«Más respeto que soy tu madre», una nueva adaptación de la obra de Hernán Casciari que no termina de funcionar
Protagonizado por Florencia Peña y Diego Peretti, el film dirigido por Marcos Carnevale pierde cohesión en su intento por “universalizar” su miradaGentileza: Star Distribution
En el cine -tal vez por su tendencia a las sagas o por ser en muchos casos una instancia posterior al soporte original de la obra-, alcanza un título para que se produzca una suerte de “memoria emotiva” que tiende al preconcepto de lo que se va a ver. En el caso de Más respeto que soy tu madre, la tarea se complejiza porque ¿de qué se va a hablar en la película? ¿Del blog que alimentó Hernán Casciari luego de la crisis de 2001, de la novela que surgió después como compendio de aquello, de la exitosa obra de teatro protagonizada por Antonio Gasalla, o de cualquier otra cosa?
La respuesta podría ser de todo y nada al mismo tiempo. Porque el guion de la película protagonizada por Florencia Peña y Diego Peretti -firmado por el mismo Casciari junto a Christian Basilis- recoge situaciones, momentos y personajes de la historia original, les baja un poco el tono mordaz y los licua en función de un cuento al uso y costumbre de un posible espectador que llegue a la sala motivado por el título.
La acción comienza a fines de 1999 con Mirta Bertotti (Florencia Peña), una mujer de carácter, ama de casa y líder autoconvocada de su disfuncional familia. Con estoicismo y la virtud de sacar agua de las piedras, Mirta va de acá para allá lidiando con su marido Zacarías (Guillermo Arengo), sus tres hijos (Agustín Battioni, Bruno Giganti y Ángela Torres) y especialmente por su suegro Don Américo (Diego Peretti). A la suma de estas individualidades se agrega que Américo, un hippie de honestidad brutal y pasión por la marihuana, quiere honrar el deseo de su padre: que la pizzería familiar, hoy venida abajo, reverdezca en el comienzo del nuevo siglo. Este será el eje del conflicto, aunque profusamente ornamentado por apuntes y momentos extractados del original de Casciari.
Y ahí es donde empiezan los problemas, porque no hace falta haber leído el texto original para darse cuenta que algo no encaja (y si se leyó, es todavía más obvio). Los recortes argumentales se conectan unos con otros sin demasiada cohesión. Personajes como la novia de Caito (Loren Acuña), los vecinos “nuevos ricos” o “el novio de la nena” pasan de largo, sin llegar nunca a tener la suficiente entidad para quedar en la memoria. Algo parecido, aunque en menor medida, sucede con algunos principales, que tampoco terminan de delinearse más allá del trazo grueso que requiere la narración en momentos puntuales. La excepción probablemente sea la de Guillermo Arengo, actor diestro en eso de exprimir el material y darle siempre una vuelta de tuerca más.
De esta manera, el elenco se vuelve funcional al devenir de Peña y Peretti, quienes llevan sobre sus hombros la responsabilidad de que la maquinaria funcione, aunque lográndolo a medias. Peña ha perfeccionado de tal manera su personaje público, que por momentos cuesta detectar cuándo es Mirta y cuándo es Florencia: los tonos, la apostura, incluso algunas frases, son prácticamente iguales. Lo de Peretti hablando en italiano es simpático, pero pierde credibilidad en el exceso de maquillaje utilizado para multiplicarle la edad; por qué no convocar a un actor más cercano generacionalmente al personaje es una duda que sobrevuela cada una de sus apariciones.
Voces entusiastas la comparan con Esperando la carroza, y puede ser si uno las entiende como dos exponentes del subgénero del grotesco. Pero la falta de fuerza en su propuesta deja a Más respeto que soy tu madre muy lejos de dicha meta. Algunas ideas y unos pocos momentos logrados no alcanzan en la suma final para continuar la huella dejada por su ilustre predecesora.
«Érase una vez un genio», apuesta por una fantasía algo demodé, pero colorida y efectiva
El inclasificable George Miller vuelve al ruedo con un film que entretiene, con los protagónicos de Tilda Swinton e Idris ElbaCourtesy of Metro Goldwyn Mayer Pictures Inc. – Prensa BF París
Con la firma de un realizador que entregó al cine películas tan perdurables y disímiles como Mad Max, Las brujas de Eastwick, Babe, el chanchito valiente o Happy Feet, cada reaparición del veterano George Miller genera un revuelo cinematográfico. Miller ha cincelado un puñado de largometrajes notables, con un cine que puede interesar de maneras diversas, pero nunca es indiferente gracias a su nutrido imaginario visual. En ese sentido, 3000 years of longing -o 3000 mil años esperándote, nombre que resume y define la fantasía romántica que contiene mucho mejor que el burdo título de estreno local, Érase una vez un genio-, se añade al universo de sentidos que propone el realizador en su cine otra vez de manera identificable y difícilmente olvidable.
Pero este no es un producto logrado o con destino de clásico como tantos otros de su filmografía. Ese sitial indeterminado entre un fallido relato ampuloso y una excelsa fantasía anacrónica pareciera buscado intencionalmente por el realizador, enfatizando los recodos narrativos que escapan del convencionalismo mientras enuncia un relato tan antiguo, y en buena medida convencional, como es el del genio atrapado en una botella que es liberado.
Así, lo ingenioso y caprichoso de su mítico protagonista parece trasladado a la historia que lo contiene y presenta a la doctora Alithea Binnie, quien asiste a una convención sobre su especialidad intelectual -“el arte de contar historias”-, que se desarrolla en Estambul. Llega hasta allí con las Aerolíneas Scherezade, para hospedarse en la misma habitación en la cual Agatha Christie escribió Asesinato en el Orient Express. En todo el periplo se le aparecen extrañas criaturas y visiones “paranormales”, hasta que en un típico bazar turco compra una botella que, luego al abrirla, liberará al genio encerrado con su clásica oferta de tres deseos. A partir de allí el relato hilvana los siglos en los cuales el genio entró y salió de la botella junto al vínculo que va uniendo a los protagonistas.
Miller se vale para cautivar de su extravagante universo visual y de la íntima sensibilidad que rodea a la doctora Binnie (Tilda Swinton) y al genio (Idris Elba). También con su inteligente uso del metarrelato (un relato acerca de un relato), para incluir en su historia una crítica al discurso de la posmodernidad y el progresivo abandono de estas historias ancladas en el imaginario colectivo. Y aquí es donde la película no encuentra a su público, porque es demasiado compleja y hasta sensual para niños pequeños pero resulta, asimismo, demasiado convencional para un público adulto que si no se entrega al relato podrá verse defraudado. En cambio, dejándose atrapar por el poderoso imaginario visual de Miller, por momentos con una estética un tanto kitsch y sin dudas demodé, se conseguirá el efecto deseado: cerrar los ojos y que el estallido de colores a pura fantasía se haga presente en la memoria.
«El paraíso», un film de animación sobre burdeles y mafiosos ambientado en la Rosario de los años 20
Con dirección de Fernando Sirianni y Federico Breser, la película se basa en la historia de una familia que condujo a fuego y sangre el negocio de la trata de personas a comienzos del siglo pasado
En su imperdible documental sobre el cine de su país, A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies (1995), Martin Scorsese define los tres géneros que considera autóctonos, provenientes de las mismas entrañas de Hollywood: el western, surgido de la frontera; el musical, de Broadway; y el cine de gángsters, de la expansión del crimen organizado a comienzos del siglo XX. Si bien no fue patrimonio exclusivo de aquellos tiempos y aquellas urbes pujantes la gestación de estructuras criminales jerárquicas y expandidas, sí lo fue de ese cine joven que gestó su iconografía e imaginario para luego exportarlos a otros territorios y otros tiempos.
Nacida de las calles y de la crónica policial, la vida criminal de Rosario a mediados de los años 20 del siglo XX tuvo como protagonistas a los Abramov, una familia que condujo a fuego y sangre el negocio de la trata de personas y esclavizó a centenares de mujeres inmigrantes en los prostíbulos que llevaban bautismos tan irónicos como “El paraíso”.
La película de animación dirigida por Fernado Sirianni y Federico Breser recoge aquella historia, y lo hace en clave de animación, inspirada en la serie Tierra de rufianes (creada en 2017 por el mismo Breser), y situada en el corazón de aquella ciudad santafesina disputada por clanes y negocios. Las coordenadas son tanto las del cine de gángsters, con sus mafiosos de boina y cigarrillo, los burdeles y las canciones en francés, las calles húmedas y el sonido de las ametralladoras, como las del cine negro, con sus tiroteos a contraluz, el periodista como improvisado investigador, los secretos como la llave para la revelación. Sirianni y Breser condensan esa iconografía como carnadura de una historia de amor, la que unió a Ian Abramov y Magdalena Schilko, la misma que puso en jaque aquel imperio del crimen.
El trabajo de animación logra una minuciosa reconstrucción de ese imaginario, nítido y preciso, como en fotografías en movimiento. Lo que nunca logra la película, pese a su impronta adulta y violenta, a su acercamiento carnal a aquellos conflictos morales, es imponer su mirada sobre ese artificio, que siempre resuena a un paraguas externo que cobija una fábula autóctona. La historia evoca en su estructura a centenares de películas de gángsters, en sus ideas de montaje a recursos icónicos como la alternancia operística de El padrino de Coppola, en su fresco prostibulario más al jazz y la chanson que al arrabal portuario. Pero pese a ese aire de importación y a cierto maniqueísmo del relato, El paraíso exuda un genuino amor por el género, un comprometido trabajo en la memoria de aquella tragedia.
Desde el presente del 2000 y guiado por el recuerdo de Magdalena, ya anciana en Buenos Aires, el retrato de “La Varsovia” de los Abramov, sus disputas con los rusos, sus pecados y traiciones, adquiere el estilo plástico de un tiempo olvidado, de un sueño maldito, de un lienzo bañado de luz y sangre. Ese distanciamiento es el que mejor sienta a la mirada de Sirianni y Breser, más esquivo al registro histórico y más cercano a esa fantasía cinéfila de dibujos y sombreados.