En estas horas, el doctor Leopoldo Luque está en el ojo de la tormenta. Pasado el shock inicial por la muerte del ídolo, ahora se buscan culpables. La caza está a la orden del día. Los señalados, por el momento, parecen ser el doctor Luque y la psiquiatra Agustina Cosachov. Sufrieron allanamientos y la manera en que actuaron durante los últimos días de vida de Diego Maradona está siendo investigada.
Luque es un neurocirujano que desde hace unos meses aparecía en los medios mostrándose como “el médico de Maradona”. Luque promocionó una maradieta, apareció en ropa deportiva junto a su paciente, hizo jueguitos con la cabeza (el famoso Coca Cola) intentando que la pelota no cayera. Siempre se lo veía exultante. Estaba cómodo frente a las cámaras. Se lo veía feliz con la exposición, con que el mundo supiera que él estaba a cargo de la salud de Maradona; pero en especial se puede adivinar que su principal afán era mostrar, blandir con orgullo su cercanía, su amistad con el Diez, ese mito mundial.
Los problemas de salud, el deterioro físico de Maradona eran conocidos y evidentes. Al menos desde el colapso del año 2000 su salud se vio perjudicada. En estas últimas dos décadas hubo varios episodios en que todos nos asustamos y estuvimos pendientes de él. En los últimos tiempos, mientras hacía ese tour conmocionante por las canchas argentinas como técnico de Gimnasia, en el que fue honrado en cada estadio, en el que vio los partidos desde un trono (nada mal: al final y al cabo era el rey del fútbol), se percibía que su salud estaba quebrantada.
Diego en sus últimas épocas en Gimnasia y Esgrima de La Plata
Diego Maradona vivió varias vidas en sus sesenta años. Cada una de ellas de una intensidad absoluta. Sus excesos, las adicciones lo fueron erosionando. Culpar a los médicos de su muerte no parece, a priori, demasiado justo. No se necesitaba ser un profesional médico para percibir que su salud era frágil. Su muerte produjo mucho dolor (a muchos nos mostró que lo queríamos más de lo que estábamos dispuestos a reconocer, más de lo que creíamos) pero no causó demasiada sorpresa.
En una entrevista reciente, Daniel Arcucci, biógrafo de Maradona y posiblemente el periodista que más tiempo haya pasado con él, dijo sobre la muerte del futbolista: “Era tan previsible que estaba en un callejón sin salida, no había manera de que encontrara la paz. Porque tampoco había manera de que Maradona se reencontrara con Maradona. (…) Me preocupaba cada mañana saber que estaba un poco peor”.
La discusión se plantea desde que se dieron a conocer las adicciones de Diego. Los que culpan al entorno contra los que hablan de libre albedrío. Maradona solía decir que era una persona grande que se autogobernaba. Las anécdotas sobre su calidad de paciente poco dócil se amontonan. Sin conocer cuál era de verdad su estado psíquico en los últimos tiempos, también debe remarcarse que la ley argentina para que los familiares se encarguen de un enfermo, tomen decisiones por él, o contra su voluntad si no está en condiciones de hacerlo, no es demasiado ágil. El otro aspecto es el que conocen bien los que tuvieron familiares que sufrieron adicciones: los que rodean al paciente se van desgastando, perdiendo energías, frustrándose ante los retrocesos.
Sin juzgar el desempeño profesional del Dr. Luque (eso lo está haciendo en estos momentos y con rigor la justicia argentina), lo que sí puede afirmarse es que Maradona murió con una atención médica muy por debajo de sus posibilidades. Que en tiempos de híper especialización y de estudios médicos sofisticados, la precariedad de las condiciones de su cuidado asombran.
¿Era un neurocirujano el profesional adecuado para liderar los tratamientos de Diego? ¿Su estado no ameritaba un equipo interdisciplinario encabezado por un clínico? ¿Podía faltar un cardiólogo?
Tal como informó ayer Federico Fahsbender en Infobae, los fiscales de San Isidro Laura Capra, John Broyad, Cosme Iribarren y Patricio Ferrari inspeccionaron la casa en la que murió Maradona y habrían comprobado que la vivienda no estaba acondicionada de manera adecuada para una internación domiciliaria. La hipótesis de los investigadores es la del homicidio culposo.
En ese ambiente de la planta baja transformado en el lugar en el que dormía Diego no había elementos médicos: ni suero, ni monitor cardíaco ni desfibrilador. El baño era tan sólo un inodoro ortopédico.
En los días previos fue incautada la historia clínica y fueron allanados los domicilios de Luque y de Cosachov. A eso se le sumaron los testimonios recogidos, el resultado de la autopsia y los estudios toxicológicos e hispatológicos. Los fiscales investigan una posible mala praxis. Las preguntas que se plantean, las respuestas que buscan están relacionadas a la escasa preparación del lugar para un enfermo complejo, la ausencia de especialistas (clínico y cardiólogo) en el equipo y a que nadie haya apreciado las señales previas que un edema de pulmón presenta.
Leopoldo Luque, médico de Maradona (Nicolás Stulberg)
Pero a Diego no fue al único al que le pasó algo similar. El caso de Maradona hace recordar al de otros grandes mitos. En una lista de las cinco personas más populares de la segunda mitad del Siglo XX, de personajes más grandes que la vida, tres de los primeros lugares los ocupan, sin el menor lugar a dudas, Diego Maradona, Elvis Presley y Michael Jackson. El Rey del Fútbol, el Rey del Rock y el Rey del Pop. La trilogía Real.
Los tres también tienen en común un final prematuro, un desmoronamiento físico, y una atención médica menos compleja y sofisticada de la esperada para su status de mega estrellas y para su capacidad económica.
Los tres tuvieron médicos que los trataron como ídolos y no como pacientes de riesgo. En los que el cholulo, el fan desbocado se impuso al profesional. La devoción juvenil (o la avidez) superó al juramento hipocrático.
Médicos que no supieron o no pudieron decir no.
Michael Jackson Mandatory Credit: Photo by Alan Davidson/Shutterstock
El Dr. Conrad Murray era el médico personal de Michael Jackson. Había nacido en Grenada, se había recibido de grande y se había logrado abrir un camino en Las Vegas de a poco. Su presente no era demasiado próspero cuando una tarde de 2008 lo buscaron con urgencia. Debía ver a una nena que tenía fiebre alta. En medio de un operativo demasiado sigiloso para la situación que enfrentaba, Murray comenzó a sospechar hasta que descubrió que la pequeña con temperatura era la hija de Michael Jackson. El médico y el cantante quedaron en contacto en ese momento. Meses después, cuando Jackson firmó contrato para hacer esa serie de 50 presentaciones en Londres que marcarían su esperado comeback, incorporó en el convenio la necesidad de contar las 24 horas del día con un médico personal. El elegido fue el Dr. Murray. El salario era absolutamente tentador: 150.000 dólares mensuales.
El día anterior a su muerte, Michael Jackson había ensayado varias horas por primera vez en varias semanas. Volvió feliz a su casa pero agotado. Le rogó a Conrad Murray, su médico privado, que le diera Propofol, la droga que solía meterse en el cuerpo cada noche para dormir. El doctor se negó. Hacía un par de días que trataba de quitarle el hábito. El Propofol no es una droga más. Es un potente anestésico utilizado para dormir a los pacientes en las cirugías.
Jackson ingirió varios somníferos y calmantes. La lista de lo que tomó esa noche abruma: Valium, Lorazepam, Versed, Ativán. Varios de cada uno de ellos. Con el paso de las horas los fármacos variaban, se incrementaba la dosis, pero nada hacía efecto y él seguía despierto. Ya en la mañana sus ruegos fueron escuchados por el Dr. Murray. Le inyectó Propofol. Jackson logró dormirse. Pasados unos minutos cuando el médico volvió a entrar en la habitación de su único paciente, se percató de que el cuerpo que estaba sobre la cama ya no respiraba. Michael Jackson, el rey del pop, había muerto.
Murray debe haber previsto, en ese instante, la catástrofe que le sobrevendría. Intentó, vanamente, resucitar a Jackson. Hizo las maniobras de reanimación a pesar de que sus esperanzas eran nulas. Alguien llamó a emergencias y los paramédicos ingresaron a la mansión. A pesar de que no registraba actividad cardíaca, no lo declararon muerto. Nadie quería asumir la realidad. En la clínica los intentos de reanimación continuaron casi por una hora. Si se hubiera tratado de otro paciente, la resignación habría llegado antes. Fueron 83 minutos frenéticos e innecesarios Michael Jackson murió el 25 de junio de 2009. Tenía 50 años. En la sala de emergencias del hospital todos sabían quién era el paciente recién muerto. Cualquiera de ellos hubiera podido completar la información personal que requiere el certificado de defunción sin buscar sus documentos personales. Tal era el tamaño de su fama. Sin embargo si el mismo cadáver hubiera pertenecido a otra persona, no hubiera sido sencillo para los médicos responder preguntas básicas sobre el paciente tales como sexo, raza o edad.
Sobre esa camilla estaban los restos del fenómeno pop más grande del Siglo XX. Otro cadáver como el de Elvis Presley (el Rey del Rock) devastado, grotesco, arrasado por la fama, las presiones, la locura y los excesos. Jackson estaba muy flaco, con implantes de pelo que laceraban el cuero cabelludo, con un hueco negro e informe donde debía estar la nariz, sin la prótesis que solía usar, se veían los cartílagos que impresionaban.
La última foto de Michael Jackson 162
La adicción de Jackson a las drogas recetadas venía de años. Hay quienes se remontan a la mitad de los ochenta y al famoso accidente durante la filmación del video de Pepsi en el que su pelo se prendió fuego y el cuero cabelludo y el cuello sufrieron graves quemaduras. Lo cierto es que en el 2005 una farmacia le inició un reclamo judicial por una deuda que superaba los 100 mil dólares en medicamentos. Alguien afirmó que en esa época Jackson llegó a tomar hasta 40 pastillas de Xanax por noche para poder -intentar- dormir. Que su muerte se haya producido por un cóctel desmesurado de estas medicinas es algo que no debe sorprender.
El Dr. Murray estuvo prófugo varios días tras la muerte del cantante. Luego fue condenado a cuatro años de prisión acusado de Asesinato Involuntario. Cumplió más de dos años de detención y quedó libre por buena conducta. Le fue revocada su matrícula profesional. En el medio se ventilaron sus escasos antecedentes profesionales, los problemas financieros y las turbulencias familiares. Hace pocos años publicó un libro en el que se asume como amigo de Michael y en el que filtra varias infidencias y detalles escabrosos sobre Jackson: cuenta, por ejemplo, que debía sostenerle el miembro a Jackson mientras orinaba por sus dificultades y que siempre usaba pantalones oscuros debido a la incontinencia urinaria. No sólo viola la confianza de su (supuesto) amigo sino también el secreto profesional.
Así estaba Elvis en sus últimos días
Los últimos años de Elvis habían sido bastante parecidos entre sí. Lo único que los diferenciaba era que cada año era un poco peor que el anterior. Discos malos, perezosos; actuaciones en vivo erráticas, sin el menor rigor, en las que el público salía siempre defraudado; y un físico cada vez más vapuleado que mostraba, en cada desconcertante aparición pública, un deterioro evidente.
Una de las costumbres de Presley que se convirtió en mítica era su capacidad para ingerir demenciales cantidades de calorías por día. Más de 10 mil. Tomaba al menos 3 litros de gaseosa diarios. Su sandwich favorito tenía 8 mil calorías y en alguna ocasión viajó en avión privado hasta Denver para comer uno. Era el Fool’s Gold Loaf. Entre dos panes enormes un frasco de manteca de maní, otro de mermelada de arándanos y varios cientos de gramos de panceta en el medio. Una bomba. El otro sandwich de su preferencia era el de banana, manteca de maní y panceta pero una vez que estaba prensado se lo hacía freír. Sus hábitos de comida eran suicidas.
En 1970, Elvis sufría de dolores lumbares debido a que había empezado equitación. Alguien de su entorno le recomendó al Dr. George Nichopoulos. A partir de ese momento se convirtió en su médico personal. El médico fue ganando fama y era conocido como el Dr. Nick. Compartía mucho tiempo con Elvis y consentía cada uno de sus pedidos. Sin mayores antecedentes se había transformado en el médico personal del hombre más famoso del planeta.
George Nichopoulos, el médico de Elvis Presley Mandatory Credit: Photo by John Krondes/Shutterstock
La cantidad de drogas y medicamentos que ingería Elvis Presley en sus últimos años era, también, demencial.
En las primeras horas de la tarde del 16 de agosto de 1977, Elvis fue encontrado tirado en el piso de su baño. Los que estaban en la casa no necesitaban ser profesionales de la salud para saber que el Rey estaba muerto. Cuando llegó el Dr. Nick ordenó llevarlo a un hospital. Aunque todos sabían que nada se podía hacer, levantaron los más de 130 kilos para llegar a la ambulancia que se acercaba. Pero ya era inútil.
Hacía unas horas que Elvis Presley, de sólo 42 años, estaba muerto.
Se adujo que la causa de la muerte fue una arritmia. Vernon Presley, el padre de Elvis, prohibió que se hiciera público el resultado de la autopsia durante 50 años. Sin embargo se supo que Elvis arrastraba varios problemas de salud. Constipación, hipertensión, diabetes, hígado graso. Sus órganos habían envejecido prematuramente debido al maltrato recibido.
Su séquito hizo desaparecer todos los rastros sospechosos de la casa antes de que llegaran los investigadores. Era una cuestión que ya habían determinado meses antes. El consumo de drogas de Elvis era algo evidente aunque su entorno quiso solaparlo luego de su muerte. Se supo que el Dr. Nichopoulos le prescribió más de 8 mil pastillas en el último año de vida. El facultativo se defendió diciendo que eran para todos los que integraban el círculo de Elvis. Aún así se trataba de una cifra monstruosa. En el cuerpo del cantante se encontraron restos de 14 medicamentos distintos. Diez de ellos en dosis exorbitantes.
18 de agosto de 1977, el funeral de Elvis Presley
El Dr. Nichopoulos fue juzgado varias veces por excesos de prescripción de medicamentos (otro estrella que lo sufrió fue Jerry Lee Lewis) hasta que a principios de los noventa le prohibieron seguir ejerciendo la medicina.
Una vieja costumbre de las estrellas, un modus operandi: conseguir médicos muy por debajo de sus posibilidades que, ávidos de dinero y/o encandilados por la fama, dejan de lado el juramento hipocrático. Estas estrellas, tan inaccesibles, de pronto son extraordinariamente permeables a chantas, incapaces y vividores.
El factor común de estos médicos, la mayor virtud que sus pacientes encontraban en ellos no era la excelencia profesional sino la facilidad que tenían para decirles que sí. Que se traducía, según el caso, en la laxitud para prescribir las drogas que el paciente célebre solicitaba, proporcionárselas o brindarles tratamientos benevolentes pero perjudiciales para su salud.
Estos ídolos inconmensurables, mitos en vida, tuvieron un descenso irrefrenable. Como si sus vidas hubieran entrado en arenas movedizas: al principio parecen inofensivas, solo una detención en el camino, pero el hundimiento se torna inexorable y progresivo. A cada segundo la situación empeora. A la vista de todo el mundo. Aunque el mundo, muchas veces, prefería no verlo.
Los finales de estos tres hombres comparten cabezas que naufragaban entre nubes de confusión, pensamientos obnubilados y frases truncas. Ni los profesionales a su alrededor ni su entorno (o séquito según el caso) pudieron ayudar.
El paisaje final de estos reyes es desolador. Su soledad estremece. La paradoja es evidente. El contraste que produce el no poder moverse en público por su fama extrema, por las pasiones que motivaban, y la soledad y el vacío en el que vivían.
Fuente: Infobae