Madres y padres estamos muy atentos a la autoestima de nuestros hijos, buscamos fórmulas para lograr que la tengan alta y que la conserven, muchas veces sin tener conciencia de que nuestra propia autoestima es un factor importante para que ellos puedan adquirirla.
Tener una adecuada imagen de nosotros mismos implica habernos sentido de chicos y/o sentirnos hoy queridos, queribles y valiosos, como dice D. Corkille Briggs en El niño feliz. Nos da una estabilidad interna que es independiente de las pequeñas y grandes cosas que ocurren a lo largo de cada día, también nos permite tener la flexibilidad necesaria para sortearlas sin buscar culpables o pruebas de nuestro valor y tomar decisiones acordes a nuestros principios e ideales. Podemos hacerlo porque miramos hacia adentro de nosotros al tomarlas.
Cuando en cambio nuestra autoestima depende del afuera, ya sea de otras personas o de nuestros resultados y éxitos, andamos inseguros, inestables y con mucha facilidad erramos el rumbo porque vamos por la vida buscando pruebas o implorando a nuestros seres queridos que nos confirmen que somos valiosos.
La autoestima es una materia que “cursamos” en nuestra primera infancia junto a nuestros padres, quienes, por la forma en que fueron criados, seguramente no estuvieron tan atentos a fomentarla en nosotros sino a educarnos para que fuéramos obedientes, respetuosos, buenos, para que nos adaptáramos a lo que se esperaba de nosotros.
El resultado es que muchos adultos crecimos sobreadaptándonos y nos convertirnos en esa persona que se esperaba que fuéramos. El entorno valoraba ese personaje, que fabricamos para no perder el amor de nuestros padres, y no a quien éramos de verdad, por lo que el valorado era el personaje y no nosotros. Es muy probable que entonces, y sin reconocerlo, intentemos que nuestros hijos se sobreadapten, tal como hicimos nosotros, y busquemos en ellos o en nuestra pareja y amigos pruebas de nuestro valor, pero difícilmente las encontremos ahí.
Si en la infancia nuestra autoestima dependía de la mirada de nuestros padres, en la adultez podemos –y debemos– dejar de buscar esa valoración externa y recorrer el camino hasta nuestra propia valoración. Así, dejaremos de pedir a nuestros hijos que con sus palabras o su accionar nos hagan sentir valiosos, que estén contentos con nosotros o que nos hagan brillar con sus éxitos. Mientras no lo logremos, si los chicos no están a la altura de lo que necesitamos de ellos, inevitablemente vamos a bajarles la autoestima y nos va a costar mucho acompañar sus errores, fracasos y frustraciones. También ser adultos que cuidan, que los ayudan a confiar en ellos mismos y en lo que sienten, y que los acompañan en sus dolores y a tener autoestima alta, independientemente de su desempeño.
Estrategias grabadas a fuego
Si mi hijito de tres años no quiere saludar a su abuela, va a ser muy distinta mi respuesta si puedo tolerar que ella me mire con cara de que no educo tan bien como lo hizo ella, que si necesito que ella me vea como una excelente madre. En el primer caso voy a poder sonreír a mi suegra y decirle: “Acaba de enojarse conmigo porque no quería atarse en el auto y se va a oponer a todo lo que yo le proponga, ¿podés darle vos un beso?” o “hoy me dio tantos besos que se le acabaron, vas a tener que recargarlo vos con los tuyos”. Si en cambio yo necesito que mi suegra me vea como una buena madre, seguramente lo rete, lo soborne, muestre mi desilusión, lo haga sentir culpable, usando las estrategias que quedaron grabadas a fuego en mi infancia.
Si crecí creyendo que era muy importante tener muchas amigas, sin escuchar a mi mundo interno, por ejemplo, corro el peligro de esperar lo mismo de mis hijos, y de hacerlos sentir inseguros, o que nos defraudan, si no tienen programa todos los fines de semana. O puedo revisar esa creencia, aceptarme, valorar mi estilo personal y así poder apreciar y respetar los distintos estilos para sociabilizar de ellos.
Si tengo una autoestima adecuada y mi hijo no quiere comer la comida que le preparé podré no tomarme eso como un rechazo hacia mi persona, y lo mismo pasa cuando crecen y nos contestan mal, o no les interesa contarnos cómo les fue, o se encierran en su cuarto. Tanto puedo ofenderme y hacerlos sentir mal o culpables, como no tomarme sus respuestas personalmente, pero para eso me hace falta una confianza en mi propio valor que me permita sostenerme.
Adultos, busquemos áreas personales nuestras para sentirnos valiosos, eventualmente brillar y destacarnos, para no pedirle a nuestros hijos que lo hagan para nosotros. Los trajimos al mundo para que cumplan con su destino, no para completarnos en el nuestro.
Fuente: Maritchu Seitún, La Nación.