Fue uno de los grandes ídolos de la Argentina, lo que implica una variante inevitable de la tragedia y hasta de la muerte joven. Maradona no tenía los 33 años de Eva Perón, ni los 45 de Carlos Gardel, pero comparte con ellos la hoguera, la inmolación, la ofrenda. Si a Mozart, o a Bach, Dios le dijo al enviarlos a este mundo: “Hagan música”, a Maradona le encomendó: “Sé futbolista”. Pero como Dios es redondo, según el mexicano Juan Villoro, y pícaro, le hizo un segundo encargo: “Y jugá a la pelota”. Que es lo que hizo desde que ató una a su pie izquierdo, o sea, al nacer en Villa Fiorito.
Si Maradona encarnó como nadie ese extraño sortilegio que define a los ídolos nacionales, y a los sentimientos nacionales, fue también gracias a sus orígenes humildes de los que no renegó ni aún en sus momentos de gloria y dinero a paladas. El chico humilde que llega alto, ejerce una fascinación intensa, habilita cierta autoridad moral muchas veces inexistente pero siempre a flor de piel, concede licencia para el desparpajo, la rebeldía, la furia y la ternura, todo mezclado. Lo hace porque el destino del ídolo está escrito como en una obra de teatro: miseria primero, ascenso a la gloria y tragedia final. La vida de Maradona pareció tejida por Shakespeare. Y él interpretó el papel como el mejor de los actores.
La rebeldía le sentaba de maravillas. Su lengua afilada, y a veces filosa, podía causar estragos; los poderes lo tenían en cuenta, o le temían porque sabían que detrás de una contundencia maradoniana, latía el apoyo popular que le permitía todo, desde el hallazgo de definir el gol a los ingleses como “la mano de Dios”, hasta la entelequia de telenovela con la que intentó disculparse de su adicción a las drogas: “La pelota no se mancha”. Admiró por igual a gente tan disímil como Fidel Castro, Carlos Menem, Che Guevara o Cristina Kirchner. Al Che lo llevaba tatuado en un brazo, a Fidel en su zurda mágica; a la ex presidente la abochornó cuando el conflicto con el campo y luego fue un kirchnerista incondicional. También eso le estuvo permitido, tolerado y festejado, aunque fuese ya por el recuerdo de haber sido y por el dolor de ya no ser.
Atado al fenómeno de los orígenes humildes, Maradona hizo un culto de la epopeya. Sus triunfos, y hasta sus derrotas, estuvieron teñidas por el aura con el que Homero coronó a Odiseo para hacer las dos cosas que, dicen los griegos, nos mueven en el mundo: lograr lo soñado y volver a casa. Epopeya es haberle hecho ganar al Nápoli el scudetto de la liga italiana; epopeya tuvo la derrota en la final frente a Alemania cuando el mundial de Italia en 1990; de Homero es la barca que lo llevó a Newell’s Old Boys, a dirigir a Gimnasia y Esgrima de La Plata, o a impulsar hacia lo imposible a aquel dudoso Dorados de Sinaloa, en pleno campo de batalla de la droga mexicana. Epopeya tienen su abrupto final: es una tragedia que haya muerto a los 60 años. Como toda muerte en plenitud, siempre sabemos quién es el que se va, pero nunca sabremos qué pudo haber sido.
Epopeya tuvieron sus intentos, vanos, de alejarse de sus adicciones, la cocaína, el alcohol, para caer de nuevo como Sísifo con su piedra. Una de esas recaídas hundió a la Selección Argentina en el Mundial de Estados Unidos. Hasta eso se le perdonó, porque hasta eso vistió Maradona de epopeya: “Me cortaron las piernas”, simplificó, como si una gigantesca conspiración mundial lo hubiese condenado de antemano.
Mil veces cayó y mil veces se alzó. Eso también endulza la idolatría nacional, la dignifica en una, la enaltece en un espejo quebrado y fatal que exalta la desgracia: Leonardo Favio pintó la Argentina en el Gatica golpeado, sangrante, arrastrado en la lona del ring; una publicidad oficial proclama en estos días: “Hagamos lo que mejor sabemos hacer: levantarnos”.
Esas condiciones espinosas y despeñadas de la personalidad de Maradona, lo consagraron ante el sentimiento nacional como un héroe; no era Odiseo ni volvía de Troya, era Maradona, el hijo de Fiorito, el rebelde, el luchador, el incansable. El fútbol tuvo un rey. Maradona, que no creía en monarquías, fue el héroe de ese deporte: un personaje que talló con la paciencia y dedicación de un orfebre y que terminó por devorarlo.
Hizo con su cuerpo lo que se le antojó. Y se le antojó mucho de todo. Engordó a su gusto, adelgazó cuando quiso, se atiborró de drogas y de alcohol, se sometió a un by pass gástrico para escapar de un cuerpo que lo cercaba, coqueteó con la muerte y la gambeteó cuantas veces se lo propuso, caño incluido. Sembró su propio monte de los olivos, armó su propio calvario, clavó los clavos de su propia cruz, consciente y acaso feliz de que todo se le perdonara. Hasta que su cuerpo se quebró como una rama frágil.
La idolatría nacional no tiene consuelo. Pero lo encontrará pronto. Si Gardel canta cada día mejor, Maradona y sus goles serán cada día más espectaculares.
Pero esa es una tontería: Maradona está muerto y esa es una gran tristeza irremediable.
Como los dioses griegos, resucitó siempre que quiso. Hasta ayer.
Fuente: Alberto Amato, Clarín.