Llama la atención en la costanera de Imperia, en la Liguria italiana, el busto de un general argentino que tiene la mirada fija en el Mediterráneo. Es Manuel Belgrano. Imperia, cercana a la frontera francesa, surgió en 1923, cuando Benito Mussolini dispuso unir una docena de ciudades, entre ellas las de Oneglia y Porto Maurizio, las más importantes. Todo tiene un por qué: en Oneglia, donde el apellido Belgrano es moneda corriente, nació el 15 de julio de 1730 Domingo Francisco María Cayetano Belgrano y Peri, el padre del creador de la bandera.
De Génova a Buenos Aires
Fiel a la tradición familiar, el joven Domingo se volcó al comercio, y su padre lo envió a Cádiz para que se desarrollase en forma independiente, pero que a su vez se mantuviese asociado a los negocios familiares. La visión paterna hizo que el joven Domingo en 1750 se instalara en Buenos Aires. Allí modificó su genovés Peri por Pérez y se naturalizó español.
No le podría haber ido mejor en la lejana gobernación de Buenos Aires. Pedro Cevallos lo nombró alférez del regimiento de Milicias de Caballería; Vértiz lo ascendería a capitán y en 1778 ingresaría a la administración de la Aduana. Años después ocuparía cargos en el Cabildo como regidor, alférez real y síndico procurador general.
La vieja aduana de Buenos Aires, donde el padre de Manuel Belgrano era funcionario.
En su autobiografía, Belgrano contó de su padre -al que veneraba- “como le tocó el tiempo del monopolio, adquirió riquezas para vivir cómodamente y dar a sus hijos la educación mejor de aquella época”. Su fortuna era considerada la segunda en importancia en la ciudad.
El 4 de noviembre de 1757 se casó en la catedral porteña, con María Josefa González Casero, una señorita de 14 años perteneciente a una respetabilísima familia, cuyas raíces había que buscarlas en Santiago del Estero. Los González Casero habían sido los fundadores y sostenedores del Colegio de Niños Huérfanos de San Miguel, que en 1823 se transformaría en la Sociedad de Beneficencia.
Ese matrimonio tuvo 16 hijos. Domingo le sacó provecho a esa estructura familiar: casó a sus hijas mujeres con socios, clientes y contactos comerciales que tenía tanto en el virreinato del Río de la Plata como en España.
Entre esa vasta prole, el 3 de junio de 1770 nació un varón, al que bautizaron en la iglesia de la Merced como Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano. Vería la luz en la casa donde 50 años después moriría, en la actual avenida Belgrano 432, que fue demolida en 1909. Resulta sencillo saber dónde estaba ubicada: en el frente del actual edificio que ocupa el solar aún tiene los agujeros de placas recordatorias que fueron desapareciendo con el tiempo.
Debía ser un barrio con casas importantes. En la esquina de Belgrano y Perú se levantaba, desde 1782, la llamada “casa de la virreina vieja”, donde residió el virrey Joaquín del Pino. Cuando falleció, la continuó ocupando su viuda, Rafaela de Vera y Mujica. Allí también vivió un tiempo uno de sus yernos, Bernardino Rivadavia, asiduo visitante de la familia Belgrano.
Por 1770, la de los Belgrano era una de las más opulentas residencias de Buenos Aires. A una cuadra estaba la Aduana, en Belgrano y Balcarce, donde su padre era contador, y por la esquina de su casa, la calle Defensa era una arteria muy transitada, ya que por ella iban y venían las carretas con mercaderías del puerto. A escasa distancia, estaba el Convento de Santo Domingo, del que su hermano mayor Domingo Belgrano sería prior.
Las primeras letras las aprendió de su madre y de los curas del convento. Ya de chico, sus padres percibieron que poseía una inteligencia especial. Mientras que su padre pretendía que Manuel siguiera sus pasos de próspero comerciante, su madre soñaba para él un doctorado en derecho civil y canónico. En la puja, no faltaron los curas dominicos que insistían en que el jovencito siguiese los pasos del sacerdocio.
Solía jugar con el grupo de amigos de su primo segundo, Juan José Castelli, seis años mayor, que vivía en Rivadavia y Suipacha. Ambas madres eran primas hermanas. El padre de Castelli también era un inmigrante, médico veneciano.
Manuel entró en el Colegio de San Carlos (hoy Colegio Nacional de Buenos Aires), fundado por el virrey Vértiz. Por ese colegio pasaron la gran mayoría de los nombres que llenarían las páginas de nuestra historia.
Si bien este colegio preparaba al alumno para ingresar a la Universidad de Córdoba, sus padres solicitaron el permiso para que tanto Manuel como Francisco -uno de sus hermanos- pudiesen viajar a España“ para que se instruyesen en el comercio, se matriculen en él y se regresen con mercaderías a estos reinos”. En el colegio, había completado con éxito sus estudios de gramática de latín, filosofía “y un poco de teología”, según el propio Belgrano.
Fue una mañana de comienzos de 1786 cuando el joven Manuel y su hermano Francisco, acompañados de sus padres y algunos de sus hermanos pequeños, se dirigieron a pie al puerto. Adelante, media docena de esclavos llevaban sus equipajes. Detrás del Fuerte, subieron los bultos a un lanchón. Partían a España, aprovechando el viaje del cuñado, José María Calderón de la Barca -casado con su hermana María Josefa– que vivía en Madrid.
El padre también se embarcó en el lanchón que los llevó a la fragata, ya que su capitán era un viejo amigo a quien conocía cuando vivió en Cádiz. Al mediodía, el padre estaba nuevamente en tierra. Había ubicado a sus hijos en la nave que a la tarde puso proa al otro lado del océano.
En España, el joven Manuel no les prestó demasiada atención a sus estudios, sino que se vio atraído por ese baño de realidad de quien acusa el impacto de un mundo totalmente distinto. “Confieso que mi aplicación no la contraje tanto a la carrera que había ido a emprender, como al estudio de los idiomas vivos, de la economía política y al derecho público”, escribió en sus memorias.
“Desisto de graduarme de doctor”
En carta a su madre, fechada en agosto de 1790, le decía que “del todo desisto de graduarme de doctor, lo contemplo una cosa muy inútil y un gasto superfluo. Si he de ser abogado, me basta el grado que tengo y la práctica que voy adquiriendo. A qué gastar el tiempo en sutilezas de los romanos que nada hacen al caso, y perder el precioso tiempo que se debería emplear en estudios más útiles. Si acaso mis ideas no tienen efecto, ustedes podrán disponer como mejor les pareciese en la inteligencia que tengo por muy inútil ser doctor, pues de nada sirve”.
Vio la oportunidad de acercarse a autores ingleses, franceses e italianos de economía política y tradujo algunos trabajos. Uno de ellos, “Principios de la ciencia económico-política”, que la tradujo del francés y que en 1796 fue editada por la imprenta de los Niños Expósitos.
“Se apoderaron de mí las ideas de libertad, igualdad, propiedad, y solo veía tiranos en los que se oponían a que el hombre, fuese donde fuese, no disfrutase de unos derechos que Dios y la naturaleza le habían concedido…”.
El padre en problemas
En 1788 su padre se vio involucrado en un fraude a la Real Hacienda, aparentemente cometido por el tesorero y administrador de la Aduana, Francisco Jiménez de Mesa, por un descubierto de 200 mil pesos. Sus bienes fueron embargados y debió cumplir arresto domiciliario. Fue Manuel quien intercedió ante la corte española para lograr su rehabilitación, que recién llegó en 1794 cuando se comprobó su inocencia y se le restituyeron sus bienes y derechos.
El hecho de que su padre había estado a punto de caer en la indigencia no repercutió en la estadía de Manuel en España, quien vivía en la casa de su hermana. “Tenía cuanto necesitaba para satisfacer mis caprichos”, escribió sobre esos años.
En 1789 se graduó de bachiller en leyes y en 1793 obtuvo la licencia para ejercer como abogado. En 1794 ya estaba de regreso en Buenos Aires para hacerse cargo de su primera ocupación: a los 24 años fue secretario del Consulado, un organismo con jurisdicción mercantil, orientada al fomento de la agricultura, la industria y el comercio. Hizo nombrar a su primo Castelli como suplente en la secretaría, a fin de cubrir posibles licencias por enfermedad. Y otra vida comenzó para él.
Su padre murió el 24 de septiembre de 1795 y su madre el 1 de agosto de 1799. Ambos fueron sepultados en Santo Domingo, en el mismo convento que 20 años después sería enterrado él mismo, en medio del olvido y la indiferencia.
En 1995 se promulgó la ley 24561, que instituye el 3 de junio -fecha del nacimiento de Manuel Belgrano- como el día del inmigrante italiano, por ser el creador de la bandera descendiente de italianos. Porque Domingo Belgrano y Peri vino a hacer la América. Y vaya si la hizo.
Fuente: Infobae