Algunas cosas que aprendí durante el viaje en motorhome. La primera, y una de las más importantes: hay que llegar de día a los lugares en los que querés hacer noche. La segunda: todo lo que sirva para cerrar, guardar y contener los objetos es útil. A saber: gomitas, broches, ganchos. La tercera: no está nada bueno meterse en ciudades, mucho menos en ciudades con barrancas y calles empedradas. Cuarta: hay que ser sumamente ordenado. Quinta (pero tal vez debería haber sido la primera): comprendí por qué viajar y tener una casa rodante genera tanta fascinación en la gran mayoría de la gente. Me llevó varios días acceder a este rapto de iluminación, casi tantos como los que duró nuestra travesía.
La partida
Viajar en tiempos de pandemia implica, como nunca, abandonar toda ilusión de control. Sería algo así como ese proverbio que dice que el hombre propone y dios dispone, pero cambiando lo del dios por covid. Apenas tres días antes de la fecha estipulada, tuvimos la confirmación de que podíamos salir. Dos valijas chicas, un Google Maps con los puntos que pensábamos tocar y ¡a la aventura!, después de un año y medio entero sin cruzar los límites de la provincia de Buenos Aires. Un martes por la mañana retiramos el modelo mediano de motorhome de Andean Roads –Sprinter 515 Mercedes Benz–, que sería nuestro hogar durante los siguientes diez días en los que atravesaríamos las provincias de Córdoba, La Rioja, San Juan y, de regreso, San Luis. Mi compañero sería la misma persona con la que convivo hace 25 años, sólo que ahora lo haríamos más estrechamente, aunque nunca tan estrechamente como en Fase 1: eso nos preparó para todo.
De Buenos Aires a San Juan en motorhome. Video: Rodrigo Ruiz Ciancia.
Salimos del predio de la automotriz, en Ricardo Rojas, con un montón de información teórica sobre el funcionamiento de cada elemento (los distintos tanques de agua, las baterías, el termotanque) y con muchas ganas de comenzar a aplicarla. La emoción de estar viajando por primera vez en un motorhome encontraba su contrapunto en la monotonía de la autopista a Rosario. Take away rápido de los sándwiches más legendarios de la ciudad santafesina (los de la confitería Monreal) y luego seguimos ruta hasta Córdoba, adonde llegamos tardísimo; los tractores iluminados todavía trabajando en el campo. Enfilamos hacia el que nos pareció el mejor camping que nos proponía el GPS, el de Cabana, en Unquillo, pero nos recibió un sereno adormilado que nos dijo que sólo era para socios y que además estaba cerrado por covid. Lo que en otro momento podría haber sido una situación estresante y frustrante no lo fue tanto, porque al fin y al cabo teníamos nuestro camping propio, sólo había que decidir dónde parar. La elección fue todavía tímida (nos llevaría días entender que podíamos detenernos de verdad donde queríamos; en Argentina, no hay regulación como en otros países): elegimos un descampado al lado de un río y frente a una estación de servicio, todavía un escenario bastante urbano.
Esa noche nada más alcanzó para improvisar una ensalada rápida y empezar a aquerenciarnos con nuestra nueva casa, un espacio de casi siete metros de largo y dos de ancho ingeniosamente optimizado: el sector de la cocina con una heladera chiquita y un anafe con dos hornallas, un box comedor que se puede convertir en cama de dos plazas y un cuarto al fondo con un colchón amplio, edredón y mucho lugar de guardado. Y un baño con vanitory, inodoro y ducha de agua caliente, un poco más grande que el de un avión.
El desierto
“Ya tiene nuestro olor”, dijo Rodrigo al tercer día, y me quedé pensando si eso era algo bueno o algo malo. Después de visitar muy temprano la reserva de Los Quebrachitos remontamos el Camino del Cuadrado desde Río Ceballos hasta La Falda. A la luz de la mañana, Río Ceballos lucía prolija, radiante, laboriosa, con sus chalets bien pintados a lo largo del camino principal. En La Falda, hicimos una visita rápida por el histórico Hotel Edén, que desde la pandemia sólo se recorre de manera autoguiada. Esa noche paramos en el camping del Parque Provincial Ischigualasto, prácticamente solos y con acceso a la internet más veloz que tal vez experimentamos en nuestras vidas (la antena está apenas a unos metros). Soplaba el viento feroz de San Juan y nos dedicamos a cocinar y a disfrutar de la primera comida caliente y un poco más elaborada: unas pastas con salsa de crema y hongos.
La rutina diaria: desarmar las camas y guardar todo en los armarios. Una vez en marcha, cada cosa suelta es un sonajero en potencia.
Un rato antes había probado por primera vez la ducha del motorhome (otra cosa que aprendí: a darme duchas veloces, apenas un par de minutos o prendiendo y apagando para estirar el agua); como sea, tuvo ese efecto narcótico de las duchas posplaya. Nos dormimos hamacados por un viento que rumiaba todas las vidas pasadas de esa tierra muerta que antes fue selva, palmar, pantano y, desde hace millones de años, es un desierto. En caravana con otros autos, y detrás de un guía, por la mañana hicimos el recorrido por el parque, que empezamos abrigados con lana y terminamos en remera, así de extremo es el clima. Al final del recorrido nos tuvimos que separar del grupo para llegar a tiempo al Talampaya, así que El Hongo lo visitamos solos. Apagamos el motor de la Sprinter y probamos quedarnos en silencio: además del viento, nada más se escuchaba el vuelo de una única mosca. A Talampaya, ubicado a 75 km, llegamos con los minutos contados para hacer la última excursión, que parte a las cuatro de la tarde. En La Chimenea –un hueco del farallón de 150 metros que devuelve un eco impresionante–, el guía Ramón Méndez nos propuso elegir una palabra para gritar entre los cuatro que estábamos haciendo la visita. Nos dio como ejemplos paz, amor. Pero elegimos covid. Y el covid retumbó entre los restos de un supercontinente pulido por tanto viento, sol y lluvia. Pensándolo a la distancia, tal vez fue una especie de exorcismo. Después gritamos Talampaya. Y, a continuación, nos guardamos las ganas de seguir gritando y nos fuimos a un mirador, desde el cual Ramón nos señaló entre los cerros dónde queda el pueblo de Aicuña, famoso porque la mayoría de sus habitantes son albinos.
El viento
Los días siguientes subimos hasta Alto Jagüé y Laguna Brava, en el noroeste riojano. Y el domingo emprendimos el regreso hacia San Juan por un tramo de la ruta 40, entre Guandacol y Huaco, cuya particularidad es que está repleto de badenes. En pleno horario de siesta dominical no esperábamos nada y, sin embargo, nos topamos casi con una escena prepandémica en Huaco, un pueblo con menos de mil habitantes. En el antiguo molino harinero –que funcionó entre 1790 y hasta 1968, mientras el valle fue una zona triguera–, descendientes del poeta, cantor y héroe local Buenaventura Luna estaban en plena guitarreada, entonando algunos de sus clásicos como “Vallecito”. “Nos reunimos para filmar un videoclip, que vamos a presentar el 29 de julio, cuando se cumplan 66 años de su muerte”, contó Carlos Dojorti, hijo del primo hermano del poeta. Su madre, Arsenia Castro, recordaba las épocas en las que el molino todavía estaba activo. “Día y noche se trabajaba y la gente sacaba su turno para venir a moler su trigo”. Nos despedimos cantando y aplaudiendo al son de una que sabíamos todos, esa zamba explosiva que empieza como un galope y ya en la primera estrofa revienta corazones con la frase: “Tanto correr para llegar a ningún lado. / Y estaba donde nací lo que buscaba por ahí”.
El plan era hacer noche en Rodeo, para aprovechar el encanto de una luna casi llena y acampar junto al dique Cuesta del Viento, que se volvió destino deportivo internacional gracias a sus vientos que, con puntualidad inglesa, comienzan a soplar a partir del mediodía y pueden superar los 80 nudos. Elegimos la Playa Lamaral, uno de los ocho paradores que hay junto al embalse, al que encontramos con el agua casi 12 metros por debajo de lo normal. En lugar del habitual público extranjero de windsurfistas y kitesurfistas (y hace menos tiempo, wingfoilers, un deporte nuevo que se practica con un ala suelta), la mayoría de los turistas ahora son sanjuaninos. En todo caso, esa noche estábamos solos, salvo por Alice García y Marcelo Mufat, que son quienes están al frente del parador hace cuatro años. “Empezamos de grandes con el windsurf en Olivos y vinimos buscando el viento y un cambio de vida, estar al aire libre”. El viento impidió prender el termotanque, así que dejamos el baño para otro día, pero nos recompensamos preparando un guiso con todo lo que teníamos a mano: arroz, ají morrón, cebollas, ajo, tomates y un invaluable pedazo de roast beef. Al otro día, lo que nos despertó no fue el viento, sino el frío; la temperatura –más tarde nos contó Marcelo– suele bajar brutalmente durante el amanecer en la Cuesta del Viento. Lo primero que hicimos fue prender la calefacción.
En Argentina no hay regulación sobre dónde parar como en otros países. Se puede dormir en un parque nacional o en medio de la ruta.
Todas las mañanas la misma rutina: desarmar las camas, doblar los edredones, apilar las almohadas, guardar todo en los armarios, porque una vez que el motorhome se pone en movimiento se convierte en un sonajero en potencia: por más empeño que se ponga, es difícil que algo no tintinee, casi siempre es el mate de metal que quedó suelto, o alguna botella, o un huevo que se cayó dentro de la heladera. Los tres días restantes fueron, tal vez, los mejores días, con altos y bajos tan extremos como el clima sanjuanino. El lunes visitamos el apacible poblado de Tudcum, repleto de álamos en situación de otoño, y Achango, un paraje fantasma donde se levanta la capilla más antigua de la provincia. En el trayecto de Rodeo a Barreal, confiar ciegamente nos confinó durante horas a una ruta imposible –el lecho de un río, pura piedra, arena y desolación–, que sólo debería hacerse en 4×4. Se trata de una escenográfica ruta inca que pasa por el pueblo de Tocota. Ni un cartel, ni un auto, ni un humano; lo único que cruzamos fue un caballo negro apostado en el medio de la ruta, y de la noche, mirándonos con ojos curiosos. Llegamos a Calingasta con un hilo de humor, ni ganas de comer. Paramos frente a una estación de servicio, en la entrada de la ciudad. Esa noche se sintió un temblor.
La montaña
Barreal marcó el epílogo del viaje. La ciudad más turística del Valle de Calingasta, al pie del río Los Patos y de la Cordillera de los Andes, relucía con su batería de propuestas para los viajeros. Desde un Camino del Vino cada vez más atractivo hasta la actividad de carrovelismo (la temporada de vientos fuertes se da entre octubre y marzo, luego queda sujeto a pronóstico), el Observatorio Astronómico, y las excursiones varias para hacer en la montaña, algunas de horas y otras de varios días, como el cruce sanmartiniano. Para acampar, teníamos un plan maestro que esperábamos compensara la olvidable noche anterior: estacionar el motorhorme en el centro mismo de la Pampa del Leoncito, ese lago seco surrealista que parece una enorme alfombra cuarteada por el sol y que está a 27,5 km de Barreal. Si se esperaba una jornada ventosa no iba a ser para nada una buena idea, pero Windguru auguraba todo lo contrario: una noche apacible, con una cremosa luna llena que vimos salir de atrás de las montañas y que tardó un rato largo en colgarse de un cielo abarrotado de luces, estrellas y azules tornasolados. La Pampa del Leoncito fue nuestra y sólo nuestra durante esa noche. Ni el hotel más lujoso del mundo, y apuesto lo que quieran, puede ofrecer algo así.
Amanecidos en silencio y soledad, regresamos al pueblo y pasamos casi todo el día charlando con lugareños. A Ramón Pujado lo encontramos espléndido, tomando sol en la galería de su casa del barrio de Aeroparque, junto a su mujer y madre de sus nueve hijos, Teresilda Astudillo, y su perro Ciro. Es uno de los baqueanos legendarios de Calingasta; su primer viaje lo hizo a los 9 y anduvo en la cordillera hasta pasados los 70. Hoy tiene 88 años. “Sabíamos irnos 30, 40 días. Y dormíamos a la intemperie, al reparo de alguna tosca”, nos dijo el hombre que fue uno de los que ayudó a construir el refugio del valle Los Patos. Otro Ramón, Ossa, nos contó cómo fue organizar el primer cruce sanmartiniano en tiempos pandémicos. “Lo hicimos en diciembre pasado. Fue emocionante, vi gente llorar en seco por sentir esa libertad después de nueve meses de encierro. Allá arriba es una burbuja, se puede compartir hasta el mate porque todos nos hisopamos antes. Nadie quiso dormir en las carpas”, confesó el barrealino que tiene en su haber más de 200 travesías por los Andes, paisaje que aún lo sigue cautivando. “Puedo estar muerto, pero me subo a un caballo y soy feliz”.
La avidez de movernos y la necesidad de un lugar propio: ambos impulsos conviven en un viaje en motorhome.
La noche siguiente no quisimos ser menos y pedimos a los locales que nos recomendaran dónde parar. Mauro Olivera, cultor del carrovelismo y dueño del hostel Don Lisandro, nos sugirió hacerlo al pie del cerro Alcázar o del Siete Colores. Allá fuimos. El lugar es un observatorio astronómico donde los únicos rastros de presencia humana son un par de casitas mineras en proceso de demolición. Ahí mismo, elevados sobre la montaña y con una vista panorámica de todo el valle, mientras esperábamos que hirviera el agua para los fideos, me acordé de Marta, una viajera en un motorhome que nos había dicho que le gustaban hasta los lugares feos, y entendí finalmente la fascinación por esta forma de viajar: si nuestro fuero íntimo, lo que nos hace esencialmente humanos, se debate entre la avidez de movernos y andar y la necesidad de un lugar propio y que tenga nuestro olor, de anidar, viajando en motorhome conviven ambos impulsos. Brindamos con un vino de Barreal, que nos había regalado Ramón Ossa, por el final de un viaje feliz.
Consejos para viajar en motorhome por Argentina
Viajar en motorhome en la Argentina es posible, pero no todo lo común que es en Estados Unidos y Europa. La oferta de RV (Recreational Vehicles, tal como es la sigla en inglés) es bastante más limitada que en el primer mundo, pero no hay -por lo menos por ahora- reglamentaciones que limiten el movimiento. La demanda en temporada alta hace que los vehículos escaseen. Para hacer la experiencia en verano, vacaciones de invierno o Semana Santa, conviene reservar con anticipación. Autonomía de las baterías, combustible, agua fresca y agua caliente, son «los» grandes temas de un viaje en casa rodante. Es preciso organizarse y conocerlos antes de salir a la ruta.
Los precios arrancan en u$s 90 por día (modelo más chico, para dos personas) hasta u$s 210 (para seis).El valor desciende a mayor cantidad de días de alquiler. La Mercedes Benz Sprinter 515 (ideal para dos adultos y dos niños), u$s 190 por día, por 14 días o menos de alquiler. Incluye 250 kilómetros de promedio diarios. El seguro, aparte: u$s 25 por día.
Fuente: La Nación