Una frase de Shakespeare repetida hasta el cansancio afirma que «estamos hechos de la misma materia que los sueños». Sin embargo, tal vez sea más apropiado decir que estamos hechos de palabras. El lenguaje nos permite comunicarnos, adquirir nuevos conocimientos, imaginar y contar historias.
A pesar de su ubicuidad, todavía es un misterio cómo hace el cerebro para decodificar esos garabatos escritos y articulaciones sonoras. «Es tan automático que damos por sentado que ‘de alguna manera lo procesa’. ¿Pero cómo?», se pregunta en voz alta el neurolingüista Adolfo García, director del Laboratorio de Psicología Experimental y Neurociencias del Instituto de Neurociencia Cognitiva y Traslacional (Incyt), y primer autor de un estudio que intentó responder esta pregunta.
Hace tiempo que los científicos se preguntan cuáles son los caminos que trazan las palabras entre las neuronas. En sus investigaciones, mostraron que al ver o escuchar una palabra que denota un movimiento corporal (por ejemplo, «aplaudir»), se registran picos de activación en los circuitos cerebrales que permiten realizar esa acción (es decir, se da una especie de simulación mental del acto de aplaudir). También se activan regiones cerebrales que integran esa simulación del movimiento con otros tipos de información, como la imagen visual de las manos, la sensación táctil generada por el choque de ambas palmas o el sonido del aplauso.
«Dicho de otro modo -explica García-, el cerebro pone en juego por lo menos dos grandes sistemas: uno que reactiva las experiencias evocadas y otro que permite acceder a un concepto global».
En lo que no se ponían de acuerdo es en qué viene primero. ¿O ambas cosas se dan al mismo tiempo? Ahora, el trabajo de García junto con Sebastián Moguilner y su equipo del Incyt (de triple dependencia: Ineco-Favaloro-Conicet) parece haberlo dilucidado: al contrario de lo que se creía, abona la idea de que una de las principales propiedades del lenguaje es hacernos vivenciar las situaciones que se describen verbalmente, y solo más tarde se activan las áreas conceptuales. El estudio se publicó recientemente en NeuroImage.
Para llegar a esta conclusión, los científicos tuvieron que encontrar una técnica con la precisión adecuada. «Los principales métodos con que contamos tienen buena resolución espacial y mala resolución temporal (como la resonancia magnética funcional) o al revés (como la electroencefalografía) -detalla García-. Esto significa que sirven para responder preguntas exclusivamente sobre dónde se registran cambios de actividad en el cerebro o sobre cuándo ocurren, pero no ambas cosas al mismo tiempo».
La pregunta de García y equipo requería una técnica que combinara ambas virtudes. Pudieron hacerlo gracias a una alianza con el Florida Hospital, de los Estados Unidos, que dispone de una tecnología inexistente en el país: la magnetoencenfalografía.
El experimento, que incluyó a 16 sujetos, empezó por registrar la actividad cerebral de los participantes mientras realizaban movimientos corporales. Así, pudieron detectar la corteza motora (una región crítica del cerebro para realizar movimientos). Después se les solicitó que leyeran 200 palabras divididas en dos grupos: verbos de acción (como ‘aplaudir’, ‘nadar’, ‘correr’) y verbos abstractos (como ‘pensar’, ‘desear’ o ‘imaginar’). Durante esta tarea se obtuvieron mediciones de la corteza motora detectada previamente y de una región fundamental para el procesamiento de conceptos: el lóbulo temporal anterior, situado en el costado inferior, más o menos a la altura de los oídos.
«Los resultados fueron contundentes -cuenta García-: la corteza motora presentó mayor actividad para los verbos de acción que para los abstractos en una ventana temprana [entre 130 y 190 [milisegundos], mientras que el lóbulo temporal anterior solo discriminó entre ambas categorías más tarde [necesitó entre 250 y 410 [milisegundos]». El investigador destaca que este estudio no solo revela el «cómo», sino también el «cuándo» de la intervención de circuitos cerebrales. Agustín Ibáñez, director del Incyt y coautor, destaca que este trabajo «apoya la idea de que la capacidad cerebral de construir significados depende críticamente de la integración de experiencias corporales [como las acciones sensoriomotrices], y procesamientos abstractos».
Pedro Bekinschtein, que no participó en el trabajo, considera que «es muy interesante porque, más allá de entender cómo se representan las acciones en el cerebro, nos da información sobre un debate más general acerca de cómo funciona este órgano. ¿Se trata de una navaja suiza en la que cada región cumple una función determinada? ¿O quizás la construcción del significado requiera que representaciones en diferentes partes del cerebro, de abajo hacia arriba, permitan elaborar el significado como si fueran distintas capas transparentes que, superpuestas, construyen una imagen coherente, pero que separadas solo contienen una parte».
Estos hallazgos refuerzan hipótesis planteadas en estudios previos, en que el grupo liderado por García e Ibáñez aprovechó la íntima relación que existe entre las regiones motoras del cerebro y los verbos de acción para diseñar instrumentos que podrían contribuir a una caracterización temprana de trastornos del movimiento (como la enfermedad de Parkinson) y al desarrollo de intervenciones lúdicas para mejorar la comprensión lingüística en niños.
«Si hay una relación tan cercana entre los verbos de acción y los circuitos motores, a lo mejor una manera de aprenderlos es a través del movimiento -especula García-. Esto es algo que en aprendizaje de lenguas extranjeras se conoce como enactment».
Fuente: Nora Bär, La Nación