Poesía en el aula: mil y una maneras de conmover alumnos con versos y emoción

¿Se escribe poesía en las escuelas? ¿Se entrena la lectura en voz alta? ¿Es posible enseñar literatura en verso a las nuevas generaciones? En esta nota, docentes, poetas y editores abren el juego a pensar la singular y necesaria relación entre la poesía y la enseñanza

Fue durante la adolescencia, en el contexto de una clase de literatura, cuando la poesía me sacudió con sus preguntas incómodas. Si bien había oído en la  infancia algunos poemas (digo bien: oído, es decir, una experiencia centralmente oral) de boca de mis padres o de mis abuelos muchas retahílas, coplitas, versos pareados, en castellano y en italiano, no fue sino hasta los 16, mientras mi abuelo se moría, cuando la «Chiqui» Goyo, mi profesora de literatura de cuarto año en el Nacional de Vicente López, me hizo leer las Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique, y la Elegía (a Ramón Sijé), de Miguel Hernández. Esa larga reflexión sobre la muerte, en el primero, presidida por la tristeza, pero con altas dosis de mesura para preguntar y preguntarse por el sentido de la vida y de la muerte, y ese exabrupto de dolor desesperado, en el caso del segundo, terminaron siendo experiencias decisivas.

Entonces, comencé a construir conclusiones provisorias, según las cuales esas formas verbales tan parejas e inquisidoras, arrolladoras musicalmente como las sirenas, algo habían tatuado en mi percepción adolescente, e inmediatamente pensé que yo quería seguir leyendo «cosas así». Pero también escribirlas. Algo no muy diferente le ocurrió a Ricardo Soulé, el integrante de Vox Dei, que compuso «Presente», al finalizar la clase de literatura en la que leyó al poeta español Jorge Manrique. Pareciera, entonces, que hay preguntas para hacerse sobre el vínculo entre escuela y poesía. Formulémoslas, entonces. ¿Puede hacer algo la escuela, la clase de literatura por la poesía? ¿Tienen algo que ofrecer los profesores, algo por devanar sobre el destino de la poesía en los estudiantes? Después de todo, ellos tienen que ver con el futuro de la poesía. ¿Saben cómo hacerlo?

«Una vez mi profesora de Literatura de la secundaria nos hizo leer Hoy es domingo en el cielo / y a esta altura de la muerte / mi madre le estará planchando las camisas a Dios, el poema de Ana Sebastián«, cuenta Paula Raimondi, que es publicista. «Yo venía de una casa en la que mi madre literalmente planchaba las camisas de todos, y mi viejo la trataba mal. Ese poema fue tremendo. Te lo cuento y se me vuelve a poner la piel de gallina. Me abrió un mundo». El impacto fue centralmente estético, porque Raimondi encuentra algo de «eficacia» en ese decir propio de la poesía, como señalan los retóricos: «Y fue el poema con su lenguaje nunca del todo claro, medio oscuro, lo que me puso en marcha para pensar la tortura de mi mamá en la casa, incluso, mi propio destino como una mujer, si quería casarme, tener hijos. No sé si hubiera pensado todo eso con un panfleto o con una proclama como las de ahora, que son tan explícitos».

Algo parecido sobre la escuela rememora el poeta cordobés Juan Pablo Abraham: «Salvo mi profe de inglés que me prestaba los libros de su biblioteca, que era mejor que la de la escuela, el resto me aburría mucho. Este profe creo que supo ver eso, y al prestarme los libros, me metió en otro mundo». Abraham, que acaba de publicar La soledad del pan en el sello cordobés Borde perdido, destaca sus vínculos con la música, y a través de ella, su relación con la poesía: «Cuando era chico me enviaron a estudiar guitarra con el luthier de mi pueblo Noetinger. Mi viejo le había comprado una guitarra y se la pagaba de a poco, él me daba clases mientras hacía las guitarras. Cuando aprendí a tocar un poco, me vi de pronto con un cuaderno escribiendo canciones, las tiré ni bien empecé a leer en serio».

Libros (9)

«Una de las funciones indelegables de la Escuela es hacer posible que quienes pasan por ella lean poesía, la incorporen a su vida. Está claro que el lenguaje de la poesía es un lenguaje nuevo, disruptivo, inquietante… que no va a hallarse en el lenguaje de la comunicación utilitaria», señala la poeta y formadora de docentes Isabel Vassallo, autora de Diamante de afilada pena, un poemario que recrea ficcionalmente episodios de la vida de Roberto y Clara Schumann. ¿Y cómo se ayuda a leer poesía? Se ayuda leyendo, ni más ni menos. A entender la oscuridad de algunos textos se aprenden leyendo. «Lo que querría decir volver conscientes algunos mecanismos y funcionamientos que hacen a la construcción del poema», explica Vassallo. Y ejemplifica para hacerse entender: «Uno puede, mostrar, en el camino, mientras se lee, que hay un género llamado soneto que articula algo así como una exposición argumental, con sus premisas y su conclusión. Que la serie ininterrumpida de versos octosilábicos del romance se vincula con su derivación del cantar de gesta –las 16 sílabas del verso épico desdoblado en dos de 8-, acortamiento que facilitó la recitación y la transmisión oral; y así el recitador, el cantor, el juglar lo transforma en fragmento de algo más extenso que se presiente -se sugiere-, replegándose en la escena lírica, despegada, muchas veces, de la lógica narrativa que es matriz del relato de hazañas».

Marcelo Díaz, que el año pasado publicó La formación de la lírica. Apuntes sobre poesía argentina contemporánea cree que se trata de «recuperar la demora, el silencio, la pausa y la atención en la escritura y en la lectura de poesía en las aulas. En esa dirección cuando pensamos en los modos de leer y de escribir resulta interesante habilitar, también, aquellas voces que históricamente quedan silenciadas en las escuelas»¿De qué manera podemos hacer esto? «Responde que un recurso puede ser la escucha, atender a nuestra interioridad y a la de los demás en la medida de que compartimos una instancia de aprendizajes en común y en plural constelación de sentidos».

Versos para la primera juventud

Hay una importancia decisiva, entonces, en enseñar a leer poesía, porque es un modo de entrenarse en el conocimiento de lo que no se nos presenta dado de una sola vez, de manera simple y directa, o para siempre: un aprendizaje desafiante; en ocasiones, incómodo o cargado de inquietud, porque enseña a amigarse con lo provisorio, a volver sobre lo propio. Y para muchos lectores de poesía la lectura en la adolescencia y en la primera juventud se vincula con un itinerario vital. Por lo menos, así lo declara Franz Kappus, el jovencito que envía sus poemas al gran poeta alemán Rainer M. Rilke para que le «dijera» si «escribe bien». Una tarde de otoño el capellán del liceo militar en el cual se preparaba para ser oficial lo vio leyendo bajo un castaño y, según refiere él mismo, le dijo algo que sería decisivo: Nos ha salido poeta. Kappus escribiría más tarde: «Entonces supe algo del niño delgado y pulido que yo era».

Le pregunto a Mónica Jurjevcic, que enseña Lengua y Literatura a adolescentes en escuelas de Capital y del Conurbano, y que tiene mucho pensado en relación con la cultura digital, los pibes y la literatura (fue la responsable de Contenidos digitales en el grupo Norma/Kapelusz y organizadoras de cursos de educación digital) y primero me dice que no es moneda corriente la poesía en la escuela media, en la enseñanza: «Va a la cola. Y si se llega». Primero se piden «novelas, porque se cree que la narrativa interesa más». Mónica espera que, así como la narrativa infantil y juvenil generó su propio canon narrativo, en algún momento se asuma que también en poesía hay un camino por recorrer. Cree, no obstante, que esa desventaja se puede asumir como ventaja: «No dependo tanto del soporte para llevarla al aula. Puedo llevar poesía en canciones, poesía celular, poesía guardada en la memoria. Y dejarla a vivir ahí, en el aula. O en el patio: encontrar a chicos rapeando».

(Foto: Silvina Frydlewsky)

(Foto: Silvina Frydlewsky)

Enfatiza con evidencia didáctica: «Te aseguro que hay mucha poesía que toma algo de la esencia de Internet. Por ejemplo, lo hipertextual, lo visual, lo multimedial. Hablo de aplicaciones para construir poesía o de otras como las que utilizan los raperos para hacer sus rimas». Las formas genéricas que circulan por las redes tienen rasgos que se explotan en la poesía. «Por ejemplo, la condensación poética. En un mundo de microrrelatos, de fragmentos, de memes, de 140  caracteres para decir todo y más, de epígrafes que resignifican, de instarrelatos… El trabajo con la poesía me acerca a todo eso y me devuelve a ese lugar para potenciarlo». Sobre estos vínculos entre poesía y redes sociales, hay que evocar la experiencia Sastre, la poeta y novelista española Elvira Sastre, cuya poesía tiene millones de lecturas en la Web. «Con las redes no hay tiempo ni espacio, simplemente conectas y lees». Los lectores jóvenes estaban un poco abandonados en cuanto a referentes de una poesía que «se entienda» y que «pueden encontrar con facilidad en las redes», explica.

Cecilia Rassi también conoce mucho a los jóvenes lectores y a los docentes, no sólo porque trabajó muchos años en la docencia, sino porque organiza cursos con ellos como formadora de docentes y es asesora en catálogos de literatura para estudiantes. Señala que los maestros se hacen muchas preguntas de este tipo: ¿Cómo ofrecerla? ¿Se les enseña métrica y rima? ¿Está bien o es anticuado que las aprendan de memoria y las reciten? Y que ella les responde con una idea de la educadora colombiana Yolanda Reyes: los niños son oidores poéticos. Su bienvenida al mundo está hecha «en clave de arrullo», por lo que la poesía está ahí mismo, desde el comienzo de la vida. Refiere una experiencia propia produciendo haikus, esos poemitas japoneses de tres versos solamente: «Contrariamente a lo que yo misma esperaba, en casos de estudiantes con una escolaridad muy precaria, la poesía les brindó el espacio más propicio para escribir. Aprendieron a contar sílabas poéticas, y, fundamentalmente, sintieron que era un espacio abordable, posible de trabajo: tres líneas. Tres líneas trabajosas, tres versos».

La decisión de enseñar poesía

Enseñar poesía en la escuela es una «decisión», así de contundente, dice Vero Pérez Arango. «Me obliga a enfrentar lo inasible, la ambigüedad y la tensión del lenguaje en su estado más vivo y corrosivo de lo cotidiano; me implica vivenciar la ansiedad de mis alumnos al no poder asir un sentido único y, por lo tanto, mi propia ansiedad». Pérez Arango es poeta y enseña literatura en la escuela secundaria, también organiza el ciclo de lecturas El bosque sutil en la eglógica quinta Trabucco del barrio de Florida. Hay que recordar que la docente, poeta y traductora Delfina Muschietti fue pionera en los hoy ya habituales «recitales» de poesía. Lo suyo no era exactamente eso, pero La voz del erizo, el ciclo que coordinó durante los años noventa, y que creó con Daniel Molina en el Centro Cultural Rojas, fue una serie de encuentros en los que se escuchaba a poetas leídos por ellos mismos.

Pérez Arango toma de estas experiencias «vivas» con la poesía, es decir, extraescolares, como curadora de ciclos de poesía, la importancia de la lectura en voz alta, «que no es otra cosa que un acto de generosidad». Pero también ensayos breves de poetas argentinos, como María Teresa Andruetto, Alicia Genovese Carlos Battilana. «También escuchamos a Juana Molina, Spinetta y a Arnaldo Antunes, por ejemplo. Antes, después y mientras tanto, escribimos. Siempre. Poemas colectivos, a partir de técnicas de escritura automática y cadáver exquisito. Estos poemas después los colgamos de tanza con broches, atravesamos con un lenguaje enrarecido el espacio de la escuela lo más posible. Pero como también leemos gauchesca y poesía social, autores comprometidos políticamente con su época, cruzamos lo público y lo privado, leemos el diario y escribimos a partir de noticias. El año pasado leímos noticias sobre femicidios y a partir de esas noticias, los alumnos tenían que construir el yo lírico de las mujeres asesinadas, darles voz, hacerlas hablar».

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¿Se escribe poesía en las escuelas? ¿Se entrena la lectura en voz alta, es decir, en una poesía para ser dicha? ¿Siempre se lo hizo?

El investigador argentino Diego Bentivegna estudió en La eficacia literaria. Configuraciones discursivas de literatura nacional en manuales argentinos (EUDEBA) los modos de organización de las lecturas escolares en los libros de texto durante fines del siglo XIX y hasta mediados del XX. Bentivegna encuentra dos de esos modos: un paradigma que él denomina «retórico», es decir, básicamente cosmopolita, y otro al que llama «historicista», acotado a lecturas de índole nacional o hispánica. Ese hiato se produce durante la recepción del Modernismo. «La historia implica un corte en el pasado, y no la lectura de los textos concomitantes, como, por ejemplo, ocurría en el siglo XIX con los poetas Obligado o Andrade», señala. Y encuentra la causa en que «se entiende que los textos modernistas conforman una literatura «para ser leída», a diferencia de la poesía para ser escuchada (la del paradigma retórico)». En este paradigma, señala Bentivegna, la poesía era un patrón de discurso que tenía su didáctica: los alumnos producían poesía para «decir».

El lugar de las nuevas identidades es la poesía

Sobre las relaciones tan estrechas, casi indisociables, entre subjetividad y poesía, la profesora Martina López Casanova, de la Universidad Nacional de General Sarmiento, autora junto con María Elena Fonsalido de Géneros, procedimientos, contextos(ediciones de la UNGS), una recopilación de conceptos teóricos ejemplificados, que circula con interés entre estudiantes de Letras y docentes, encuentra en la construcción de distintas subjetividades una posibilidad para poner en serie poemas y contextos culturales, y lectores adolescentes. Allí hay una doble posibilidad: la de armar una secuencia didáctica y contar con un criterio para reunir poemas en una antología o corpus. Recuerda que una de las primeras lecciones que aprendió en las teorías sobre lo literario fue esa: «Alertarse sobre la subjetividad lírica como la voz que encarna un sujeto en particular, pero también, y a la vez, un sujeto universal: del Rimbaud que llega a decirle a su profesor de Literatura ‘Yo soy otro’, en la famosa Carta del vidente, a las voces de la subjetividad en las vanguardias históricas, que miran ese otro mundo que está detrás del mundo más aparente».

Este mismo asunto puede adquirir facetas nuevas en la poesía argentina reciente, por ejemplo, pensando la construcción de las «subjetividades del otro / de lxs otrxs»: ¿quién es «otro», «otra», «otrxs», «otres»? Identidad, nuevas identidades, es un asunto que compromete la opinión de muchos jóvenes que cuestionan el binarismo sexual y militan formas alternativas de subjetividad. En ese sentido, López Casanova recomienda indagar en los circuitos que proponen las editoriales independientes. «¿Quiénes hablan en esos poemas? ¿Qué lenguajes hablan? Y, finalmente, ¿quiénes leen? Tal vez sean estos algunos de los interrogantes que permitan enfocar el lugar de la escritura y la lectura de la poesía aquí y ahora».

Caleta Olivia y la explosión de la poesía

Si de editoriales independientes se trata, Caleta Olivia es una experiencia de trabajo y de amor por la poesía. Nacida en 2016, con la publicación de 12 títulos de poetas nacionales, es una editorial de fondo que «vende sus libros boca a boca». Su editor responsable es Pablo Gabo Moreno, que cerró un blog donde publicó, durante cuatro años, entrevistas a poetas y después se decidió a meterse en la actividad editorial. Tiene un catálogo que alcanza los cien títulos (entre los cuales están Ginsberg, Sexton, Hilda Hilst) y un ritmo de publicación que desoye coyunturas. A Caleta se acercan lectores y docentes que quieren enseñar poesía recientísima, publicada anteayer. Si se le pregunta, Moreno cree que encuentra en un cierto sentimentalismo o arrojo su opción por la poesía, por una editorial de poesía. Y, al presente, es una las editoriales más reputadas, comentadas, ansiadas, en ese sentido.

(Foto: Silvina Frydlewsky)

(Foto: Silvina Frydlewsky)

Arrancó con los libros de Sebastián MorfesPañuelo de perro, y de Alfredo Jaramillo,Nomenclatura turbia. «Básicamente dos poetas contemporáneos, con una serie de imágenes muy distintas entre sí pero muy concisas para la época»,  justifica. «Una visión desacralizada de la poesía actual, y con cierto ritmo vertiginoso». Después siguió editando bajo un único principio: heterogeneidad, poliglosia y… rasgos fundamentalmente de una poesía no conservadora. El catálogo de Caleta Olivia se caracteriza por una diversidad bien marcada, por poetas representativos de una generación determinada. «Una lectora nos dijo que convivan voces distintas, que Caleta no hace una poesía diferente, sino una poesía de descentralización de conceptos, por ejemplo, los libros de Marina Mariasch y de Claudia Masin«. ¿Y cómo sobrevive una editorial como Caleta Olivia? «Trabajando, trabajando y trabajando. Después el desafío es sostenerse, lo cual, de momento es muy difícil; el día a día para una editorial autosustentable es demasiado hostil. No existen en la Argentina políticas que fomenten la creación y/o divulgación de libros con contenido poético, lo cual implica que el editor deba mover su catálogo de una forma muy desfavorable».

El año pasado Moreno publicó la poesía reunida de Carlos Battilana en un libro que se llama Ramitas, una poesía para parar el corazón neurótico, dice Santiago Llach en la contratapa del libro. Y también que «no es huida, sino reparación y persistencia». Si la poesía es música, en Carlos, el fondo acústico de la infancia fue el del tango: «Manzi. El cielo de la noche. El fango. Los trenes». Poesía para escuchar. Vinculado desde siempre con la enseñanza, y muy particularmente con la escuela media «a la que amo», según declara, hoy es docente en la UnaHur y un gran animador de la poesía, no solo por sus intervenciones públicas (las clases, las entrevistas, las redes sociales), sino, sobre todo, por su apuesta a registros más íntimos (los amigos, los alumnos, el afecto). Fiel a los sonidos de la infancia en los que conoció la poesía, no cree que la poesía deba llegar «solo y únicamente» como poema escrito a las aulas: «Puede pensársela (y llevarla) a través de una manifestación cultural (una letra de canción, una frase en un colectivo), e incluso en términos de una experiencia que, por algún motivo, se vuelve poética».

Carlos Battilana rememora su experiencia docente y desde allí plantea que  conviene reunir textos, varios, con algún criterio: rítmico, acústico, visual, de procedimientos… «Creo que los docentes tendrían que enfatizar la noción de ritmo como un elemento significativo del discurso poético». No se opone, en principio, al estudio de la rima, la versificación, los recursos de estilo, como ¿fue? ¿es? tradicional en la escuela argentina, pero con «una vuelta importantísima de rosca: es una tarea didáctica, necesaria como forma de indagación, pero esos procedimientos tienen que estar en función de una significación global del poema, de una lectura posible que integre esos aspectos para que confluyan en una interpretación. Así se evitan las taxonomías sin sentido». Por eso le parece que se trata de estirar las formas canónicas que, sin embargo, hay que conocer. «Hay manifestaciones poéticas en distintos géneros discursivos que no son, estrictamente, un poema: una prosa, una letra de canción, un párrafo de un texto… Las mezclas y los cruces cuestionan los géneros literarios, pero al mismo tiempo, a partir de esas mezclas, nos permiten pensar en los modos como la cultura ha organizado esas formas a través del tiempo». En cuanto a  qué poesía enseñar, señala que le interesan particularmente: Martín Fierro, de Hernández; Borges, Alfonsina Storni, Juan L. Ortiz, la producción de los años sesenta (PizarnikBignozzi, Bustos, Urondo, Gelman), la producción argentina de las últimas décadas. Aunque se trate de opciones personales entiende que se trata de autores gravitantes en el campo de la poesía argentina. «Cualquier corpus que se elija tiene que tener algún criterio que sea interesante de explorar». En el campo de la poesía latinoamericana le parece imprescindible y prioritario enseñar a Sor Juana Inés de la Cruz, José Martí, Rubén Darío, César Vallejo…, «una sensibilidad americana», una sensibilidad poética en la que puede reconocerse un hilo.

Música y sentido, embelesamiento. Vida y poesía. En estas cinco palabras parece que vive un mundo que los docentes pueden abrir: a través de la lectura silenciosa, de la escucha, de la experiencia desautomatizadora de una consigna de escritura. Con las redes sociales o desde las redes, a través de la música para llegar a los clásicos, o al revés; con los secretos de la métrica y la rima para que desanden sus deseos raperos, o coronen las ganas de ser amadas y amados, amades. Y materialicen en poemas las aspiraciones de una vida que, como la del joven Fran Kappus, pueda encontrar algunos senderos por los cuales ir desandándola.

Fuente: Infobae