¿Alguien se imagina un mensaje a nuestros seres queridos que no vaya acompañado de un emoticon (emoji)? No añadir un corazón o una sonrisa en un WhatsApp o un email si la relación es de confianza puede hasta despertar suspicacias. Los emoticonos forman parte cotidiana de nuestro lenguaje y pese a la aparente sencillez de su grafía, ocultan una compleja faceta psicológica y social en su utilización.
Para comprender el fenómeno de los emoticonos es necesario recordar su función originaria: ahorrar el uso del teclado. Los emojis nacieron en una época en la que no existían los smartphones y “el grueso de las comunicaciones se hacía a través de SMS, con las limitaciones de espacio (160 caracteres) y gráficas que imponía el sistema”, como recuerda Fernando Suárez, presidente del Consejo General de Colegios de Ingeniería Informática. La faceta práctica de los emoticonos es evidente, pero el alcance psicológico de esta forma gráfica de comunicarse, no lo es tanto.
¿Qué queremos decir exactamente con un emoticono sonriendo del revés? ¿Estamos realmente satisfechos cuando añadimos el pulgar hacia arriba en un mensaje? Un macro estudio acerca del emoticono llevado a cabo por la universidad de Rochester en 2018 confirma las peores sospechas: una cuarta parte de los emojis enviados son malinterpretados por su destinatario. Y hay un emoticono que se lleva la palma de las suspicacias: el de la sonrisa con los ojos cerrados, una expresión que genera una elevada confusión en algunos destinatarios y que deja patente la complejidad del cerebro humano.
Malentendidos provocados por los emojis
“Diversos estudios han constatado que en un porcentaje significativo de casos, la interpretación por parte del receptor de algunos emoticonos va en sentido contrario o diferente al deseado por la persona que lo emite”, explica Ignacia Arruabarrena, doctora en Psicología y profesora en el departamento de Psicología Social de la Universidad del País Vasco. Para esta experta, esta confusión es provocada con mayor frecuencia por unos emoticonos determinados “cuyo significado puede resultar ambiguo”.
En cualquier caso, descifrar lo que realmente se quiere transmitir en una comunicación en la que se emplea este código, depende del contexto en el que se produce. Para que no haya malinterpretaciones, es necesario que emisor y receptor “compartan los mismos códigos culturales o de comunicación”, según Arruabarrena. Esta potencial ambigüedad de los emoticonos los convierte en un arma de doble filo con interlocutores ¿Es aconsejable emplear los emojis en un contexto no controlado?
La respuesta es no. La utilización de emoticonos en escenarios en los que no se conoce bien al interlocutor o este pertenece a otra cultura, “puede descodificarse como frívolo o poco formal”, según Eulàlia Hernández, profesora asociada de la Universitat Oberta de Catalunya. Como puede apreciarse, el uso y elección de emoticonos define bien a la persona que los emplea y en este sentido, los más introvertidos tienden a utilizar más los emojis que los extrovertidos. ¿Por qué motivo? “A las personas introvertidas les gusta más la ambigüedad y no quieren dar mensajes explícitos”, según Hernández.
Ambiguos o no, lo cierto es que los emoticonos se mantienen vivos y van adaptándose a la realidad del momento. La crisis del coronavirus ha tenido un impacto directo en la utilización de este código y ha disparado la utilización de una serie de emojis vinculados con la pandemia. Sin embargo, el top ten de los más utilizados no suele sufrir grandes alteraciones a lo largo del tiempo, y sigue capitaneado por el emoticono de la carcajada.
Un código de comunicación que nace en Japón
Pese a ser un elemento de comunicación imprescindible en nuestros tiempos, los inicios del emoji fueron un tanto titubeantes. Los emoticonos no surgieron atendiendo a una necesidad de mejorar la riqueza en la transmisión de mensajes, sino a una demanda puntual de un operador de telefonía. Fue la firma japonesa DoCoMo quien decidió dotar a su plataforma móvil i-mode de elementos que aportaran valor añadido y le distanciaran de otros operadores. Nos situamos en el año 1999, cuando el diseñador Shigetaka Kurita recibe un inesperado encargo por parte del operador: crear un conjunto de iconos gráficos que enriquezcan su plataforma. Habían nacido los emojis.
Los emojis fueron un rotundo éxito en su momento y ya en 2004 acumulaban cerca de 40 millones de usuarios en su Japón natal. Pero no sería hasta la llegada de los smartphones unos años más tarde cuando los emojis se convirtieron en un elemento universal de comunicación. Hoy en día su uso está tan extendido, que nos resultaría inimaginable redactar un mensaje que no estuviera acompañado de este icono gráfico. Y es precisamente en las aplicaciones de mensajería donde los emoticonos han encontrado su espacio natural: Son enviados a diario 5.000 millones de emojis a través de Facebook Messenger y uno de cada cinco tuits incorpora uno.
¿Por qué arrasan los emoticonos entre el público más joven y las apps de mensajería? “en la cultura de la inmediatez en que vivimos y que fomentan estas herramientas de comunicación”, explica Fernando Suárez, presidente del consejo general de colegios de ingeniería informática, “los emoticonos permiten respuestas breves y rápidas pulsando solo sobre un icono, lo que evita teclear mensajes”.
El futuro de los emoticonos
Los emojis están muy vivos e instalados en nuestra comunicación nada parece indicar que esto vaya a cambiar, sino que este formato está en permanente evolución. “Podríamos decir que el uso de GIF animados es una evolución en sí misma de los emoticonos”, explica Suárez, “y en nuestro país, donde las relaciones sociales son muy importantes, su uso está totalmente normalizado”.
Apple dio un paso en 2017 hacia la animación de los emoticonos con la presentación de los Animoji, aprovechando la tecnología TrueDepth de la cámara del iPhone, mientras que Samsung hizo lo propio con los AR Emoji. Ambos fabricantes han optado por adentrarse en el terreno de la personalización, gracias a los avances en los sistemas de reconocimiento facial de las cámaras.
Fuente: José Mendiola Zuriarrain, La Nación