Ana no está sola en esta pregunta. Son muchos los que tienen la sensación de que vivimos en una época en la que la felicidad no es solamente el único objetivo de vida posible: es una responsabilidad individual e incluso una obligación.
En este texto publicado en su idioma original en 2010, pero que parece escrito ayer, Ahmed intenta explicar eso que cualquier usuario de Instagram sabe intuitivamente: que detrás de la idea de felicidad de una época se esconde también la moral de esa época, lo que sus habitantes entienden como normal y aceptable, e incluso cierto conservadurismo respecto de la posibilidad de desviarse de esas normas y aún así tener una vida que valga la pena. Ahmed analiza, por ejemplo, las implicancias de frases como «yo solo quiero que seas feliz», que pueden ser dichas con mucha buena intención pero traen también un mensaje disciplinador: sonreí, quedate tranquilo, no tomes riesgos, no te salgas de lo que se espera de vos, no cuestiones esas expectativas.
«Ahmed lanza su corrosiva crítica al imperativo de la felicidad señalando que el mismo se convierte en ‘técnica de disciplinamiento’, es decir, en un imperativo que está orientado a dirigir nuestra conducta, nuestros deseos, nuestras prácticas so pretexto -o más bien con la promesa- de esa felicidad por venir, y a la que todxs deberíamos aspirar», explica la filósofa e investigadora del Conicet Virginia Cano, y agrega: «Señalar esto no solo arroja un manto de duda sobre ese sentido común que sostiene que lo más importante es ser feliz, sino que nos fuerza a la reflexión sobre qué implica ser feliz en este mundo».
«Es como que produce mucha impotencia, me parece -dice Martín, de 35 años, docente de colegio secundario-. La sensación de todo lo que hay que hacer para ser feliz, que hay que viajar, ganar un montón de plata, tener la pareja perfecta, suena como agotador… Y a la vez, obvio, todos queremos eso, ¿no?».
La duda de Martín es legítima y sintetiza varias de las claves del problema de la felicidad. Por una parte, habla de esta idea de que todos queremos las mismas cosas. Y no es casual que esas cosas sean una relación monógama (un gran tema en el libro de Ahmed: son muchos los estudios sobre la felicidad que con argumentos más bien circulares, correlacionan a la felicidad con el matrimonio) y el éxito económico. Por otro lado, como bien pregunta Martín, tampoco queda claro qué otra cosa podríamos desear más que «ser felices». ¿Cuál sería la alternativa a la felicidad como promesa?
En principio, podemos decir leyendo a Ahmed, que es importante entender este carácter de «promesa eterna»: la felicidad siempre está en otro lado, siempre se nos aparece lejos. El psicoanálisis, un discurso que a los argentinos y argentinas nos es muy familiar, lo venía advirtiendo desde hace mucho: «La idea de felicidad es más bien un paraíso neurótico -dice Ángeles Justo, docente de la UBA y psicóloga de planta en el Hospital Rivadavia-, y como tal siempre lo tiene otro o está en otro lugar. Esa frase de ‘nunca vamos a ser felices’ que usa la gente en redes sociales…, de un modo, es cierta».
«Lacan en el seminario VII dice que los pacientes vienen a pedirle felicidad al analista, y obviamente los analistas sabemos que eso no existe y que tenemos que maniobrar con esa demanda de felicidad, y no responder a la demanda nunca», agrega. La cura psicoanalítica, explica Justo, vendría de aprender a vivir con esa falta, con saber que esa felicidad nunca va a ser completa.
Los aguafiestas
En segundo lugar, el foco de Ahmed -y el de otras críticas recientes al imperativo de la alegría como puede ser El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital de la española Remedios Zafra, premio Anagrama de Ensayo 2017- no es tanto la búsqueda de una meta alternativa sino más bien la comprensión de qué es lo que dejan afuera esas narrativas totalizantes que imponen a la felicidad como lo único que importa.
Así, en El entusiasmo, Zafra argumentaba que esa necesidad contemporánea de mostrarse siempre proactivo y feliz de trabajar (incluso si las condiciones están lejos de ser óptimas) nos ponía en un lugar solitario y desorganizado: en lugar de compartir con posibles compañeros y aliados nuestros problemas para resolverlos colectivamente, los negamos ante el mundo y dejamos que cada uno se quede solo con su angustia, pensando que es el único que la está pasando mal.
En la misma línea, Ahmed reivindica el rol social de los «aguafiestas»: la feminista, por ejemplo, que denuncia una injusticia en lugar de sonreír en silencio ante el abuso o la violencia. «En un mundo plagado de injusticias, violencias y dolores para tantos – dice Cano, sobre la relevancia actual del libro de Ahmed-, no deberíamos dejar de preguntarnos cómo y a qué costo podemos ser felices. ¿No es la promesa de esa felicidad personal (o familiar) un modo de anestesiarnos frente a lo que nos rodea? ¿Acaso la búsqueda la felicidad no puede operar como una tecnología de aislamiento que nos permite ser funcionales al statu quo, como un modo de cortar los lazos que nos unen a esos otros, a quienes en su mayoría no conocemos, pero frente a los cuales nos une una responsabilidad ética y política indeclinable si es que queremos un mundo mejor para todos?».
Sin abrazar una moral del sacrificio, Ahmed y Zafra iluminan todo lo que tienen de egoísta y anestésico estos discursos sobre la felicidad, y el potencial que podemos encontrar en formas más sociales y colectivas de pensar el presente y el futuro.
Y quizás salirse de esta carrera por la felicidad completa y permanente pueda aquietar un poco algunas ansiedades de la época. El tan mentado FOMO (fear of missing out, «el miedo de perderse de algo») puede interpretarse como el miedo a perderse un tema de conversación, pero también representa el temor a estarse perdiendo de algo bueno, a no estar sacándole el jugo a cada instante de la vida, como si ser feliz fuera una especie de trabajo.
En un mundo que nos dice que somos responsables de todo lo que nos pasa (que uno se enferma porque no descansa lo suficiente o porque no come bien, por ejemplo, como si las horas de sueño y la calidad de la alimentación dependieran solo de la voluntad, y como si las enfermedades no pudieran tocarle a cualquiera), el trabajo de Ahmed apunta a sacarnos a los individuos de ese lugar de omnipotencia. Si los discursos de la autoayuda nos dijeron por décadas que la felicidad era una decisión, Ahmed nos invita a dudar de este dogma y dirigir la mirada a las estructuras que nos hacen posible (o imposible) ser felices, y pensar en el cambio colectivo de esas estructuras más que en nuestra felicidad personal al margen de ella.
«Termina siendo como una religión finalmente -reflexiona Ana-, la religión de la felicidad, todos con eso de tirar para adelante, no tirar para atrás, no amargarnos… pero a veces pasa que hay que amargarse, que no hay otra, si no es estar siempre barriendo el polvo abajo de la alfombra». Si la felicidad terminó siendo un suerte de religión dominante en Occidente, quizás ya era hora de que tuviera sus propios ateos.