TANYTSIA LUHANSKA, Ucrania.- La gente atraviesa los puestos de control abandonados con sus valijas con rueditas a rastras por el pavimento y el barro, y cruzan una de las divisiones políticas más tajantes de la Europa actual.
El domingo a la tarde, bajo la pálida luz del invierno boreal, Gleb Yegorov, de 17 años, ingresó en Ucrania después de atravesar un kilómetro de “zona de amortiguamiento” y un puente peatonal sobre un barranco. El fuego de artillería tronaba a la distancia.
Detrás del joven Yegorov quedaba el enclave separatista reconocido como independiente hoy por Rusia y autoproclamado como “república popular de Lugansk”, de donde escapó para evitar ser reclutado. Yegorov apenas logró zafar, tras ocho horas de interrogatorio del lado separatista de la frontera, a donde nunca piensa regresar.
“Allá no tengo ningún futuro”, dice el joven. “Mandan a los chicos al frente de batalla y no les importa que los maten.”
Durante años, tanto la “republica popular de Lugansk” y su compañera en la intentona separatista, el enclave ucraniano de la “república popular de Donetsk”, pasaron mayormente inadvertidas: no eran más que dos extrañas y diminutas entidades políticas, remoras del estalinismo con una política interna demasiado inextricable para merecer la atención del mundo exterior.
Pero ahora que en Europa puede desatarse la primera guerra de importancia en muchas décadas, de pronto todos hablan de Lugansk y Donetsk.
Con Ucrania rodeada de tropas rusas, los gobiernos de Occidente advierten que Moscú podría utilizar esas dos republiquetas como escenario de una operación “de bandera falsa” contra los civiles de etnia rusa, y luego usarlo como excusa para invadir con todo desde la frontera.
Las diferencias entre esos microestados y Ucrania hacen pensar en el Muro de Berlín, o sea que la disputa no se deriva de una cuestión étnica o lingüística, sino del estilo político de la Guerra Fría. De un lado de esa frontera de unos 450 kilómetros está Ucrania, un país de aspecto occidental que aspira a integrarse con las democracias europeas. Del otro lado hay unos 3,5 millones de personas que viven en dos estados prácticamente policiales.
La gran preocupación es que ahora esos dos territorios se conviertan en la locación de una catástrofe, ya sea fabricada o accidental, que conduzca a una generalización del conflicto armado. Una bala perdida, por ejemplo, podría impactar en un edificio residencial, o puede haber un atentado terrorista contra los civiles que huyen para escapar de la violencia. En un caso o en otro, Rusia culparía a Ucrania y tendría su pretexto para atacar.
El domingo a la noche, los militares ucranianos emitieron una declaración para informar que los separatistas de la región de Lugansk apoyados por Rusia habían abierto el fuego con artillería pesada sobre su propia ciudad capital “con el objetivo de culpar al ejército de Ucrania”.
“Ante la ausencia de una agresión de parte de los defensores ucranianos, los propios ocupantes están haciendo volar la infraestructura de los territorios ocupados y abriendo fuego sobre sus poblaciones”, decía el comunicado militar de Ucrania. Las agencias de noticias rusas informaron de fuego de artillería en la zona, aunque no se reportaron bajas.
Aunque atacar al propio bando para culpar al enemigo pueda parecer especialmente siniestro, no sería la primera vez que ocurre en los ochos años de historia de estos dos enclaves.
Los analistas sospechan que muchos de los hechos de violencia que se registraron en estos años fueron en realidad operaciones de bandera falsa. De hecho, según los servicios de inteligencia ucranianos y las declaraciones públicas de compañeros de armas de algunos fallecidos, los hechos de violencia interna a manos de los servicios de seguridad de Rusia o sus subsidiarias locales son parte integral de la historia de ambas repúblicas desde hace años.
Desde hace unos días, de ambos lados del frente oriental de Ucrania se hacen ominosas predicciones sobre un evento con gran número de víctimas en alguna de las aldeas mineras o agrícolas, y ya se culpan mutuamente incluso antes de que suceda.
“El ejército ruso y los servicios especiales están preparando un ataque terrorista, cuyas víctimas tendrían que ser civiles inofensivos”, advirtió durante el fin de semana el comandante de las fuerzas armadas ucranianas, Valery Zaluzhny, a través de un comunicado. “El enemigo tratará de usarlo para justificar el ingreso del ejército ruso en una supuesta misión de ‘pacificación’,” señaló Zaluzhny.
El domingo, el Ministerio del Interior de Ucrania denunció que el Ministerio de Información de la autoproclamada “república popular de Donetsk” había enviado anticipadamente móviles de televisión a los sitios donde supuestamente se produciría un ataque inminente de drones ucranianos. “El propósito de tales acciones es demonizar al ejército ucraniano”, manifestó el gobierno ucraniano.
Mientras tanto, la “república popular de Lugansk” dijo que su servicio de seguridad, conocido como MGB —su versión del nombre utilizado por la KGB en la Unión Soviética—, había descubierto un coche bomba controlado por radio sobre la ruta que recorren los autobuses con evacuados. La afirmación no pudo ser verificada de forma independiente.
Como si esto fuera poco, ambas repúblicas populares dicen que van a evacuar a 700.000 mujeres y niños porque el ejército ucraniano planea un ataque. A los gobiernos occidentales les parece ridícula la idea de que Ucrania pueda lanzar un ataque ahora que Rusia ha acumulado 190.000 soldados cerca de sus fronteras, según las recientes estimaciones de Estados Unidos.
Los habitantes de los enclaves separatistas que se evacuaron a Rusia parecen tener un punto de vista muy diferente sobre la escalada de violencia en el frente, y acusan a Ucrania de disparar artillería contra las ciudades de su lado.
Los soldados ucranianos “están parados a apenas 10 kilómetros de nosotros y los escuchamos como si los tuviéramos al lado”, dijo Lyudmila N. Zueva, de 63 años, al ingresar a Rusia por el paso fronterizo de Matveev Kurgan durante el fin de semana.
Los enclaves se separaron de Ucrania en 2014, y desde entonces, aventurarse en esas profundidades de Europa del Este era como salir del mundo contemporáneo. Puentes de pontones, carreteras voladas y una hilera de pueblos abandonados y cáscaras de fábricas en ruinas. No hay aviones en el cielo: todos los vuelos terminaron en 2014, tras el derribo de un avión civil.
Lo que sucede en las dos republiquetas es una caja negra.
Para el periodismo internacional, el ingreso a la región es un verdadero desafío. Y solo funciona una organización internacional: la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa tiene una misión de observadores en el terreno, pero en situación precaria y con un mandato débil.
De todos modos, se ha filtrado alguna información.
El liderazgo militar y civil ha oscilado entre ciudadanos rusos con presuntos vínculos con agencias de inteligencia y lugareños ucranianos con mínima experiencia de gestión. Esa élite, además, ha sido objeto de violentas purgas. Varios altos cargos fueron ocupados, por ejemplo, por el propietario de una escuela de entrenamiento canino, un hombre que hacía de Papá Noél en un centro comercial, el involucrado en una estafa Ponzi y un notorio jefe de la mafia local.
Cuando eran desplazados y reemplazados, los líderes separatistas culpaban al ejército ucraniano de asesinatos y emboscadas que según funcionarios en Kiev eran asuntos totalmente internos.
Quizás el asesinato más resonante fue el del presidente de la “república popular de Donetsk”, Alexander Zakharchenko, que murió en 2018 en un atentado con bomba que ambos bandos se adjudicaron mutuamente.
La política interna de esos enclaves es una mezcla de imperialismo ruso y nostalgia soviética. La bandera con la hoz y el martillo sigue flameando en muchos lugares, y en las oficinas de gobierno, los funcionarios cuelgan retratos de Stalin e íconos cristianos ortodoxos.
Aunque miles de habitantes de los enclaves se subieron a los micros y se autoevacuaron a Rusia, otros aprovecharon la oportunidad para huir hacia el oeste y cruzar a Ucrania por el único puesto de control abierto: un puente peatonal y ese tramo de un kilómetro de “zona de amortiguamiento” donde rige el alto el fuego para permitir el paso de civiles.
Yegorov, el joven que escapó para evitar la leva, dice que estaba viviendo con su abuelo pero que ahora vivirá con su madre en Kiev. Está seguro de su decisión y dice que vio el engaño detrás de la “falsa política de revivir el comunismo”.
“Nadie que yo conozca está dispuesto a luchar por la república popular de Luhansk”, dice Yegorov.
Andrew E. Kramer
(Traducción de Jaime Arrambide)
Fuente: The New York Times, La Nación