaca aterciopelada del teatro Odeón de Buenos Aires (1891). Antonio da un paso y ahí está el pasado, recordándole el tamaño de su obra.
Antonio Alberto, el que caminó el escenario por seis décadas. (Martín Bonetto)
Un luminoso escritorio funciona como área de ventana al mundo. Usa una computadora de última generación conectada a Internet, pero no maneja redes sociales. La verdadera conexión no la logra a través del Wifi: la siente cuando se ocupa de sus plantas. Gasalla jardinero es un hombre tan meticuloso como con sus personajes. Hojas, tallos, raíces.
«Tengo 80 años, ¡trabajé casi 60 sin parar! Ya no. Un teatro con 800 localidades hoy tiene 200, sacan filas. No voy a trabajar así. Yo quiero hacer teatro bajando del escenario, hablando con la gente. Eso no se puede hacer más», se lamenta, anunciando que cortará la conversación en breve. «El que lo necesita hacer que lo haga. A mí no me van a ver más».
No verlo más. Imposible. El canal Volver repone todos los días El palacio de la risa; Esperando la carroza funciona a esta altura como Biblia de la argentinidad, y las redes sociales lo diseminan a Gasalla en formato de meme, en caras congeladas justas para cada disparate con el que desayuna el país a diario. Muchos de esos usuarios digitales no saben que detrás de esa máscara está el hombre de otra era, el que repartía preservativos a la tribuna de ATC mientras la Liga de madres de familia se rasgaba las vestiduras. El mismo señor que en el teatro recibía la visita de curas que intentaban «salvarlo», pedirle que dejara ese humor «satánico».
Gasalla en su personaje de Bárbara.
Durante los primeros tres meses de la cuarentena no pisó la vereda. La soledad pudo haber erosionado su ánimo, pero a diferencia de cientos de colegas, el parate artístico no afectó su economía. «No tiene actividad empresaria, pero ha sido tan exitoso como ordenado y prudente con su dinero», aclara su apoderado, el abogado Miguel Ángel Pierri, parte de su círculo, que revela que antes de que la pandemia pusiera en jaque la actividad, flotaba el sueño de estrenar una obra en España.
Carlos Gasalla (su hermano), la esposa de Carlos y los dos hijos de la pareja representan los grandes pilares de Antonio, así como Marcelo Polino, su gran amigo, que vive a metros y suele invitarlo a almorzar. El periodista cumple un gran rol de contención, se comporta casi como un hijo.
Su «hermana» cinematográfica, Graciela Borges (su dupla en Dos hermanos, en 2010) es otra de las que se ocupa en llamarlo y planea visitarlo en unos días. Atilio Veronelli, antiguo compañero de elenco, también suele buscarlo, montar un operativo reencuentro. «Nos vimos y charlamos cálidamente en su casa el año pasado, porque íbamos a hacer un streaming, pero finalmente no se concretó. Cada tanto le dejo un mensaje para vernos e ir a comer, y no contesta. Siempre fue así. Lo quiero como es, así que no insisto. No hace nada que no tenga ganas».
Confidentes. Antonio Gasalla y Graciela Borges (Archivo Clarín)
El humor del rey del humor. Un enigma que determina sus decisiones. Tan ácido como huidizo, caja de Pandora. Puede desechar la oferta irresistible de un programa en El Trece porque no negocia una franja posible dentro del horario de protección al menor (le dijo «no» a Adrián Suar en 2017) y puede disparar como le disparó a una cronista de TV el año pasado: «¿Por qué no te vas a la mierda?».
«Él es exigente, perfeccionista, pero si ve en alguien trabajo y dedicación, es cálido. Valora cuando lo cuidan», describe Pierri, quien se acercó a él en 2003, después de un comentario de Moria Casán por el que fueron a mediación. Letrado y actor atravesaron situaciones complejas como la amenaza escrita en el hall del teatro por la que Gasalla denunció ante la Justicia «un plan de secuestro». En 2012 se presentaron en el Ministerio de Seguridad de la Nación y tras una audiencia donde exigió que preservaran su integridad, recibió custodia personal.
Marcelo Polino, uno de los grandes amigos de Antonio Gasalla.
«Conversar con él es mística. Se puede hablar desde economía hasta política, pero no franelea con ningún político. Es ético, de una vida sana, no critica a nadie. A esta altura pasamos la barrera profesional y somos amigos. El año pasado me preguntó ‘¿qué puedo regalarle?, usted tiene todo’. Otro día me llama Pallarols y me pregunta cómo se escribe correctamente mi apellido. Después de eso vino Antonio: ‘Me gustaría que los próximos contratos los firmes con esto’. Era una pluma de oro, grabada con mi nombre y mis iniciales, y un tintero con tinta inglesa. Cada fin de año le hace un reconocimiento económico a quienes trabajan con él», suma Pierri.
Antonio Alberto, el mismo que no terminó la carrera de odontólogo pero hizo que su público le mostrara los dientes, ya no parece igualmente motivado por trabajar en la sonrisa del otro. Lo vimos en portazos como en dominó en los últimos años. En 2015 se fue de ShowMatch con el argumento de que «en ese programa no hay tiempo». En 2017 dejó el ciclo de Susana Giménez «para descansar», y en 2018 se bajó antes de los ensayos de una obra junto a Pedro «Peter» Alfonso y Paula Chaves de la que iba a formar parte en Carlos Paz. La agenda la marcan su salud y una máxima.
Precepto uno: priorizar el disfrute, no trabajar obligado, no sacrificar el cuerpo. Ya tiene stock de aplausos y logros de sobra: «Me debo a la gente que vive en villa culo», suele decir. «Esa gente bajaba del colectivo, prendía el televisor, estaba muerta de cansancio y me ponía a mí. Lo que podía hacer por ese tipo ya lo hice: divertirlo».
En épocas de «Showmatch», en 2012.
Hasta antes de la pandemia era habitué del Ateneo Grand Splendid, la librería «más linda del mundo», según National Geographic. Gran lector, le interesan hasta los libros relacionados a los signos del zodíaco. Sabe a la perfección cómo es «ser Piscis con ascendente en Leo» o el compendio de bondades y contras que significa «ser serpiente con ascendente en gallo en el horóscopo chino». Pero no hay oráculo que pueda predecir a Antonio, esa rara avis que conserva todavía los escarpines que le tejió su madre. O los boletos capicúa de sus viajes al Conservatorio.
«Viene de una generación de mucha formación. De una educación polifacética, como Nacha Guevara. Eso es un poco intimidante para mi generación. Esa época de excelencia que vivieron grandes artistas provoca un choque generacional. Es de esos artistas autoexigentes con necesidad de ser excelsos. Busca la perfección y en algún modo hemos perdido esa búsqueda. Tal vez no es que el otro no quiera darte calidad, es que no está formado para eso. Y ante eso él sufre una desilusión«, explica el director Marcos Carnevale, quien planea ir a tomar un café con Antonio con una misión: lograr que sea su fuente de consulta.
El cerebro de Elsa y Fred se prepara para el rodaje de Más respeto que soy tu madre, película basada en el libro de Hernán Casciari (surgido tras un blog homónimo). En 2009 Gasalla adaptó el texto a una obra teatral que protagonizó y dirigió hasta 2012 y no será de la partida en el cine (el elenco lo encabezará Florencia Peña), pero tiene mucho para aportar: su versión fue un golpe de taquilla que estableció el récord de más de un millón de espectadores.
Gasalla en «Más respeto que soy tu madre», como Mirta Bertotti
«La idea es arrancar el proyecto entre octubre y noviembre, una comedia exaltada, un desafío grande por el tono», aporta Carnevale, que dirigió a Antonio en Almejas y mejillones, en 2000, junto a Leticia Brédice. Por entonces viajaron juntos a Tenerife y cree poder entender cierto temple de Gasalla cuando se siente fuera de sintonía con gran parte del medio artístico hoy.
El excéntrico del Oeste
«Quiero disolver esa idea que han formado los periodistas de que es un cara de orto y se aburre con todo», se ríe Veronelli, que trabajó con A.G entre 1988 y 1993. «Tiene una especie de condena que pesa sobre el cómico, de que tenés que estar siempre de buen humor, con el chiste a flor de piel, y un cómico tiene la misma vida triste de cualquiera. Tengo una anécdota para desmitificarlo».
La anécdota tiene que ver con esas épocas en que se juntaban a ver videos cinco veces a la semana -cuadernito en mano y luego transcripción a máquina- para sumar ideas a los sketches. «Una noche yo no tenía VHS de videoclub y se me ocurrió que fuéramos a lo de Carlos Parrilla, de quien yo tenía la llave de su casa, para sacarle el video de La noche de Varennes. Armamos un plan, fuimos, le sacamos la película y la videocasetera, y Antonio le cambió de lugar todos los muebles. Pusimos la heladera donde estaba el televisor, el televisor donde estaba el sillón. Al otro día llega Parilla pálido, ‘no saben lo que me pasó’. Pocas veces vi un tipo tan divertido como Antonio, pero tiene que estar al lado de alguien divertido para serlo».
Casi odontólogo, Gasalla terminó trabajando para la sonrisa de otros, pero ya no quiere hacer teatro por streaming.
Cuenta su entorno que lo positivo de la cuarentena fue el cambio de paradigma de la alimentación de Gasalla. Una dieta sana, sin harinas, y ejercicio físico en casa, con un profesor. «Siempre impecablemente vestido y enfocado en su aseo personal, hace terapia con psicólogo y extraña a Ricardo, su secretario por más de 20 años, quien dejó de trabajar para él», aporta una fuente.
Explicar el temperamento de Gasalla requiere bucear en varios niveles del pasado y en sus mamushkas. Gasalla es más que el boom de las duplas con Carlos Perciavalle, los gritos de «¡atráaas!» de la empleada pública o las tácticas elegantes para hacer pisar el palito a Susana Giménez. Hubo una época de esplendor en que hasta David Bowie le decía sí a entrevistas (como una de cinco minutos en Río de Janeiro para El mundo de Antonio Gasalla, en1990).
La abuela, el personaje más emblemático de Gasalla.
Hace 20 años podía darse el lujo de permanecer una hora sin hablar en televisión, jugando al Jenga con Gerardo Sofovich, esperando el derrumbe, con la aguja del rating de su lado. La TV fue pareciéndose cada vez más a un panel con un helecho y cinco especialistas en nada, y en esa transición eligió siempre militar contra. «Si el humor es ácido o cáustico, la tele no lo quiere. Se apunta cada vez a menos. El humor tiene su medida. Bajarla es rebajar la inteligencia».
Nieto de gallegos y franceses, criado en Ramos Mejía en una «casa y una época donde el niño no tenía voz ni voto», cimentó en la calle y en una casa que tenía enormes dimensiones de fondo esa imaginación de criaturas freak. Carlos y Antonio sufrían recurrentes indigestiones con damascos o duraznos verdes que sacaban de los árboles. El «verdadero alimento» de Antonio era el cine. Tres salas barriales, tres entradas por semana, nueve funciones semanales, casi 40 películas al mes.
Gasalla, un artista con seis décadas de trayectoria.
Cuando se recibió de Perito mercantil, su padre le dio tres opciones de estudio. Ciencias económicas, Odontología o Farmacia y Bioquímica. Por «descarte» ingresó a Odontología y descubrió que era un artesano delirante a la hora de los moldes. «Me pedían hacer un diente, pero yo hacía figuras, una mano».
«De contrabando», sin avisar a sus padres, se anotó en el Conservatorio como «carrera paralela». Los horarios de cursada eran incompatibles, abandonó la odontología y en su hogar «se produjo un cataclismo».
Su padre, peluquero, dejó de hablarle; su madre decidió contribuir con algunas monedas en secreto, y el joven estudiante Gasalla apenas podía comprar un pasaje de tren rumbo a Once y un paquete de cigarrillos Saratoga.
Tato Bores, Mirtha Legrand y Antonio Gasalla
En el primer año del conservatorio no le permitían hablar. Pasaba horas en actos mudos como aprender a remar al revés sentado en el piso. Después de cinco años obtuvo el diploma de Actor Nacional y Profesor de Arte Escénico. No tenía trabajo, se juntó con Edda Diaz y Carlos Perciavalle, y se metió a hacer teatro en la habitación de un conventillo en Libertador. Época de esplendor del Di Tella, de los hippies, de Andy Warhol. El público entraba a la piecita y veía colgada la ropa de los vecinos.
La televisión alfonsinista lo enlistó cuando parecía que no era compatible su método Stanislavski con el espíritu pop. En pantalla se animó a la incorrección extrema, hipnotizó a un país, llegó a decirle a Susana Giménez que fantaseaba con su muerte «ahogada en una camiseta extra small» y a ofender a Mirtha por imaginar su muerte «atragantada en los almuerzos».
Del conservatorio a los sótanos y de los sótanos a las marquesinas más luminosas de la Avenida Corrientes. Una vida de teatros.
Cuesta imaginar que ya no reciba ese «alimento primitivo, primario, de bebé» del que se nutrió todos estos años: el aplauso. El retiro lo roza, aunque sus amigos lo sueñan volviendo con algún personaje vitalicio, tal vez su otro estandarte después de La abuela, su empleada pública, ese engendro estatal que lo enorgullece, al que modeló como en arcilla hasta lograr un escaneo de cierto ADN argentino. Su tomografía de la burocracia y la pereza nació en la dictadura. Vio un aviso que decía «usted es responsable», en el que un empleado recibía un sello en la frente, y eso le abrió un mundo.
Con esa empleada pública debutante en el Maipo antes que en TV recibió una oferta insólita. El ex Intendente porteño Carlos Grosso lo quiso contratar para «couchear» a los trabajadores estatales desanimados. Gasalla le explicaba: «La atención al público es el peor castigo, ese es el trabajador que está en la primera línea de batalla, recibe las balas, queja, queja, queja, y el odio se sobrealimenta. Ella es la encarnación del autoritarismo, actúa como si fuera la dueña del ministerio, inventando un poder que no tiene. El no te atiendo es una forma de poder».
Media decena de productores intentaron una marquesina virtual para Gasalla en los últimos meses, pero el señor que se inventó desde sucuchos y tugurios no puede hallarse entre píxeles, rompiendo la cuarta pared dependiendo de cables submarinos que llegan a Las Toninas. «¿Streaming? No quiero eso… yo así, no».
Fuente: Clarín